El faro sobre la roca

Un cambio en el faro

La espera se nos hizo interminable; permanecíamos aturdidos y silenciosos sin saber qué hacer e imaginándonos a la pobre María enferma y presa de desesperación: ¿qué haría? ¿cómo recibiría aquella tremenda noticia? Por fin, vimos surgir la silueta del abuelo y fuimos a su encuentro. Tenía los ojos enrojecidos y nos dijo con voz ronca:

–Ya está; lo sabe todo. Vayan a consolarla si quieren.

Fuimos hacia la casita, a paso lento. Nunca olvidaré aquella escena ni las impresiones que tuve en aquel momento.

María Peters estaba muy enferma; el golpe había sido demasiado fuerte para ella y, por si fuera poco, había agarrado un fuerte resfriado que la dejaba febril y exhausta. Como no era recomendable llevarla a tierra, los tres hombres volvieron a Falmouth en busca de un médico y de alguien que pudiera cuidarla. Volvieron al cabo de tres horas –la niebla se había disipado por completo– con el doctor Myers y Catalina Jones, la enfermera.

Yo me había ocupado de la pequeña Lily y de Jenny, quienes habían dormido juntas. Al verlas despertar, casi se me saltaron las lágrimas; ahora, ambas estaban huérfanas, lo que ni una ni otra podía entender.

Más tarde, cuando llegó la señora que iba a cuidar de María y de su casa, abuelo David y yo volvimos a nuestro hogar. Estábamos rendidos de cansancio; era como un dolor que se nos metía por todos los huesos, pero no hubiéramos podido dormir. Encendimos la lumbre y nos sentamos silenciosamente. Por fin, abuelo David me dijo:

–Alec, hijo mío, he visto muchas cosas en mi vida; pero este ha sido un golpe muy duro para mí. Yo hubiera podido estar allí; como sabes, había cambiado el turno con el pobre Tom. ¡Podría yo haberme ahogado en su lugar!

Tomé su mano entre las mías, apretándola silenciosamente.

–Sí –volvió a decirme–, podría haber sido yo, y ¿dónde estaría ahora?

Yo estaba demasiado emocionado para hablar, así que abuelo David siguió diciendo:

–Me pregunto dónde estará el pobre Tom ahora. Estuve pensado en eso todo el tiempo.

Entonces le conté lo que Tom Peters me había dicho antes de salir para Falmouth.

–¡Sobre la Roca! –exclamó–. ¿Ha dicho que estaba sobre la Roca? ¡Ojalá pudiera yo decir otro tanto, Alec!

–¿Y no podríamos estar nosotros también sobre esa Roca, abuelo?

–Eso quisiera yo, hijo mío. Empiezo a entender lo que significa. El anciano Benson me dijo: «Usted edifica sobre la arena y su obra no resistirá la tempestad…». Pues bien, anoche esas palabras resonaban de continuo en mis oídos. Pero, de veras, no sé cómo pudiera colocarme sobre la Roca…

Durante la semana siguiente, María Peters estuvo entre la vida y la muerte. Tenía una congestión pulmonar y, al principio, el médico tenía pocas esperanzas de que se salvara. Pero, por fin, la enferma reaccionó, se manifestó cierta mejoría, y el doctor Myers empezó a darnos esperanzas. Yo pasaba todo el tiempo con los niños, haciendo lo posible para distraerlos con juegos que no fuesen demasiado ruidosos, a fin de que no molestaran a la madre. No siempre era fácil, pero, a veces, un rayo de sol nos permitía jugar afuera.

Dos días después de recibir la noticia de ese luctuoso accidente, abuelo David y yo tuvimos que ausentarnos para ir a Falmouth, al entierro de Tom. No me lo dejaron ver para que no me impresionara; pero abuelo David pudo contemplarle por última vez, antes de que cerraran el ataúd. Había poca gente detrás del cortejo fúnebre. En el pequeño cementerio empezó a lloviznar cuando el pastor terminaba el servicio: “El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado… huye como la sombra y no permanece”. Las palabras que más me impresionaron fueron: “Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”.

Cuando al cabo de tres semanas se le quitó la fiebre a María Peters, la infeliz mujer estaba tan debilitada que aún pasaría largo tiempo antes de que se restableciera del todo y pudiera volver a sus acostumbradas labores.

