Un nuevo vecino
El lunes por la mañana fuimos temprano, como de costumbre, a esperar el vapor del capitán Sayers. Me parece que tenía un nombre que empieza con una «C»… a ver, «Car…», ah sí, «Carnavon 4»; pero todos lo llamábamos «el vapor».
A la verdad, estábamos impacientes por saber quiénes, por fin, serían nuestros nuevos vecinos. Habíamos preparado el mejor desayuno que estuviera a nuestro alcance hacer para cuatro o cinco personas; de nuestro jardín había cortado un hermoso ramo de dalias para alegrar la mesa.
Por fin apareció el «Carnavon 4» tras tocar tres veces la sirena, y vimos sobre la cubierta un hombre que hablaba animadamente con el capitán; nos figuramos inmediatamente que se trataba de nuestro futuro compañero.
–No veo ninguna mujer –dijo el abuelo, tras fijarse un rato.
–Ni tampoco niños –añadí, mientras levantaba a Lily en mis brazos para que pudiera ver el barco.
–¡Tuf, tuf, tuf! –hizo ella queriendo imitar el ruido del vapor; luego soltó una risa cristalina y hasta contagiosa.
Tan pronto como el vapor hubo atracado, nos acercamos para saludar al capitán Sayers y al forastero.
–Permítame que le presente su nuevo compañero, señor Morgan –dijo el capitán–. ¿Quiere usted mostrarle el camino a su casa mientras mando desembarcar sus cosas?
–¡Bienvenido a nuestra isla! –dijo abuelo David apretando la mano del recién llegado.
Era un hombre alto y fuerte, cuya piel estaba curtida por el sol.
–¡Gracias! –dijo el hombre mirándome con insistencia–, da gusto ser recibido tan amablemente.
–Este es mi nieto Alec –dijo el abuelo al colocar su mano sobre mi hombro.
–Su nieto –repitió el hombre, mientras seguía mirándome de modo extraño–; ¡su nieto, vaya!
–Venga ahora –dijo abuelo David–, usted debe desayunar; el té está dispuesto y nos alegraremos recibirle en casa, créame.
Mientras subíamos lentamente hacia la casa, el hombre permanecía más bien silencioso; solo contestaba con «sí» o «no» a las diversas preguntas u observaciones del abuelo. El hombre parecía emocionado, miraba a su alrededor. Me pareció ver asomar una lágrima en sus ojos; pero debía de equivocarme porque no veía motivo para que llorara. Poco sospechaba los sentimientos que luchaban en su corazón.
–A propósito –dijo mi abuelo, volviéndose de repente hacia él–, ¿cuál es su nombre? Aún no lo sabemos…
El hombre no contestó, por lo que el abuelo, mirándole con extrañeza, prosiguió:
–¿No tiene usted nombre? ¿o tiene usted algún reparo en que lo sepamos?
El recién llegado ya no pudo contenerse:
–¡Padre! –exclamó abrazando a mi abuelo–, ¿no reconoces a tu propio hijo?
–¡Pedro! ¡Es mi hijo Pedro! ¡Alec! Mira, Alec, ¡es tu padre!
Quebrantado por la emoción, el abuelo empezó a sollozar como un niño, mientras mi padre le sostenía firmemente con un brazo, a la vez que colocaba su otra mano sobre mi hombro y me apretaba contra él.
–No quise que os dijeran mi nombre –explicó–; les hice prometer a todos que me dejarían hacerlo personalmente. Cuando llegué al país, supe que el puesto estaba vacante y lo solicité inmediatamente a la Administración Marítima. Padre, cuando supieron que era tu hijo, me lo concedieron en seguida.
–Pero, ¿dónde estuviste tanto tiempo, Pedro? y ¿por qué nos dejaste sin noticias?
–Eso es una historia muy larga –dijo mi padre; –vayamos primero a casa y luego os lo contaré todo.
Empecé a servir el desayuno, mi padre no alejada su mirada de mí.
