Jesús fue llevado a ese siniestro lugar de la Calavera donde lo crucificaron entre dos malhechores. “Padre, perdónalos…”, tal es su sublime respuesta a todo el mal que le hicieron los hombres (comp. 6:27). Si ellos se arrepintieran, su crimen –el más grande de la historia de la humanidad– sería expiado por medio de Su propia muerte.
En la cruz, donde todos estaban presentes, desde los gobernantes hasta el miserable ladrón (v. 35, 39), toda la maldad del corazón humano se descubrió sin ninguna vergüenza: miradas cínicas, risas, provocaciones, injurias… pero aquí comenzó una conversación maravillosa entre el Salvador crucificado y el otro malhechor convencido de pecado (v. 41). Iluminado por Dios, discernió en el hombre maltratado y coronado de espinas que iba a morir a su lado una víctima santa, un rey glorioso (v. 42). Y recibió una promesa inestimable (v. 43). Así, desde la misma cruz, el Señor gozó del primer fruto de la “aflicción de su alma” (Isaías 53:11).
Después de las tres últimas horas de tinieblas impenetrables, Jesús volvió a gozar de su relación con Dios, la cual había sido interrumpida durante el abandono que acababa de atravesar. Y en plena serenidad encomendó él mismo su espíritu en las manos de su Padre. La muerte del Justo fue para Dios la oportunidad de dar un último testimonio a través del centurión romano (v. 47).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"