La pequeña Lily
Nunca había visto una niña más bonita. Su cabello era color castaño tirando a claro, sus mejillas sonrosadas y regordetas, y tenía unos hermosos ojos azules. Acabó de despertarse mientras la contemplábamos, y tras mirarnos a todos con extrañeza, rompió o llorar, gritando desesperadamente:
–¡Mamá! ¡Mamá!
De modo que aquella infeliz mujer no era su madre.
–Mira, ¿no conoces a esta señora?
Se calló por un instante, fijó la mirada en ella, sacudió su cabeza en forma negativa y siguió llorando desconsoladamente:
–¡Mamá! ¡quiero a mi mamá!
–¡Pobrecita! –exclamó María Peters, quien no podía contener sus propias lágrimas.
Entonces abuelo David tomó a la niña, la puso sobre mis rodillas y dijo:
–¡Oiga, María! Tenga la bondad de prepararnos una sopa caliente; pues no nos vendría mal. La chica está helada y hambrienta y nosotros no estamos en mejores condiciones. Mientras tanto, nos cambiaremos de ropa. Tía María se llevó a la pobre señora que la siguió atontada y sin proferir palabra. Después de cuidarla y asegurarse de que sus hijos estaban bien, volvió con legumbres, patatas y fiambres. Mientras la habitación se llenaba de gratos olores, me senté cerca de la lumbre con la niña sobre mis piernas. Era una chica sana y fuerte que aparentaba tener de unos dos y medio a tres años de edad. Ya no lloraba y me miraba sin temor alguno; pero tan pronto como otra persona se acercaba, escondía su carita contra mi hombro.
La tía María, siempre activa, trajo un tazón de leche humeante y unas cuantas rebanadas de pan untado con mantequilla, y me dejó que diera de comer a la chiquilla. Parecía muy cansada, pues a duras penas mantenía los ojos abiertos.
–¡Pobrecita! –exclamó mi abuelo–, me figuro que la habrían despertado para llevarla a la cubierta. Hay que acostarla.
–En cuanto termine con la comida, me la llevaré –dijo tía María–. La acostaré en la cama de mi Jenny y dormirá muy bien.
Pero cuando la señora Peters quiso llevársela, la chiquilla empezó a gritar y se me agarró tan fuerte, que el abuelo observó:
–Más vale dejarla, ya que prefiere quedarse con Alec.
Así que le hicimos una camita sobre el sofá donde la esposa de Tom la acostó, después de asearla un poco. Pronto cerró los ojos, pero al poco rato los volvió a abrir como para asegurarse si yo estaba cerca de ella; extendió su brazo hacia mí, diciéndome:
–Toma mano de Lily.
Poco después, dormía profunda y sosegadamente. Me quedé largo tiempo sentado al lado del sofá y conservando su mano caliente en la mía por temor a despertarla.
–Me pregunto quién será –dijo María Peters en voz baja mientras doblaba cuidadosamente la ropa de la niña–. ¡Qué tela más rica! Se ve que la chica ha sido bien cuidada. Toma, hay algo escrito en el forro del abrigo. Mira si puedes leer, Alec.
Con sumo cuidado coloqué la mano sobre la manta y tomando el abrigo, me acerqué a la ventana para ver mejor.
–Sí, hay algo escrito –dije–, vamos a ver: Vi… Villi… Villiers; sí, me parece que debe ser su apellido.
–¡Pobrecita! –volvió a exclamar María Peters–. ¡Y pensar que sus padres están en el fondo del mar! ¡Si fuera nuestra Jenny!
Y empezó a sollozar. Luego para que su llanto no molestara a la niña, pretextó tener que volver a casa para cuidar a sus hijos y a la extraña náufraga.
Abuelo David, muerto de cansancio por los acontecimientos de la noche anterior y de esa mañana, se fue a descansar; yo quise quedarme al lado de la chiquilla, sintiendo que ya no tenía ánimo para dejarla sola por un solo instante.
–¡Qué bien duerme! –me dije–, pobrecita, no se da cuenta de su desgracia!
Yo también estaba muerto de cansancio, pues no había dormido en las últimas 24 horas. Me pesaba la cabeza y, por más esfuerzos que hacía, iba cayendo sobre mi pecho o sobre mi hombro izquierdo. Al poco rato, apoyé el brazo sobre el sofá y me quedé profundamente dormido. Desperté no sé cuántas horas más tarde, al sentir que me daban unos fuertes tirones de pelo y una vocecita aguda me gritaba en los oídos:
–¡A levantar Lily! ¡A levantar!
Abrí los ojos aún cargados de sueño e iba a enfadarme cuando vi la más encantadora cara del mundo que me miraba sonriendo.
–¡Levantar! ¡A levantar Lily!
Fui corriendo a buscar a María Peters para que vistiera a la chiquilla. Hacía un hermoso atardecer y el sol lucía donde pocas horas antes rugía la tempestad. Me apresuré a preparar la cena. Mientras tanto la chiquilla me miraba, correteando en derredor mío y pareciendo del todo feliz.
Abuelo David aún dormía y no quise despertarle. María Peters nos trajo sopa de guisantes que había preparado para la chica y empezamos a cenar. Quería darle de comer como hice a mediodía, pero ella exclamó:
–¡Yo sola! ¡Lily come sola!
Y agarrando la cuchara, comió tan limpiamente que no me cansaba de mirarla, olvidando casi mi propia cena.
–¡Que Dios la bendiga! –dijo María Peters.
–¡El Señor te bendiga! –contestó la niña.
Por lo visto, estaba acostumbrada a oír estas palabras en su casa, de boca de su madre. Cuando hubo terminado de comer, se bajó de la silla, fue directamente a tomar su abrigo que se había quedado sobre el sofá, y se dirigió hacia la puerta diciendo:
–¡A pasear! ¡Lily quiere pasear!
Aunque era un poco tarde, ante su insistencia tía María me dijo:
–Alec, llévala un poco afuera; aún no es de noche. Pero ten mucho cuidado de que no tome frío.
Luego, con gran alegría para la niña, le pusimos su abrigo y su capucha, y salí a dar una vuelta con ella.
Estábamos ya a media luz, allá en el poniente, del lado de América, unas nubes negras con forma de caballos o de dragones se estiraban lentamente.
–¡Mira qué bonito, niño! –me dijo Lily–. Ven, vamos a jugar.
Y se fue corriendo hacia el huerto. Nunca vi una chiquilla tan alegre. De repente, se quedó admirada al ver brotar unos rayos de luz encima de su cabeza.
–Oh, ¡qué luces más grandes!
Era, evidentemente, el faro que Tomás Peters acababa de encender y de poner en movimiento; nos salpicaba de blanco, rojo, azul y verde…