El faro sobre la roca

Una luz en alta mar

Ya estábamos en noviembre otra vez; los días se acortaban rápidamente. Allá por Cornualles, la noche cae muy pronto en invierno; a las cinco de la tarde ya es noche cerrada, mayormente cuando hay tiempo lluvioso. A eso de las seis y media, estábamos cenando el abuelo y yo, según nuestra costumbre. Durante la mañana habíamos cavado en el huerto, limpiándole de plantas y de hojas secas; por la tarde, unos densos nubarrones del Atlántico habían traído una lluvia pertinaz que nos obligó a quedarnos en casa. Habíamos encendido la estufa, y daba gusto estar bien resguardado en la habitación que nos servía de cocina y de comedor. La lluvia no dejaba de golpear contra los cristales.

Hablábamos tranquilamente, haciendo nuestros planes para el trabajo del día siguiente, cuando la puerta se abrió bruscamente y asomó la cabeza de Tom Peters.

–¡David! –gritó a mi abuelo–, ¡David! ¡Venga corriendo! ¡Mire por allá!

Nos precipitamos hacia la puerta para mirar en la dirección que nos señalaba. Allá por el Norte, vimos una luz muy brillante, entre amarilla y naranja, la que iluminó durante breves instantes el cielo encapotado y luego se apagó completamente.

–¿Qué puede ser, abuelo? –le pregunté.

Pero no me contestó.

–No hay ni un minuto que perder, Tom. ¡Pronto, botemos la lancha!

–¡Morgan, pero si el mar está enfurecido! –respondió, mirando las enormes olas que venían a estrellarse contra el acantilado.

–Poco importa, Tom; debemos hacer lo imposible para salvar a esa pobre gente.

Tras una leve vacilación, Tom bajó corriendo con mi abuelo hacia la pequeña playa de guijarros que se extendía al fondo de la cala; yo seguí tras ellos.

–¿Qué pasa, abuelo? –volví a preguntarle.

–Hay un barco en peligro; y siempre que esto ocurre, disparan cohetes luminosos para pedir ayuda.

–¿Vas a ir, abuelo?

–¡Desde luego! Iremos si logramos botar la lancha.

–¿Estás listo, Tom?

–Déjame ir con vosotros, abuelo –le supliqué. Tal vez os sea útil.

–Bien, hijo mío. Intentaremos botar la lancha.

Aún recuerdo esta escena como si hubiese sucedido ayer. Mi abuelo y Peters aunaban sus esfuerzos para salir de la cala y remar contra las temibles olas, mientras yo, agarrado a mi asiento para no ser arrojado al mar, hacía todo lo posible para mantener el timón. Aún veo a la pobre señora de Peters, mirándonos angustiada, con dos de sus niñas agarradas a sus faldas. Aún me parece oír el impresionante ruido de las olas que iban elevándose cada vez más, amenazando tragarnos a cada instante. Y sobre todo me acuerdo de la expresión profundamente contrariada de mi abuelo cuando, después de muchos esfuerzos inútiles, tuvo que renunciar a su empresa.

–¡Es inútil, Tom! –dijo por fin con un suspiro de desaliento–; ¡no podemos luchar solos contra semejante mar!

Con mucha dificultad volvimos a la playa y, después de amarrar sólidamente la lancha, subimos hasta la casa de Peters desde donde habíamos visto aquel cohete luminoso. Pero, por más que estuvimos mirando, ninguna señal vino a rasgar las profundas tinieblas.

Las linternas del faro, que habíamos encendido dos horas antes, brillaban con toda su intensidad, proyectando sus rayos luminosos sobre las aguas desencadenadas del Atlántico: blanco, azul, rojo, verde. Y tras una breve pausa, volvían en su ronda incansable: blanco, azul, rojo, verde… Era imposible que el barco en dificultades no hubiera visto nuestro faro. El viento y el frío de la noche me hacían titiritar. Abuelo David se dio cuenta de ello, y me llevó a casa:

–Vamos a cambiarnos de ropa inmediatamente.

En efecto, estábamos empapados de los pies a la cabeza, y al quedarnos afuera, solo hubiéramos agarrado una bronconeumonía. Tomás Peters, quien debía prestar guardia, también mudo su ropa; luego subió a la torre. Un cuarto de hora después, con ropa seca y reavivados con dos tazones de té que nos tomamos casi hirviendo, subíamos detrás de Tom. Desde arriba se divisaba ampliamente el panorama; pero, en una noche como esa, nada podíamos distinguir. Afuera todo parecía como un inmenso abismo negro. Sobre el pequeño balcón de hierro que rodeaba las vidrieras, el viento corría como un loco, aullando sin cesar. Se oía crujir toda la torre; instintivamente recuerdo lo que el abuelo me dijo en semejante ocasión:

–¡No temas, grumetillo! ¡Está edificado sobre la roca!

