El Señor hubiera podido subir al cielo inmediatamente después de su resurrección, pero deseaba ver aún a sus queridos discípulos (Juan 16:22); quería darles la prueba de que no solo estaba vivo, sino que continuaba siendo un hombre, el mismo Jesús que ellos habían conocido, seguido y servido. Queridos amigos creyentes, nosotros veremos en el cielo no solamente a “un espíritu”, ni tampoco a un extraño para nuestros corazones, sino al Jesús del Evangelio, al Hijo del Hombre presentado por Lucas, al tierno Salvador que habremos aprendido a conocer y amar en esta tierra.
En este capítulo se insiste cuatro veces sobre la necesidad de que todo el consejo eterno de Dios se cumpliese en los sufrimientos de Cristo, pero también en sus glorias (v. 7, 26, 44, 46).
Jesús llevó a los discípulos fuera, hasta Betania, lugar que él escogió para despedirse de los suyos. Los estableció así, en figura, “fuera” del sistema judío (v. 50), durante el tiempo que dure su ausencia, sobre un nuevo terreno, el de la vida nueva y el de la comunión (Juan 12:1). La última palabra del Señor es una promesa (v. 49), y su último gesto una bendición (v. 50). Él ascendió al cielo, pero el corazón de los suyos desbordaba de gozo y alabanza. Objetos del mismo amor, celebremos nosotros también a nuestro Dios, a nuestro Padre, y regocijémonos en un Salvador perfecto.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"