Mi extraña morada
Nací en un faro durante una noche particularmente tempestuosa. Gigantescas olas venían a estrellarse ruidosamente contra nuestra morada. De no haber sido firmemente asentado sobre la roca, el faro y cuanto contenía hubiera sido barrido en el océano.
Muchas veces mi abuelo me repetía que nunca, hasta aquel entonces, había presenciado semejante huracán, a pesar de llevar más de 40 años en aquella isla. En esa lóbrega noche –16 de marzo de 1875– naufragaron tres veleros y un vapor, y jamás se volvió a hallar el menor rastro de ellos, ni de sus desgraciados tripulantes y pasajeros. Cuando el viento soplaba con mayor ímpetu y la espuma de las olas casi llegaba hasta nuestras ventanas yo, Alec Morgan (o Alejandro), vine al mundo.
Era una extraña morada. El faro estaba edificado sobre un islote, distante unos seis kilómetros de tierra firme. Detrás de nuestra casa, veíamos la línea grisácea de la costa de Cornualles, en la punta suroeste de Inglaterra. El Atlántico, que nos rodeaba por doquier, estaba a veces tan azul y apacible que difícilmente podía concebirse algo más hermoso. Otras veces, con el cielo ligeramente cubierto, parecía una gigantesca esmeralda veteada de blanco; también, en ciertas ocasiones, tomaba un tono cenizo que se oscurecía a medida que se acercaba la tempestad y sus olas venían a estrellarse, con un ruido de cañonazo, sobre las rocas que rodeaban nuestro islote.
Este tenía unos 70 metros de largo por 45 de ancho, con una pequeña cala de unos 10 a 12 metros de profundidad en la parte sur. No lejos de la cala, sobre una inmensa roca, cuyos acantilados caían directamente al mar, habían edificado el faro. Cada tarde, tan pronto como se hacía de noche, las grandes linternas del faro se encendían y empezaban a proyectar sus luminosos rayos.
Aún recuerdo cómo, desde mi más tierna infancia, me fascinaban esas linternas. Nunca me cansaba de mirarlas mientras giraban cambiando de colores. Primero salía el rayo blanco, luego el azul, seguido del rojo y del verde; y luego volvía el rayo blanco. El haz finísimo del principio se transformaba en una gruesa estrella por una fracción de segundo, para volver a desaparecer con la misma velocidad: blanco, azul, rojo, verde… Desde lejos los barcos reconocían nuestro faro, y así podían evitar los peligrosos arrecifes (rocas escondidas a flor de agua) tan numerosos en nuestros contornos.
Ustedes habrán adivinado que el torrero, el que cuidaba del faro, era un Morgan; en efecto, mi abuelo David Morgan tenía por misión velar sobre el buen funcionamiento de las linternas, cuidando que estuviesen encendidas a tiempo, que no les faltara el aceite, que no se acabaran las mechas y que el mecanismo de relojería, con sus pesas y cadenas, estuviera siempre a punto. En aquel entonces, aún no habían inventado la bombilla eléctrica.
Mi abuelo era un hombre activo, responsable; su mayor ambición era permanecer en su puesto hasta que yo tuviese suficiente edad para reemplazarle. En mayo de 1888, época en que comienza mi relato, abuelo David tenía 57 años y yo acababa de cumplir trece. Mi abuelo estaba muy orgulloso de mí; aseguraba que pronto sería «un hombre hecho y derecho», y que entonces se apresuraría a hacerme nombrar torrero en su lugar.
A mí, el sitio donde vivíamos me encantaba, y no lo hubiera cambiado por uno de esos palacios orientales cuyo grabado había visto en una guía de viajes. Los que desconocen este género de vida se imaginarán que llevábamos una existencia triste y monótona, por cuanto casi no teníamos visitas, y solo cada dos meses se nos permitía pasar un día en tierra firme. Pero yo era muy feliz y estaba plenamente persuadido de que no había otro lugar en el mundo semejante a nuestra pequeña isla. Solo recordaba haber ido 5 o 6 veces a Falmouth, el puerto más próximo. Es una antigua ciudad de unos 12 mil habitantes, cuya bahía era defendida por dos castillos: el «Pendennis» y otro cuyo nombre no logro recordar ahora.
Cuando llegábamos a la ciudad, íbamos en primer lugar a las oficinas del puerto. Luego, hacíamos algunas compras imprescindibles (entre otras, un paquete de dulces que debía durarnos un mes). Y tras almorzar, hacer alguna que otra visita, pasear por unas callejuelas que olían a sardinas y tabaco negro, algo mareados por codearnos con tanta gente, volvíamos a nuestro querido islote. En pleno invierno, con la galerna y el mal tiempo, muchas veces nos era imposible ir en nuestra lancha hasta Falmouth. Pero –lo repito– lo pasábamos bien en nuestro pequeño y reducido reino.
La casa donde vivíamos estaba a unos 15 metros del faro y a unos 10 de la cala, a la que bajábamos por una escalera tallada en la roca. La vivienda era pequeña, de planta baja, pero muy agradable. Sus gruesas paredes estaban pintadas de blanco, la puerta y las ventanas de verde claro. Casi todas sus ventanas daban al mar; por las de delante se veía el faro y la cala; las de atrás nos dejaban ver nuestro pequeño huerto y, a lo lejos, el mar y la costa de Cornualles. Así que, al abrir las ventanas, entraba un aire marino, puro y vivificante, con su típico olor a algas y a mariscos.
