Un discípulo, Judas, no había dormido como los demás. Hele aquí a la cabeza de una tropa imponente que venía para apoderarse de Jesús. ¿Y qué medio escogió el miserable para señalar al Maestro? El beso solícito de la hipocresía. “Amigo, ¿a qué vienes?”, le contestó el Salvador. Última pregunta, propicia para sondear el alma del infeliz Judas. Último llamamiento de amor de aquel que había dicho a los suyos:
Os he llamado mis amigos
(Juan 15:15).
Pero ya era demasiado tarde para el “hijo de perdición” (Juan 17:12).
Estas saetas para la conciencia (v. 55) fueron los únicos actos de defensa de aquel que se entregaba a sí mismo. Faltaban los doce discípulos, sin embargo, en aquel momento más de doce legiones de ángeles estaban, por así decirlo, en pie de guerra prontas para intervenir si él lo hubiera pedido al Padre. Todo el poder de Dios estaba a su disposición si quería solicitarlo. Pero su hora había llegado. Lejos de escaparse o defenderse, Jesús detuvo el brazo de su discípulo, quien era demasiado impulsivo y quien un poco después daría la medida de su coraje al huir con sus compañeros.
Pero ya en el palacio del sumo sacerdote, los escribas y los ancianos se habían juntado en plena noche para consumar la suprema injusticia (Salmo 94:21).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"