El faro sobre la roca

Se va el rayo de sol

Aquel lunes por la mañana, el tiempo estaba tan frío y húmedo que no quisimos dejar salir a nuestra pequeña Lily. Me quedé con ella en casa, jugando a la pelota, mientras mi padre y mi abuelo, con sus gorras, impermeables y botas de goma, iban a esperar la llegada del «Carnavon 4», que llevaba algún retraso sobre su habitual horario.

¡Qué graciosa estaba la chiquilla aquella mañana! Llevaba un vestido azul claro que le hizo María Peters antes de marcharse y un delantal blanco y muy limpio que le sentaba a las mil maravillas.

Corría detrás de la pelota dando ligeros gritos de alegría cuando, de repente, la puerta se abrió y mi padre entró corriendo.

–¡Alec! –me dijo– ¡han llegado!

–¿Quiénes?

–¡Los padres de Lily! Vienen con tu abuelo.

Apenas había terminado de hablar, cuando efectivamente entraron los tres. La señora, visiblemente emocionada, se precipitó hacia la chiquilla y la tomó en sus brazos apretándola fuertemente contra su corazón. Al cabo de un rato se sentó, la puso en sus rodillas acariciándola y hablándole tiernamente para comprobar ansiosamente si la chica se acordaba de ella.

Al principio Lily, bastante asustada, inclinó su cabeza y no quiso mirar a la madre. Pero solo fue por unos instantes; cuando su mamá empezó a hablar reconoció evidentemente su voz. La señora de Villiers le preguntó con los ojos llenos de lágrimas:

–¿Me reconoces, Lily? ¿Sabes quién soy?

La niña levantó sus ojos, sonrió tiernamente y dijo:

–¡Mamá! ¡La mamá de Lily!

Y, con su mano regordeta acarició suavemente la cara de su madre. Viendo tan conmovedor cuadro, ya no podía echar de menos la marcha de la chiquilla. Pero, aunque no lo quería confesar, sentía algo de celos.

Pasamos un día muy feliz. Los señores Villiers fueron muy amables con nosotros y se mostraron sumamente agradecidos por todo lo que habíamos hecho por su hija. Les tuvimos que contar las circunstancias del naufragio del «Victory» y el abuelo se puso colorado cuando le llamaron «valiente y esforzado», por más que quiso atribuir todo el mérito a Tom. Los padres de Lily también estaban muy contentos por haber encontrado a su hija con tan buenos colores y excelente salud, ya que antes de salir de la India estaba muy decaída. Había crecido y el aire del mar, recio y vivificante, le sentaba de maravillas. La señora de Villiers no dejaba de contemplar a la niña; la seguía por doquier. Nunca me olvidaré de la felicidad de aquellos padres.

Pero todas las cosas tienen un fin e incluso parece que los días felices se acaban antes que los demás. ¿Por qué será así? Antes de que finalizara la tarde, llegó un barco para recoger a la familia Villiers.

–¡Cariño! –dijo abuelo David sentando a la chiquilla en sus rodillas–, ¡nunca me costó tanto esfuerzo separarme de alguien! ¡La llamábamos nuestro «rayo de sol», señor Villiers, y ahora se nos marcha! ¡Qué vacío más grande va a dejar!

–¿Y qué dirá usted cuando se entere de que le voy a robar a otra persona? –dijo el señor Villiers sonriendo.

–¡Robarme aún más! –exclamó el abuelo.

–Sí –dijo el padre de Lily, colocando su mano sobre mi hombro. Quisiera llevarme también a su nieto. Óigame, ¿no es una verdadera lástima que un chico tan listo pierda su tiempo en esta isla sin que tenga una instrucción adecuada? Deje que venga con nosotros; le pondré en un pensionado muy bueno durante tres o cuatro años y luego él mismo podrá escoger la carrera que más le guste. Sé que le pido un gran sacrificio. Pero tratándose del bien del chico, ¿no se resuelve a aceptarlo?

–Es muy amable de su parte, caballero… a la verdad no sé qué decirle. Tal vez sería una buena cosa para Alec; sin embargo, nunca se ha separado de mí y siempre pensé que ocuparía mi puesto cuando yo fuera demasiado viejo para hacer el trabajo.

