La pregunta del anciano
El lunes por la mañana, como hacía buen tiempo, Lily me acompañó para presenciar la llegada del vapor. Llevaba en sus brazos una muñeca de trapo con pelos de rubia estopa que la «tía María» le había regalado y de la que estaba muy orgullosa.
Tan pronto como me vio el capitán Sayers, me hizo una señal con la mano para que me acercara, y me dijo que dos señores habían venido para ver a mi abuelo. Instintivamente, apreté la mano de Lily en la mía, porque me figuraba que estos señores venían por ella.
Minutos más tarde desembarcaron. Uno de ellos era un caballero de unos cuarenta años, de porte y cara distinguidos. Me dijo que venía para hablar con don David Morgan y me pidió que le indicara dónde vivía.
–Don David es mi abuelo, señor –le contesté–; vamos, le llevaré a casa.
Lily y yo caminamos delante; subimos la escalera tallada en la roca y en unos cuantos pasos llegamos a la entrada de nuestra casa.
El otro señor ya era de cierta edad, su cabello era canoso, llevaba gafas y tenía una cara muy amable. Como Lily no tenía mucha prisa y se paraba a cada instante para recoger piedras de colores o algunas flores, la había tomado en brazos para adelantar.
–¿Es tu hermanita? –me preguntó el anciano.
–No señor, es la chiquilla que rescatamos del «Victory».
–¡Vaya, vaya! Déjame que la vea –me dijo ajustándose las gafas.
Pero Lily estaba intimidada y, escondiendo su cabeza en mi hombro, rompió a llorar.
–Bueno, no llores –dijo el anciano–, ya hablaremos luego.
Mientras tanto, entramos en casa y el visitante más joven se nos presentó como el señor Foster, uno de los dueños del barco naufragado; estaba acompañado por su suegro el señor Benson y venían para informarse personalmente acerca del naufragio del «Victory».
Abuelo David los invitó a tomar asiento, y yo fui a prepararles una taza de té; eran muy amables. Mientras hervía la tetera, hicieron un montón de preguntas a mi abuelo. También mandaron llamar a Tom Peters, quien pudo confirmar lo que les decía don David Morgan. El señor Foster quiso ofrecerles un hermoso regalo en agradecimiento por todo cuanto habían hecho; pero ni el abuelo ni Tom quisieron aceptarlo. Ellos sencillamente habían cumplido con su deber al intentar rescatar vidas humanas y no comprendían cómo podían recompensarles por eso.
Luego hablaron mucho de Lily y –mientras ponía la mesa con el mantel de los días de fiesta– no pude evitar oír su conversación. Aún no tenían noticias acerca de la familia de la chiquilla, y volvieron a afirmar que el apellido Villiers no figuraba en la lista de los pasajeros. Estos señores ofrecieron ocuparse de la niña hasta que se aclarasen las cosas, pero abuelo David rogó encarecidamente que se la dejasen mientras tanto. Al ver ellos que estaba feliz con nosotros, consintieron gustosamente.
Después de esa larga consulta, el señor Foster expresó su deseo de visitar el faro, y mi abuelo, encantado, le llevó a la torre, enseñándole con orgullo todo cuanto podía verse. El señor Benson, algo cansado, optó por quedarse con Lily y conmigo.
–Este faro está sólidamente edificado –me dijo, cuando los demás se alejaron.
–¡Ya lo creo, señor! Pero es muy necesario, porque ¡el viento sopla aquí de modo horrible!
–¿Qué clase de cimientos tiene? –siguió preguntando el anciano, mientras golpeaba el suelo con su bastón.
–¡Oh, está edificado sobre la roca, señor! Nuestra casa, el faro entero está construido sobre la roca; de no ser así, no aguantarían la tempestad.
–Y tú, hijo mío, ¿estás también sobre la Roca? –preguntó el señor Benson, mirándome a través de sus gafas.
–¿Qué dice usted? –pregunté, pensando haber oído mal.
–¿Estás tú sobre la Roca? –volvió a preguntarme.
–¿Sobre la roca, señor? Oh sí –dije, creyendo que él no había comprendido lo que acababa de explicarle–. Aquí, todo está edificado sobre la roca, de otro modo el viento y las olas nos llevarían inevitablemente.
–Pero tú –insistió nuevamente–, ¿estás sobre la Roca?
–¡Por favor, señor! no sé lo que usted quiere decir.
–¿De veras? Entonces se lo preguntaré a tu abuelo en cuanto vuelva.
Opté por callarme, preguntándome lo que el anciano intentaba decirme y si acaso él había perdido la cabeza.
Tan pronto como abuelo David estuvo de vuelta, el señor Benson le hizo la misma pregunta. Mi abuelo le contestó del mismo modo que yo, asegurándole que tanto el faro como sus dependencias estaban sólidamente edificados sobre la piedra granítica.
–Y usted, ¿desde cuándo está sobre la Roca?
–¿Yo, señor? ¿Me pregunta usted cuánto tiempo llevo acá? Desde hace cerca de 40 años, señor Benson.
–¿Y cuánto tiempo piensa usted permanecer aquí?
–A la verdad, no lo sé –repuso mi abuelo–, hasta el fin de mi vida, supongo. Mi nieto Alejandro, este fuerte muchacho que usted ve conmigo, me sucederá pronto.
–¿Y, adónde se irá usted cuando abandone esta isla?
–Oh, yo no pienso dejarla nunca más; pienso morir aquí.
–Y entonces, ¿adónde irá usted después de la muerte?
–Pues, a la verdad, no lo sé, caballero –contestó mi abuelo un poco desorientado–. Supongo que al cielo, pero… ¡no hablemos más de eso! ¡Aún me quedan unos cuantos años…! –y se esforzó en reír. Pero era evidente que estaba molesto por el giro que tomaba la conversación.
–Permítame que le haga una última pregunta; ¿tendría usted la bondad de explicarme por qué piensa que irá al cielo, señor Morgan? ¿No le ofende mi pregunta?
–No señor, ¡en absoluto! Pues bien, no he robado, ni matado; nunca hice daño a mi prójimo; siempre he cumplido con mi deber. Por otra parte, Dios es misericordioso y espero que lo tendrá en cuenta.
–Mi querido amigo –repuso el anciano–, pensaba que usted me había dicho que estaba sobre la Roca; pero veo por desgracia que no está sobre la Roca, sino sobre la arena.
Iba a seguir hablando cuando un marinero del vapor vino corriendo para avisar que el barco estaba a punto de zarpar y que el capitán Sayers rogaba a los señores que embarcasen cuanto antes.
Se levantaron precipitadamente, nos apretaron afectuosamente la mano y bajaron hacia el muelle. Pero, al despedirse de mi abuelo, el señor Benson le dijo:
–Amigo mío, ¡usted edifica su vida espiritual sobre la arena! y lo que usted construye, por mucho que se esmere y se esfuerce, ¡no resistirá la tempestad! Se lo digo de todo corazón: ¡no resistirá!
No tuvo tiempo para añadir nada más, ya que el marinero le apremiaba. Acompañé a los visitantes al muelle donde permanecí hasta que el capitán hubo dado las últimas órdenes para la maniobra.
Pero, una vez que estos señores se hubieron embarcado, el barco retrasó su salida por unos minutos y vi al señor Benson sentarse sobre la cubierta, sacar un cuadernillo de su bolsillo y trazar rápidamente unos renglones. Luego, arrancó la página y la entregó a uno de los marineros para que me la diera. Poco después, el vapor surcaba las aguas esmeraldas del Atlántico, rumbo a las costas de Cornualles.