El faro sobre la roca

Un salvamento

Efectivamente, lo que había visto era un bote salvavidas, pero vuelto al revés. Un momento más tarde, pasamos tan cerca de él que casi hubiera podido tocarlo con la mano.

–Han perdido su esquife –gritó mi abuelo–. ¡Ánimo, Tom! ¡Hay que llegar hasta el barco!

Se me ocurrió pensar en los posibles tripulantes del bote; ¿habrían perecido por estar el esquife repleto de gente que intentaba desesperadamente salvarse, o bien, lo arrastraron las olas cuando intentaban botarlo? Quise preguntárselo a Tomás o al abuelo, pero el viento no nos permitía entablar una conversación; además, estaban absortos por su dura tarea de remar y tenían la cara mojada tanto por el sudor como por el agua del mar. Abuelo David animaba a Tom, quien no era muy fuerte y daba señales de agotamiento.

Al acercarnos al barco, vimos que era bastante grande; tenía la proa encallada en unas rocas y la popa, agrietada ya, estaba abriéndose lentamente bajo la fuerza de las olas. Mucha gente, con evidentes muestras de agitación, caminaba de un lado a otro sobre la cubierta.

Abuelo David y Peters redoblaron sus esfuerzos; por fin llegamos tan cerca del navío zozobrado que pudimos haber hablado con los náufragos si el viento no hubiera rugido tan fuerte. Hacía rato que nos habían visto y se apiñaban a lo largo de la barandilla. Varias veces intentamos colocarnos junto al casco averiado, pero cada vez las olas nos empujaban más lejos. Por fin los marineros nos largaron una maroma que intenté agarrar, pero que se me escapó. Lo intentaron nuevamente y logré asirme de ella y darla al abuelo, quien la ató sólidamente a nuestra lancha.

–¡Ánimo, Tom! –gritó–, ¡a algunos podremos salvar!

¡Cómo latía mi corazón al ver a esos hombres y mujeres apiñándose ansiosamente en aquella parte de la cubierta donde estaba amarrada la cuerda! Atento a la maniobra, me había colocado cerca del abuelo y le oí exclamar:

–¡Lástima que no podemos llevarlos a todos! Habrá que cortar la maroma tan pronto como la lancha esté llena, si no…

Me estremecí pensando en aquella pobre gente que tendríamos que dejar. Nos habíamos ubicado lo más cerca posible del barco para que los náufragos pudiesen aprovechar un momento de relativa calma entre dos olas, y se agarraran a la maroma para así caer en nuestra lancha.

–¡Cuidado, Tom! –gritó mi abuelo–, aquí viene el primero!

Un hombre se acercó a la cuerda, llevando en brazos lo que parecía ser un bulto grande. Nos miramos intrigados. ¿Alguien quería salvar primero su fortuna? ¿No había que dar preferencia a las personas? Escogió el buen momento para arrojar el bulto. Mi abuelo lo recogió y miró algo extrañado:

–¡Un niño, Alec! –me dijo–, colócale a tu lado y cuídale…

Le coloqué a mis pies y lo tapé cuidadosamente con un hule, mientras abuelo David clamó: –¡Otro! ¡Apresúrense!

Hubo que evitar otra ola grande que hizo crujir espantosamente el navío y nos lanzó a unos 20 metros de distancia; mas, agarrándonos de la maroma, pronto volvimos a estar al lado del navío.

–Vamos, ¡pronto!

Lograron bajar a una señora de unos cincuenta años, a quien estaba acomodando frente a mí, cuando Peters agarró a mi abuelo del brazo gritando:

–¡Cuidado!

Una gigantesca ola, mayor que todas las que había visto hasta entonces se lanzaba sobre nosotros; un momento más y nos habría aplastado contra el casco del navío. De un hachazo, abuelo cortó la maroma, y solo tuvimos tiempo para dejarnos arrastrar por la corriente antes de que la ola cayese sobre nosotros.

Fue como un trueno espantoso, indescriptible; apenas podía respirar, casi ahogado por el agua y sobrecogido de terror. Aún no me explico cómo no nos volcamos o cómo los remolinos no nos hicieron naufragar. Tan pronto como pasó el peligro, clamó mi abuelo:

–¡Hay que ir por otros!

Mirábamos en derredor nuestro, pero… ¡ya no estaba el navío! Había desaparecido como se disipa un sueño al despertar. Esa gigantesca ola lo había destruido completamente, esparciéndole en miles de fragmentos y astillas. No se veía ningún ser viviente, pero el océano estaba cubierto de trozos del navío que flotaban por doquier.

