La pequeña Sofía
En una quebrada encantadora se hallaba la casa de los granjeros. De un lado tenía muy cerca la orilla del bosque, y del otro estaba rodeada de praderas de un verde oscuro. En la primavera florecían allí dorados botones de oro, nomeolvides como ojos celestes y anémonas de un delicado color de rosa, junto al arroyo claro como el cristal. En el verano acudían muchos visitantes de la ciudad situada en lo más hondo del valle. Se sentaban delante de la casa de los granjeros y tomaban leche recién ordeñada. Mientras los mayores descansaban, los niños jugaban junto al arroyo, cortaban flores, también se quitaban zapatos y medias y, riendo y chillando, vadeaban el frío arroyo que descendía de la montaña. La casa de los granjeros era un verdadero paraíso, sobre todo para los niños de la gran ciudad, pero también para las personas de edad que no temían subir por el largo camino para respirar el magnífico aire fresco.
Por supuesto que en invierno la granja ofrecía otro panorama. Entonces estaba tranquila y silenciosa. Protegida de los cortantes vientos, por dentro era calentita y cómoda. Pero toda la pequeña quebrada estaba tan cubierta de nieve que el granjero y su peón tenían que abrirse camino con la pala para llegar a la gran carretera. Entonces, el alejado rincón del bosque era muy solitario, porque muy pocas veces algún habitante de la ciudad se animaba a subir por el sendero enteramente cubierto de nieve. Pero si esto sucedía alguna vez, en seguida se llevaba al visitante a la calentita habitación. Esa era una verdadera fiesta para toda la casa. La dueña preparaba rápidamente un humeante café y, junto con su marido, servían diligentemente al huésped que traía una bienvenida animación a la solitaria casa. En el invierno se llevaba diariamente la leche de las vacas a la ciudad, mientras que en verano a menudo esta no alcanzaba para todos los sedientos visitantes, grandes y pequeños.
No había más niños en la casa del granjero; ya eran mayores y habían formado sus propios hogares en otras partes. Por eso no era de extrañar que el granjero y su esposa se alegraran por la llegada del verano que les traía los huéspedes de la ciudad.
Mucho más arriba de la granja, más allá del bosque, sobre la meseta, se hallaba una pequeña aldea. Allí, en una de las más pobres casas, vivía la señora Teresa Navarro, una viuda que apenas podía ganar lo necesario para subsistir con su hijita Sofía. Su casita se veía siempre agradable y limpia. Sofía era su única hija, a quien deseaba educar muy especialmente en el temor de Dios.
Su única riqueza terrenal era su casita inclinada por el viento, su pequeño campo y dos hermosas cabras que le daban leche abundante y cremosa. En el verano, la madre llevaba todos los días una gran vasija de leche a la granja, donde se la compraban con gusto, pues a varios de los huéspedes el médico les había recomendado la leche de cabra. Además, la mamá de Sofía era una lejana pariente de los granjeros y estos querían a la modesta mujer y a la pequeña y animosa Sofía y trataban de ayudarles en cuanto les era posible. La señora Navarro les traía también fresas y frambuesas, como así también zarzamoras en el otoño. Siempre le compraban las frutas que buscaba en el bosque y se las pagaban bien. La pequeña Sofía se alegraba cuando podía ir a visitar a sus amables parientes.
* * *
Ya había vuelto el invierno y hacía mucho tiempo que las dos no habían estado en la casa del granjero. La madre se había resfriado al ir a recoger leña y tuvo que quedarse en cama mucho tiempo. El médico al que había mandado llamar la había revisado cuidadosamente, le había prescripto un remedio y luego le había preguntado:
–¿Vivió usted siempre aquí arriba, en este nido de vientos?
Extrañada, la señora Navarro le había contestado: –No doctor, hace solamente algunos años que vinimos aquí, poco antes de fallecer mi marido. Previamente vivíamos en el valle, en los alrededores de la ciudad.
–¿Usted estaba más sana allí?
–Oh, sí –respondió la señora Navarro–, allí abajo me iba mucho mejor en cuanto a mi salud.
–Me lo imaginé –asintió el médico. Para algunos el aire puro y fresco de aquí arriba es muy bueno, pero el que no está acostumbrado a eso tiene problemas a menudo. Quizá usted debería volver a vivir en el valle.
