El faro sobre la roca

Quien espera, desespera

María Peters salió con mi abuelo; para no dejar a Lily sola, yo no me atreví a seguirlos. Permanecí cerca de la ventana, acechando el ruido de sus pasos para ir a su encuentro cuando volviesen. Pero el reloj dio las diez y, muerto de impaciencia, no pude esperar más. Lily se había dormido en mis brazos; la envolví en un mantón de lana y la llevé a casa de los Peters para confiarla a Ana, la mayor de las chicas. Luego corrí a través de la niebla para unirme con mi abuelo.

Le hallé al final del muelle, al lado de María Peters, a quien decía en el momento de mi llegada:

–¡Ánimo, María! No se preocupe, Tom sencillamente habrá esperado a que se disipe esa niebla. Vuelva a casa, le prometo que la avisaré tan pronto como oiga el ruido de sus remos. ¡Usted está mojada y puede resfriarse!

Efectivamente, su vestido estaba empapado y temblaba de frío, pero no se dejó convencer. Por fin, después de mucho rogarle y decirle que Lily estaba con sus hijas, consintió en volver a casa para cuidar de ellas, y el abuelo le prometió que me mandaría a avisarle tan pronto como Tom llegara.

Cuando se hubo marchado, abuelo David me dijo:

–Alec, algo ha tenido que pasarle a Tom; estoy seguro. Intenté tranquilizar a esa pobre señora, pero a la verdad estoy inquieto, muy inquieto; si tuviésemos aquí la lancha, iría en su busca.

Nos paseamos, pues, sobre el muelle, parándonos de vez en cuando por si oyésemos una voz o el ruido de los remos, porque no podríamos haber distinguido la lancha hasta que estuviese casi junto al muelle.

–¡Cuánto quisiera que llegara! –repetía constantemente abuelo David.

En cuanto a mí, recordaba aquella soleada mañana, cuando salió Tom Peters, y aún me parecía oírle cantar:

Cristo es mi Redentor,
Mi fuerte protector,
En él, mi Roca,
Está mi esperanza…

El tiempo iba pasando lentamente, los minutos parecían horas. ¿Acaso no llegaría tío Tom? Nuestra inquietud iba en continuo aumento.

Cada vez más inquieta, María Peters había mandado a Ana para preguntarnos si no oíamos algo.

–Aún no, hija mía –le contestó abuelo David–, pero no debe tardar.

–Mamá parece enferma –dijo Ana–; supongo que se ha resfriado, ¡titirita siempre y está muy agitada!

–Entonces, vuelve corriendo a casa y haz lo posible para que se acueste.

Una vez que se hubo alejado, oí que el abuelo murmuraba:

–¡Pobre mujer! Más vale, tal vez, que sea así…

–¿Qué quieres decir? –le pregunté.

–Nada más que esto: si ocurre una desgracia, ¡ojalá no suceda!, ella está algo preparada; y si Tom regresa sin contratiempo, tanto mejor; más se alegrará ella…

Pero el tiempo transcurrió sin que se disipara la niebla y sin que tuviéramos noticias de Tom. No tuvimos más remedio que volver a casa, pasando antes por la del vecino donde María Peters, vencida por la fiebre, había acabado por acostarse. Ana había cuidado de los pequeños y ahora estaba llorosa a la cabecera de su madre. Abuelo David le administró un calmante y la calentura bajó progresivamente.

–Gracias, señor Morgan –le dijo–, me siento mejor; pero ¿qué le habrá pasado a Tom?

–Tranquilícese, María; lo más probable es que se haya quedado en Falmouth, en casa de unos parientes, ¿no tenía allí unos primos?

–Sí, John Moore y su familia; son primos segundos.

–Pues bien, allá se habrá quedado a causa de la niebla. Mañana aparecerá por aquí. Tómese esta leche caliente y pierda cuidado. ¡Buenas noches!

A la mañana siguiente, fuimos temprano al muelle, tratando de distinguir algo a través de la niebla que iba disipándose lentamente.

–Abuelo, me parece oír una lancha…

Al principio abuelo David me contestó que no oía nada; pero pronto percibió lo mismo que yo, el ruido cadencioso de los remos.