–¡Cómo se parece a ella! –exclamó con voz ahogada por la emoción.
Comprendí evidentemente que hablaba de mi madre.
–¿Cómo te enteraste de la muerte de nuestra querida Alicia? –preguntó mi abuelo.
–Por mera casualidad; en el barco que me trajo a Europa, había un marinero de Falmouth a quien reconocí por su acento, un tal Joe, «el Albatros» como lo llaman; él me lo contó todo. Fue un rudo golpe, como podéis imaginar… ¡Tenía tanta ilusión de volver a verla!
Abuelo David le refirió entonces todo lo concerniente a mi madre. Cómo mes tras mes, ella le había esperado sin recibir la menor noticia, aparte de aquella primera y única carta; cómo pasaron no solo los meses, sino los años, cómo ella languideció, se debilitó progresivamente y cómo, a pesar de todos sus esfuerzos, se murió de dolor…
Cada vez que el abuelo hacía una pausa en su relato, quebrantado por la emoción, mi padre le rogaba que siguiera. Así pasaron las horas, sin darnos cuenta. Casi se nos había olvidado sacar los víveres y los bultos –un baúl y dos maletas– que el capitán Sayers había hecho desembarcar en el muelle y que corrían el peligro de mojarse pues el mar iba encrespándose. El arreglo de la casa vecina nos llevó parte de la tarde; convenimos que mi padre comería con nosotros pero se iría a dormir en la otra casa, porque nos faltaba espacio. Además, estaba a dos pasos. Luego, hubo que atender la cena y el faro. Ya era de noche y estábamos velando en nuestro observatorio cuando mi padre pudo, por fin, empezar su propia historia.
De Falmouth, mi padre Pedro Morgan había ido a Southampton donde había conseguido una buena colocación en un hermoso vapor que hacía la ruta de Extremo Oriente. El viaje era largo –unos seis meses entre ida y vuelta– y no exento de peligros. Pero era bien retribuido; además, eso le permitía ver mucho del mundo. Mi padre nos contó cómo capearon un terrible temporal en el golfo de Vizcaya; la gracia que le hizo ver los monos en Gibraltar, el paso del Canal de Suez, abierto unos cinco años antes y donde el barco parecía surcar un mar de arena, el calor sofocante del Mar Rojo, Aden, la India…
Mi padre no paraba de contarnos detalles, cada vez más interesantes acerca de su largo recorrido por el misterioso Oriente. Mientras le escuchaba boquiabierto, crecía mi honda admiración por él. En Ceylán, de donde venía aquel té tan oloroso, estuvo a punto de ser mordido por una serpiente venenosa; en Singapur, cayó enfermo de fiebre maligna. Lo peor les aconteció mientras iban a Hong-Kong: un tifón se desencadenó en el Mar de China, arrastró al vapor y lo hizo zozobrar no lejos de la costa. Asidos a unos tablones, mi padre y otros cuatro compañeros lograron llegar a una playa donde, al día siguiente, fueron capturados por los chinos y echados en un horrible barracón.
Conviene recordar que en aquel entonces, salvo contadísimas excepciones, la entrada a China era rigurosamente prohibida. Durante varios días, mi padre y sus compañeros temieron por sus vidas. Luego los llevaron en un largo y agotador viaje hasta una ciudad del interior, llamada Fu-Tsien, donde pasaron más de un año en una inmunda cárcel. Más tarde los sacaron de allí para cuidar una finca de un mandarín; allá los trataron mejor pero no pudieron escapar por estar vigilados día y noche. Finalmente, al cabo de nueve años, les dijeron que serían devueltos a una ciudad de la costa llamada Cantón. Desde allí embarcaron en un vapor con rumbo a Inglaterra. Les explicaron que después de una expedición militar europea, los chinos se habían visto obligados a firmar la paz y a devolver a todos los prisioneros europeos que conservaban en su poder.
–Pedro, hijo mío –dijo abuelo David antes de ir a descansar–, ¡es un verdadero milagro verte otra vez aquí entre nosotros!