Pero, ¡no se vayan a imaginar que vivíamos solos como dos Robinsones! Además de nuestra casa, había otra habitada por el señor Tomás Peters, el otro torrero que trabajaba con mi abuelo, y a quien llamábamos cariñosamente «Tom», o «el tío Tom». Nuestras casas, muy semejantes entre sí, estaban separadas por un amplio patio, parcialmente rodeado de fuertes muros que nos protegían del temible viento del Oeste; el que nos traía la lluvia y la borrasca. Al norte y al este del patio, había dos pequeños huertos. El de los Peters siempre estaba invadido por malas hierbas, porque a Tom no le gustaba trabajar la tierra, ni siquiera para poder disponer de unas cuantas coles, berzas y patatas. En cuanto a su esposa, se comprende que después de atender a seis niños pequeños, no le quedara tiempo ni ganas.
En cambio, con sus flores y hortalizas, nuestro huerto era digno de admiración. Mi abuelo le consagraba todas sus tardes libres y, desde muy temprana edad, me había enseñado a ayudarle. Ambos estábamos muy orgullosos del huerto y siempre lo teníamos en perfecto estado; no tenía ni una mala hierba. No era de extrañar, pues, que aunque estaba tan cerca del mar, producía las más hermosas hortalizas, las manzanas y peras más sabrosas y aquellas flores lo bastante robustas para soportar el aire salino.
Hacia el centro de la pequeña isla se extendía un prado a donde llevábamos a pastar la vaca y dos cabras que suministraban leche y mantequilla suficientes para nuestras dos familias. La isla estaba bordeada por acantilados. El único acceso a nuestra roca era por la pequeña cala que se abría en el lado sur, al pie del faro. Para proteger su entrada contra las olas y permitir que atracara algún barco, habían levantado un pequeño muelle de unos 10 metros de largo. Allí me encontraban, cada lunes a eso de las 9 de la mañana, para esperar el pequeño vapor que llegaba semanalmente con los suministros y el correo. Era un acontecimiento para todos nosotros, así que, cuando acostaba el barco, mi abuelo, el señor y la señora Peters con casi todos sus hijos también estaban presentes.
Abuelo David no solía recibir muchas cartas, pues no conocía a mucha gente. Pasó la mayor parte de su vida en este islote solitario y, a excepción de algunos marinos y uno que otro tendero de Falmouth, no tenía amigos que le pudieran escribir. Poco a poco, había perdido a todos sus parientes, excepto tal vez mi padre, cuyo paradero ignorábamos por completo. Yo nunca había conocido a mi padre, porque se marchó poco antes de mi nacimiento. A menudo mi abuelo me hablaba de él, afirmando que era un fuerte y valiente marinero:
–Alec, tu padre es un Morgan de tomo y lomo; un verdadero lobo de mar. Por muy altas que sean, no hay olas que le asusten, ni temporal que le amedrente… Lo malo es que hace tanto tiempo que no tengo la menor noticia de él. –Y al decir estas palabras se volvía triste y soñador.
Aun recordaba perfectamente cómo ocurrió: un día de octubre de 1874, mi padre le trajo a mi madre a nuestra isla, porque le habían contratado con muy buenas condiciones, para un largo viaje por Extremo Oriente.
–Muy lejos, sabes, Alec. Allá por la China o el Japón…
–¿Cuán lejos, abuelo?
–Qué sé yo… ¡como más de mil veces de aquí a Falmouth! –y pronunciaba sus palabras con grandes gestos.
A los pocos días, mi padre salió de la isla con el mismo vapor que atracaba cada lunes. Abuelo David y mi madre se quedaron en el muelle hasta que el barco se perdió de vista; agitaron sus pañuelos mientras veían una débil columna de humo en el horizonte.
Muchas veces el abuelo me contó cuán joven y cuán encantadora le pareció mi madre aquella soleada mañana de otoño. Mi padre prometió escribir pronto; una semana más tarde recibimos su carta en la cual nos decía que se había embarcado en el «Star of Orient» (La Estrella de Oriente), con rumbo a la lejanísima China. Pero, desde aquel entonces, nunca más tuvimos noticias suyas.
Cada lunes por la mañana, mi madre era la primera en esperar el vapor correo, al final del muelle; pero, cada vez volvía decepcionada: «¡Lo siento, señora de Morgan, no hay carta para usted!». Tuvo que oír esa desgarradora respuesta más de 200 veces a lo largo de 4 años.
Poco a poco, su paso se hizo más lento; empezó a adelgazar y su cara –siempre sonrosada– se volvió pálida. Pronto le faltaron las fuerzas para llegar cada lunes hasta el muelle, y al poco tiempo, era yo huérfano.
Desde entonces, mi querido abuelo hizo las veces de padre y madre para mí. Nada le parecía demasiado cuando se trataba de mi bien y dondequiera que él fuese, allá estaba yo. Él me enseñó a leer y a escribir, porque naturalmente, no podía ir a la escuela. Asimismo me enseñó a limpiar las linternas del faro y a cuidar el huerto. Así transcurrió nuestra vida de modo uniforme, como las aguas de un lento y caudaloso río, hasta que tuve trece años. A veces tenía el repentino deseo de que algo inesperado surgiera y viniera a romper la monotonía de nuestra existencia sobre la isla.
¡Y este cambio ocurrió muy pronto!