Sin embargo, supimos que habían nombrado a otro señor para que ocupara el puesto de Tom; por lo tanto, la familia de este tuvo que abandonar la isla. Por suerte, María Peters tenía familia cercana en el País de Gales, allá por Pembroke; estaban dispuestos a recibirlos.

Aprovecharon un lunes, día en que llegaba el vapor del capitán Sayers, para marcharse. Ese día fue particularmente triste para nosotros; todos los chicos habían nacido en la isla, como yo, y habíamos vivido tantos años juntos que la despedida nos era verdaderamente dolorosa. ¡Quién sabe las lágrimas que corrieron de una parte y de otra! Hasta Lily lloraba porque no quería separarse de Jenny. Pero no hubo más remedio; uno por uno los bultos y maletas se amontonaron en la cubierta del vapor; todos subieron a bordo y el capitán mandó tocar la sirena. Nos quedamos largo tiempo en la punta del muelle, agitando nuestros pañuelos y secándonos de vez en cuando las lágrimas, hasta que el barco hubo desaparecido en el horizonte.

¡La isla nunca nos pareció tan solitaria y vacía como desde aquel entonces! De no haber tenido a nuestro «rayo de sol», como la llamaba abuelo David, no sé lo que hubiera sido de nosotros. Cada día la queríamos más, y nuestro mayor temor era que, alguno que otro lunes, nos llegase una carta anunciándonos que Lily tenía que marcharse.

–Hijo mío –me decía a menudo el abuelo–, aquel día memorable del naufragio, ¡cuán poco nos imaginábamos que ese extraño paquete que nos lanzaron encerraba semejante tesoro!

La niña crecía; el aire del mar le sentaba muy bien y, de día en día, se volvía más guapa y más lista.

Nos moríamos de curiosidad por saber quién había sido designado para reemplazar a Tom Peters; pero, ni siquiera pudimos conocer su apellido de antemano. Al lunes siguiente, el capitán Sayers nos comunicó todo lo que sabía. Al parecer, era un hombre alto y fuerte, que no era de la región. Más, no podía decir.

–Tal vez sea un galés, o un escocés, o alguien de la costa oriental, ¡vaya a saber! –me dijo mi abuelo.

En cuanto a los albañiles que vinieron para mejorar las condiciones de la casa de Tom (sentía que siempre la llamaríamos así, viniera quien viniese), se mostraron muy reservados y poco comunicativos en lo referente al nuevo torrero; así que, al cabo de un rato, optamos por no hacerles más preguntas.

Sin embargo, nuestro bienestar dependía mucho del futuro vecino; abuelo David y él estarían juntos de continuo y en la isla no había nadie más a quien hablar.

Abuelo David quería brindar una amistosa bienvenida al sucesor de Tom y hacer que su estancia en la isla le resultase agradable. Por lo tanto, después que la familia Peters se hubo marchado, pasamos varias tardes cavando y arreglando el huerto que nuestro ex vecino Tom había dejado tantos años sin cultivar.

–Me gustaría saber de cuántos miembros se compone esa familia –dije mientras trabajábamos en el huerto–. Tal vez tengan algún chico de mi edad.

–Comprendo que te gustaría, Alec. Pero quizás el hombre estará solo. Cuando yo llegué aquí, era joven y aún no me había casado. Pronto saldremos de dudas, ya que llegará el próximo lunes, Dios mediante.

–Es extraño que no haya venido antes para ver la isla y la casa, y hacer arreglos. Me pregunto qué pensará de este sitio.

–Lo más probable es que se sienta un poco desorientado al principio –contestó mi abuelo–, pero lo recibiremos lo mejor que podamos. Le prepararás un buen desayuno, Alec, y habrá que poner suficiente comida para su esposa e hijos, si es que los tiene: té caliente, pan tostado, mantequilla, salchichas fritas y todo lo que quieras añadir. Con toda seguridad se refocilarán con esta comida después de la travesía.

Pusimos mucho cuidado, pues, en todos esos preparativos y estuvimos esperando, con cierta ansiedad, la llegada de nuestro nuevo compañero y de su familia.