Fue fácil manifestar unanimidad contra Jesús. Los principales del pueblo se levantaron juntos para llevarlo a Pilato, el único que tenía poder de condenar a muerte. ¿De qué acusaban a su prisionero? De pervertir a la nación, es decir, de llevarla hacia el mal; él, que solo había trabajado para llevar el corazón de este pueblo a Dios. También lo acusaban de prohibir que se diera tributo a César, cuando él les había dicho lo contrario: “Dad a César lo que es de César” (cap. 20:25). Pero estas mentiras no tuvieron sobre Pilato el efecto que los judíos esperaban. En su desconcierto, el gobernador buscaba un medio de eludir la responsabilidad de juzgarlo. Entonces envió a Jesús ante Herodes, quien sentía hacia él cierto temor mezclado con odio y curiosidad (v. 8; 9:7; 13:31). Pero al no ser satisfecho este último sentimiento, toda la bajeza de dicho dignatario se descubrió. ¡Se complació en humillar a un prisionero indefenso, de cuyos milagros de amor había oído hablar! Finalmente, decepcionado, volvió a enviarlo a Pilato.
Al contemplar a Jesús, a quien maltrataban y afrentaban así, nuestros corazones se regocijan pensando en el momento en que aparecerá en su gloria, cuando cada uno deberá reconocer que “Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Isaías 53:3; Filipenses 2:11).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"