–Es verdad, intervino mi padre; pero ahora que estoy de vuelta, soy yo quien te reemplazaré, padre; y si el señor Villiers tiene la bondad de encargarse de la instrucción de Alec, debemos estar sumamente agradecidos.

Parecía como si el abuelo estuviera meditándolo por unos instantes; luego dijo:

–Tienes razón Pedro, hijo mío; tienes razón. No debemos ser egoístas. Pero, usted le dejará volver aquí de vez en cuando, ¿verdad, señor Villiers?

–¡Por supuesto! Pasará todas sus vacaciones aquí, y les contará cómo le va en su nueva vida de colegial.

Luego, dirigiéndose bondadosamente hacia mí, me preguntó:

–Y a ti Alec, ¿qué te parece? Existe un excelente pensionado en Exeter, donde vamos a vivir, de modo que estarás cerca de nosotros. Podrás pasar todas tus tardes libres en casa, y por cierto, los días festivos también; así podrás comprobar que esta chiquilla no se olvida de lo que le enseñaste. ¿Qué te parece?

Esta perspectiva me gustaba mucho, y les dije que estaba muy agradecido; mi padre y mi abuelo añadieron que nunca podrían mostrar suficiente gratitud por tanta bondad.

–¡Qué va! –exclamó el padre de Lily–, soy yo quien debe agradecérselo; nunca podré devolver lo que hicieron por mí, arriesgando sus vidas… Además, tengo que pedirles la dirección de esa viuda cuyo marido los acompañó en tan peligroso rescate y quien cuidó a nuestra pequeña. Le escribiremos en seguida, porque no somos ingratos. Entonces, quedamos así, ustedes me confían a Alec.

–Sí, señor –dijo el abuelo–, pero déjenoslo por algún tiempo aún; la separación sería demasiado brusca ahora.

–Lo comprendo; todavía le faltan unos meses para ingresar en el colegio.

Así, despidiéndome de Lily, conservaba la firme esperanza de volver a verla pronto. En realidad se llamaba Isabel; pero para mí, siempre sería Lily, mi pequeña Lily.

Difícilmente puedo expresar las impresiones que sentí durante los meses que siguieron. Una vida nueva se abría ante mí y dicha perspectiva estaba en el centro de todos mis pensamientos.

Cada noche, reunidos los tres en nuestro «observatorio», allá en lo alto del faro, hablábamos de mi porvenir; durante el día, iba recorriendo los rincones familiares de nuestra isla, recordando las horas felices que había pasado allí con los chiquillos de Tom y con mi pequeña Lily. Pensaba que pronto tendría que dejarlo todo, hasta el faro con sus luces familiares: blanca, azul, roja y verde, para emprender una vida completamente distinta.

Desde la última visita del señor Benson, un gran cambio se había verificado en nuestra casa. Habíamos bajado de la estantería la gran Biblia encuadernada en piel, le habíamos quitado la capa de polvo que la cubría, y ahora la leíamos a diario. Hasta mi padre, que en un principio se mostraba reacio, escuchaba ahora con interés la porción que abuelo David nos leía en alta voz cada mañana antes del desayuno y cada noche antes de acostarnos. Aún no comprendo cómo habíamos podido despreciar tanto tiempo lo que es verdaderamente la Palabra de Dios, “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos;… discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. El domingo ya no era un día cualquiera, sino apartado para el Señor, en la medida que nos era posible hacerlo en medio del océano.

Y sobre todo, se veía que mi abuelo era realmente un hombre distinto; un hombre nuevo para quien las cosas viejas habían pasado y todas las cosas eran hechas nuevas. Lo quería cada vez más y cada día me costaba más tener que separarme de él.

–Nunca te hubiera dejado, abuelo –le dije un día– si papá no hubiese vuelto.

–No, hijo mío, tampoco creo que hubiera podido vivir sin ti; pero tu padre volvió en el momento preciso, ¿verdad, Pedro?

Por fin llegó el día de mi partida. Mi padre y mi abuelo me acompañaron hasta el muelle para verme subir en el vapor y recomendarme al cuidado del capitán Sayers.

Las últimas palabras que mi abuelo me dirigió fueron:

–Alec, hijo mío, ¡manténte sobre la Roca! ¡Manténte firmemente sobre la Roca, y no la dejes!

Gracias a Dios, nunca me olvidé de las palabras de mi abuelo.