–Sí, es una lancha –me dijo.

Quise salir corriendo en busca de la señora Peters, pero abuelo me retuvo.

–Espera un poco, Alec, primero hay que saber quién viene; puede ser que Tom no esté en esa lancha.

–¡Pero vienen hacia acá! ¡Mira ese bulto negro que se acerca por detrás de las rocas!

Sin embargo, abuelo David seguía sujetándome de la manga. Pasaron varios minutos hasta que la barca arrimara, pues cuando percibimos los primeros ruidos de los remos, aún estaba bastante alejada. Cuando estuvieron ya cerca, abuelo no pudo contenerse:

–¡He!, Tom… ¡Cuánto tardaste!

–¡Hola! –contestó una voz desde la lancha; pero ¡no era la voz de Tom!– ¿Por dónde puedo atracar? –volvió a preguntar la voz– se ve muy poco.

–Tío Tom no está –exclamé agarrando el brazo de mi abuelo.

–No, ya me figuraba que algo le había pasado.

Había tres hombres en la lancha, yo no conocía a ninguno. Aquel que nos había hablado, bajito, moreno, y con una gorra grasienta, salió primero y vino hacia mi abuelo.

–¿Sucedió alguna desgracia? –preguntó abuelo David sin dejar que el hombre hablara.

–Sí, el pobre Peters… –el hombre enmudeció de repente, como si algo le impedía continuar.

Al oírlo, me estremecí de los pies a la cabeza.

–¿Qué tiene? ¿un accidente? ¿está gravemente herido?

–¡Muerto! –dijo, como quien se alivia de una pesada carga.

–¡No es posible! –exclamó abuelo David con voz ahogada–; ¿cómo podré anunciar esa desgracia a la pobre María?

–¿Y cómo ocurrió? –pregunté tan pronto como volví a recuperar el uso del habla.

Los otros dos marineros habían desembarcado y se acercaban lentamente con la gorra en la mano. La niebla iba disipándose más y más, se oía el ruido monótono de las olas que venían a estrellarse en el fondo de la cala y el grito áspero de una gaviota que pasaba.

–Pues verán ustedes, Tom estaba ocupado en embarcar lo que había comprado, y cuando quiso meter un saco de harina, resbaló y cayó al agua…

–Sí –dijo otro marinero–, al caer debió de golpearse la cabeza contra uno de los postes del muelle y perder el conocimiento, porque no intentó nadar; y Tom era buen nadador. El viejo Joe Malcom le vio caer, y nos pidió socorro. Inmediatamente corrimos a ayudarlo, pero tuvimos mucha dificultad en localizarlo. Por fin, cuando pudimos rescatarlo ¡era demasiado tarde!

–Sí –continuó el último–, fui corriendo a llamar a Mister Reynolds, ¿le conocen ustedes? ¡el mejor médico de Falmouth! Intentó reanimarle durante más de media hora, pero todo fue inútil. ¡Pobre Tom! era un buen chico. Por la mañana estuvimos charlando y me dijo no sé qué de una Roca…

Paró de hablar y reinó un largo silencio, apenas interrumpido por los ruidos del mar. Todos mirábamos el suelo húmedo, acordándonos de Tom y pensando en la viuda y en los huérfanos.

–Habrá que avisar a su esposa –dijo el bajito marinero moreno.

–Sí –contestó abuelo David–, y ¿quién irá a decírselo?

Hubo otro silencio penoso. Los hombres se miraban unos a otros sin contestar. Por fin, el primero de ellos, quien conocía mejor al abuelo, le dijo:

–Mire David, creo que usted es el más indicado para comunicárselo. Ella le conoce a usted y le aprecia como si fuera su padre. Es más lógico que lo haga usted que un extraño. Le esperamos aquí.

–Pues bien –dijo abuelo David con un hondo suspiro–, ¡iré!

Y le vimos alejarse lentamente, muy lentamente, hacia la casita de los Peters. Me quedé atrás con los tres marineros. Estaba muy asustado; me parecía tener una horrible pesadilla y anhelaba ardientemente despertar y comprobar que no era más que un sueño.