Y en efecto, de no haber tenido semejantes cimientos, hace tiempo que algún huracán lo hubiera tumbado. A veces, parecía como si algún dedo invisible llamara a la ventana. Era alguna gaviota u otra ave nocturna que, atraída por la luz y empujada por el viento, venía a estrellarse contra el cristal. Dentro, cerca de la linterna caliente y resplandeciente, solo se oía el chisporroteo de la llama, el ruido del aceite que goteaba y el de la cadena que iba desgranándose. Seguíamos con la mirada fija hacia el Norte.

–¿No podríamos hacer algo por esa gente?

–Me temo que no. ¡Es imposible luchar contra semejantes elementos! Más adelante, si el mar se calma un poco, lo intentaremos nuevamente; pero ahora, nadie puede…

Pero el mar enfurecido no se calmaba; así estuvimos mirando y paseándonos alrededor de las linternas por espacio de dos horas.

De repente, desde el mismo sitio donde habíamos visto el anterior salió otro cohete luminoso.

–¡Otra señal! –exclamó mi abuelo. Luego añadió:

–¡Pobre gente; me pregunto cuántos serán!

–¿No habría algún medio de intervenir?

–No, muchacho. El mar lo hace imposible. ¡Qué borrasca más horrible! Esto me recuerda el día de tu nacimiento.

Así seguía transcurriendo la noche. A las doce, abuelo David tomó el relevo de Tom; yo bajé con él para preparar té y unos bocadillos para el abuelo y se los llevé.

–¿Hay algo nuevo, abuelo?

–Hasta ahora, nada.

Pasaban las horas. Ni siquiera se me ocurrió ir a descansar. De pronto vimos otro cohete, y al cuarto de hora otro, y así sucesivamente hasta seis; luego, no vimos nada más.

–¡Pobre gente! –observó mi abuelo–, habrán agotado su reserva de cohetes.

–Y ¿qué les habrá pasado? ¿Hay arrecifes por este lado? –le pregunté.             

–Sí, hay los escollos de Lizard. Es un sitio particularmente peligroso donde ya hubo varios naufragios.

Al amanecer nuestros ojos lograron distinguir, a lo lejos, los mástiles de un barco.

–¡Mira, allí está! –dijo mi abuelo–. Ocurrió lo que me figuraba: se estrelló contra los escollos de Lizard.

–Parece que disminuyó el viento, ¿verdad?

–Tienes razón, Alec, y creo que el mar está sosegándose un poco. Pronto, vamos a llamar a Tom.

Bajé corriendo mientras abuelo David apagaba las linternas y paraba el mecanismo del faro. Tomás Peters se apresuró a reunirse con nosotros en la cala, llevando al hombro un rollo de cordeles.

–Muy bien, Tom, –le dijo mi abuelo–. Rápido; creo que esta vez lograremos salir. Saltamos a la lancha e intentamos alejarla de la costa. La lucha empezó al querer salir de la cala.

–¡Ánimo, Tom! –le gritaba mi abuelo–, ¡piensa en toda esa gente que necesita ayuda! ¡Probemos otra vez!

Hicieron un nuevo esfuerzo, y la lancha, poco a poco, logró salir de la cala. Pero nos acechaba otro peligro: al dar un rodeo por el sur del islote, recibimos todo el ataque de las olas que venían del Suroeste y que amenazaban estrellarnos contra el acantilado. Fue un momento horroroso aunque breve, por suerte nuestra. Pronto tuvimos las olas a nuestras espaldas y, al doblar la punta sureste, estuvimos resguardados del viento durante el recorrido de unos 60 metros.

–¡Cuidado! agarra bien el timón, mozalbete… –me gritó abuelo David.

En efecto, al perder la protección que nos ofrecía la isla, volvimos a ser furiosamente embestidos por las olas del Atlántico. No sé por qué, pero en aquellos instantes, me acordé de un pasaje leído en un grueso tomo encuadernado, que teníamos en lo alto de la biblioteca:

«Los que descienden al mar en naves…
ellos han visto las obras del Señor,
Y sus maravillas en las profundidades.
Porque habló, e hizo levantar un viento tempestuoso,
Que encrespa sus ondas.
Suben a los cielos, descienden a los abismos;
Sus almas se derriten con el mal.
Tiemblan y titubean como ebrios,
Y toda su ciencia es inútil…».

Fue precisamente lo que nos aconteció; unas veces estábamos en equilibrio en lo alto de una onda gigantesca, y segundos después nos hallábamos en el fondo de un embudo, rodeados por murallas de agua que amenazaban derrumbarse sobre nosotros. A pesar de su valor, ¿tendrían abuelo y Tomás suficiente fuerza para llegar hasta el barco?

Al poco rato, vi un objeto negro y alargado que subía y bajaba con las olas. Lo señalé a mis compañeros, mientras me esforzaba en gritarles:

–¡He! ¿qué es eso?

–Debe ser el esquife del barco –contestó Tom.