El poder divino, del cual Jesús dejó percibir algo al calmar la tempestad, se encontraba aquí frente a una violencia mucho más terrible: la de Satanás. Una legión de demonios se había apoderado totalmente de la voluntad de este desgraciado gadareno. Los hombres habían tratado inútilmente de dominarlo con cadenas y grillos, imagen de los vanos esfuerzos de la sociedad para refrenar las pasiones. Este pobre hombre poseído, que habitaba en los sepulcros, ya estaba moralmente muerto. Se hallaba desnudo, es decir, incapaz, al igual que Adán, de esconder a Dios su estado. ¡Qué cuadrode la decadencia moral de la criatura! Pero también, ¡qué cambio cuando interviene la salvación del Señor! (Efesios 2:1-6). La gente de la ciudad solo podía comprobarlo. Encontraron a este hombre “sentado a los pies de Jesús, vestido, y en su cabal juicio”. Sí, por fin el rescatado encuentra paz y reposo cerca de su Salvador; Dios lo viste de justicia y le da inteligencia para conocerlo. Pero la presencia de Dios inquieta y molesta aún más al mundo que el poder del diablo.
El endemoniado, ya sano, deseaba acompañar a Jesús (comp. Filipenses 1:23), pero el Señor le mostró su campo de acción: su propia casa y ciudad, en donde contó todo lo que Jesús había hecho por él (Salmo 66:16).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"