La tromba de agua nos había lanzado a varios centenares de metros de allí; de modo que tardamos algún tiempo, remando en contra de las olas y del viento, para volver al lugar del siniestro, cerca de las peligrosas rocas de Lizard. Además, por el creciente cansancio de los remeros, tardamos más de lo normal y cuando logramos regresar, ya era demasiado tarde para salvar a alguien. Tal vez la mayoría había sido arrastrada por el remolino que hizo el navío al hundirse, y los pocos que pudieron salir a la superficie, fueron tragados por las aguas antes de que llegáramos.

Al ver la magnitud del desastre, la señora que habíamos rescatado lanzó un grito desgarrador, como un alarido de muerte, y se levantó con el ademán de lanzarse a las aguas heladas del Atlántico. A duras penas, y tras forcejear un rato, Tomás y yo pudimos sujetarla, mientras la oíamos gritar palabras incoherentes. Poco más adelante, intentó incorporarse otra vez, pero viendo que sus esfuerzos eran inútiles, optó por quedarse postrada en el fondo de la lancha.

Durante cerca de una hora estuvimos aún luchando contra el viento y las olas, con la vaga esperanza de rescatar a algún superviviente; pero en vano. Al fin, aunque la tempestad se había calmado un poco, tuvimos que poner fin a la búsqueda y dirigirnos hacia nuestro islote.

Todos habían perecido, a excepción de aquella mujer y del niño que estaba tumbado a mis pies. A veces le oía llorar, pero estaba tan sólidamente atado con una gruesa manta y recubierto con una tela de hule, que no podía verle ni consolarle.

Tuvimos muchas dificultades para regresar a casa. Era menos duro que a la ida, porque en vez de tener que luchar contra el viento, lo teníamos casi en popa; pero el peligro no había desaparecido aún. Después que nos hubimos alejado de los escollos de Lizard, aquella pobre mujer quiso por dos veces lanzarse al agua, chillando de modo horrible. No parecía ser la madre del niño; habría perdido en el naufragio uno o varios seres queridos. Aquellas escenas, huelga decirlo, nos partían el corazón.

Yo tenía los ojos clavados en el faro que ya se divisaba a lo lejos y, agarrado al timón, me esforzaba en mantener el rumbo hacia él. A pesar de su agotamiento, abuelo y Tomás hacían un último esfuerzo para llegar al puerto seguro. ¡Cuánta no fue mi alegría al ver que la distancia iba disminuyendo! Al principio, solo se veía la torre muy pequeña y no se distinguía la base rocosa, mayormente a causa de las ondas que subían y bajaban, blancas de espuma. Pero pronto estuvo a unos 500 metros; luego a 300, y por fin vimos la silueta oscura de la esposa de Tomás que nos esperaba ansiosamente.

Diez minutos más tarde –que me parecieron diez años– un duro golpe nos advirtió que nuestra lancha había encallado en suelo de guijarros de la playa.

–¿Habéis salvado a alguien? –preguntó la señora de Peters, mientras estrechaba a su esposo en sus brazos. Vio entonces, en el fondo de la lancha, a la mujer que parecía desmayada.

–Nadie más que a esa señora y un niño –contestó tristemente abuelo David–. ¡Nadie más! Pero hicimos todo cuanto pudimos. Abuelo estaba verdaderamente abrumado.

María Peters tomó a la pobre señora del brazo, seguida por el abuelo con las cuerdas al hombro, y Tom que llevaba los remos. Cerraba yo la marcha con mi precioso bulto en los brazos. Ya no lloraba el niño; tal vez, vencido por el cansancio y por las emociones se había dormido. Tía María quiso llevarle y abrir la manta, pero mi abuelo le dijo:

–Espera un poco, María, hace demasiado frío aquí.

Subimos por la escalerilla labrada en la roca, atravesamos el patio y enseguida estuvimos en nuestra cocina, donde la esposa de Tom había mantenido una buena lumbre. Hicimos sentar alrededor de ella a la pobre señora que permanecía atontada y sin poder pronunciar palabra, y desatamos la manta del niño, sólidamente envuelta alrededor de su cuerpo, excepto por arriba. Podía respirar por aquel hueco por donde veíamos una pequeña nariz y dos ojos cerrados. María Peters lo puso sobre la mesa y quitó rápidamente la manta.

–¡Vaya! ¡Pero si es una niña! ¡que Dios la bendiga!

–Sí –contestó mi abuelo–, es una morenita encantadora.

Y al oír las voces, se despertó.

En eso, miré instintivamente el reloj de pared que colgaba delante de mí; marcaba la una y media de la tarde. Habíamos pasado más de cinco horas en alta mar.