El faro sobre la roca

Nuestro rayo de sol

Abuelo David y Tom Peters estaban sentados cerca de la lumbre en la pequeña habitación que había arriba del faro, y yo estaba a su lado con la pequeña en mis piernas. Rebuscando en la casa, había encontrado un viejo libro lleno de grabados que la divertía mucho; debía ser del tiempo de Napoleón; Lily lo hojeaba haciendo de vez en cuando unas observaciones cómicas e ingenuas.

–Pues –dijo Tomás de repente–, ¿qué vamos a hacer con ella?

–En verdad, ¿qué haremos con ella? –preguntó abuelo David, acariciándole su morena cabeza–; ¡muy sencillo! la conservaremos con nosotros, ¿verdad, querida?

–Sí –contestó la pequeña, levantando sus ojos y moviendo su cabeza como si entendiera de qué se trataba.

–Sin embargo, tendremos que averiguar quiénes son sus padres –continuó Tomás–, debe tener parientes…

–Sí, pero ¿cómo hallarlos?

–Podremos preguntarlo al capitán Sayers cuando venga el lunes; le informaremos acerca del navío que naufragó; luego habrá que escribir a los dueños del barco; ellos siempre llevan una lista de los pasajeros.

–Tal vez es la mejor solución, Tomás; ya veremos lo que nos dicen. Pero, si los que cuidaban a la niña… (aquí bajó la voz) están en el fondo del mar, creo que nadie más puede venir a quitárnosla.

–Si no tuviera tantos… –comentó Tomás.

–Sí, sí, ya lo sé –le interrumpió mi abuelo–, tu casa está más que llena. La chiquilla puede quedarse con Alec y conmigo. Será una amable compañera para nosotros; y si María tiene la bondad de ocuparse de su ropa y de las demás cosas que son más propias de ella que de nosotros, creo que será perfecto.

–Sí, sí, lo hará con mucho gusto, porque se conmueve cada vez que habla de esa chica.

Abuelo David siguió el consejo de Tomás y cuando el capitán Sayers atracó el lunes siguiente, abuelo le puso al corriente del naufragio al tiempo que le entregaba un informe del mismo. La señora náufraga fue embarcada en el vapor. No había recuperado el habla desde aquel terrible suceso; por lo tanto, nada pudo explicarnos. Así pues, no quedaba más que esperar que el capitán Sayers hiciese las investigaciones pertinentes y nos trajera noticias al respecto.

Yo deseaba ardientemente que nadie viniese a reclamar nuestro pequeño tesoro. La quería cada día más, y se me hubiera partido el corazón el haber tenido que separarme de ella. Cada noche, cuando María Peters la acostaba y mientras yo estaba al lado de su cama, ella ponía las manos juntas para «hablar a Dios», como decía. Por lo visto, su madre le había enseñado a orar, porque la primera noche, ella misma había empezado a decir: «Dios mío, guárdame y bendice a todos los que quiero…»; luego se había callado y parecía esperar a que se le ayudara a terminar su oración. Desde entonces, repetía después de mí las palabras que yo le iba diciendo.

Al principio no me fue fácil, pues hasta aquel entonces no había orado. Tal vez en tiempos de mi madre –quien, según decía abuelo David, era «una santa mujer»– había aprendido a repetir cierta oración; pero hacía tanto tiempo que ya no me acordaba. Por lo demás, abuelo David no me había enseñado a orar, porque él nunca lo hacía. Pero, recordaba algo de lo que María Peters decía a sus hijas y, viendo a la pequeña Lily, pensé que seguramente mi madre también me habría enseñado a orar si yo hubiera tenido la suerte de conservarla.

Tampoco sabía gran cosa acerca de la Biblia; mi abuelo no solía leerla y ella estaba siempre colocada en la parte superior de una pequeña estantería donde guardábamos unas conchas de mar, una bolita de cristal en la que «nevaba» cuando se le daba la vuelta, y unos cuantos libros de Carlos Dickens y Walter Scott. Por mera curiosidad, había abierto varias veces la Biblia y leído unos cuantos pasajes, como aquel que recordé durante el naufragio. Unos me gustaban, mas otros no los entendía. El domingo era para nosotros un día cualquiera; no teníamos templo adonde ir, ni había nada de particular que señalara el día del Señor.

Muchas veces me acordé de aquel terrible día durante el cual fuimos a socorrer al barco en peligro. Si nuestra lancha hubiese naufragado y nos hubiésemos ahogado, ¿qué hubiera sido de nuestras almas? Es muy solemne pensar en ello, y jamás nos cansaremos de agradecer a Dios por haber salvado nuestras vidas. Mi abuelo era un hombre honorable, buena persona y lleno de afecto; pero ahora sé que eso no le bastaba para ir al cielo. Jesucristo es el único camino, y esto lo ignoraba abuelo David.

La pequeña Lily vino a ser mi compañera de cada hora; que estuviera yo en casa o recorriendo los escasos parajes de la isla, siempre estaba a mi lado. No se amañaba con los niños de Tomás Peters, bastante bullangueros por cierto, mientras que a mí no me dejaba a sol ni a sombra. No pasaba día en que no aprendiera nuevas palabras y que no nos hiciera reír a todos con sus gracias. Su mayor placer era agarrar un libro para ir buscando en él las letras que conocía perfectamente, aunque todavía no hablaba muy claro.

Pronto se hizo querer. Aún me parece verla sentada a mis pies, sobre una roca al borde del mar, llamándome a cada momento para que viera una «A» o una «O» que había descubierto.

Así pasaban los días y temíamos cada vez más el recibir una respuesta a la carta que mi abuelo había escrito a los dueños del «Victory», pues así se llamaba el barco que naufragó.

Llovía sin cesar aquel lunes en que llegó finalmente la respuesta. Había salido varias veces para ver si llegaba el vapor del capitán Sayers; luego fuí a esperarle en el muelle, de modo que estaba mojado hasta los huesos cuando por fin atracó el barco. Tan pronto como llegó, el capitán me entregó la tan esperada carta y fui corriendo a llevársela a abuelo David, sin esperar a que desembarcaran todas las vituallas.

Cuando llegué a casa, Lily estaba sentada en un pequeño taburete a los pies del abuelo y se divertía jugando con un trozo de bramante; al verme, corrió hacia mí tendiéndome su carita sonrosada para recibir un beso.

¿Sería esta carta portadora de malas noticias? ¡Quién sabe si en ella se nos dijera que nos venían a quitar a la niña! Apenas podía respirar mientras mi abuelo abría la carta.

Era una contestación muy cortés de los dueños del barco, agradeciéndonos el esfuerzo hecho para salvar la tripulación y los pasajeros, y también comunicándonos que no sabían nada en absoluto acerca de la niña, ya que ningún pasajero, ni marinero respondía al apellido de Villiers, ni tampoco estaba inscrito en sus registros. Añadían que proseguirían sus investigaciones en Calcuta, de donde había salido el «Victory» y que, mientras tanto, pedían a mi abuelo que cuidara de la niña. Le aseguraban que sería ampliamente recompensado.

–¡Qué bien! –exclamé, con un suspiro de alivio, cuando abuelo David terminó de leer en voz alta la carta–. ¡Así, de momento no nos la quitarán!

¡No! –contestó él–, ¡pobrecita! difícilmente podríamos separarnos de ella. ¡Pero no quiero que me recompensen! ¡He aquí mi mejor recompensa! –añadió, poniendo a la sonriente chiquilla en sus rodillas y dándole un beso en la frente.