Asustada, la enferma rechazó la idea diciendo: –¡Oh! no lo puedo hacer. ¿Qué piensa usted, doctor? Tengo que estar contenta de poseer esta casa y un pedazo de campo. En la ciudad tendría que pagar alquiler… No, no puede ser.
El médico, compasivo, se encogió de hombros y se despidió. Pero la señora Navarro tuvo que pensar largo rato en sus palabras. Por cierto que él tenía razón: el viento soplaba muy fuerte allí arriba. Pero también allí el sol brillaba más que en el valle. Sin embargo, ella no recordaba haber soportado tormentas como en ese lugar. De noche, a menudo los vientos aullaban alrededor de la poco sólida casita como si quisiesen arrancarla de cuajo. También en el invierno hacía allí mucho más frío que en el protegido valle. Sí, ¡si pudiera volver al valle! Pero no había ni que pensar en ello. La señora Navarro se propuso desterrar esa idea de su mente, no apesadumbrar su corazón con cosas imposibles, y en cambio confiar en su Padre celestial, quien siempre le había ayudado a salir de apuros, aun cuando a veces estos habían sido muy amargos y pesados.
La pequeña Sofía sabía poco de estas preocupaciones. Por cierto que a la niña le afligía que su madre tuviese que guardar cama, pero frecuentemente decía: –Hoy estás mejor, ¿no es cierto, mamá? Pronto estarás del todo sana, ¿no es así? Aunque Sofía tenía tan solo seis años, ya podía ayudar muy bien a su madre. Mientras la madre estaba enferma, Sofía barría la habitación, quitaba el polvo, le alcanzaba agua para lavarse y calentaba la leche del desayuno. Una vecina dispuesta a ayudar venía a ordeñar las cabras. Finalmente, la madre pudo levantarse y hacer su trabajo. Pero había quedado débil y no se sentía bien. La fuerza que había tenido anteriormente no quería volver. A ello se le agregó una gran preocupación: el dinero, penosamente ganado en el verano, casi se había agotado. Si bien el médico no había querido cobrarle la revisación, los remedios habían sido caros. A causa de su larga enfermedad, tampoco había podido tejer o coser para las campesinas. Con un profundo suspiro contó el resto de su haber: tan solo dos marcos habían quedado y, por más que ahorrara, solo de leche de cabra no podían vivir ella y su hija y casi se habían acabado las papas…
Era febrero. Hacía días que soplaba el caliente viento del sur y la espesa capa de nieve acumulada durante el invierno se había derretido. Día y noche el viento había ululado alrededor de la casa. Ahora había dejado de soplar, y la mojada calle de la aldea, los jardines y los techos, todo brillaba con el sol, como si ya quisiera venir la primavera.
La señora Navarro había vacilado mucho tiempo; no quería comunicar sus preocupaciones a su hija. Sin embargo, terminó por llamarla a su lado.
–Sofía –le dijo, acariciándole los rubios y ensortijados cabellos–¿te parece que podrías bajar sola a la casa del granjero con una vasija de leche de cabra? Conoces bien el camino… y mira: el tiempo se ha vuelto tan suave y tibio que la nieve se ha derretido. Quién sabe, quizá ya hayan llegado los de la ciudad para tomar leche. Necesitamos tanto algún dinero… ¿Quieres probar?
–Sí, mamita. La pequeña Sofía miró a su madre tan cariñosamente como si hubiera querido decirle: –Por ti voy a cualquier parte.
–El camino es un poco largo y los días todavía son cortos –dijo la madre, preocupada–, pero ya bajaste a menudo conmigo a la casa del granjero. Y para volver aquí arriba, quizá el peón Segovia te acompañaría si llegase a ser algo tarde. ¿Temes mucho bajar sola por el bosque? ¡Ay! hija, no veo otra solución y oré tanto anoche… El Señor te protegerá, tendrá misericordia y nos ayudará. Confiemos en él. Quisiera ir yo misma, pero no me siento lo suficientemente fuerte como para hacerlo.
–¡Oh! mamita, no tengo temor, puedes quedarte tranquila. Conozco bien el bosque desde el verano y ya hace mucho que no hay lobos, ¿no es cierto? Entonces ¿qué me puede pasar?
–Sí, y estás bajo la protección de Dios –agregó la madre. Ahora, vé en su nombre. Pero no te quedes demasiado tiempo; vuelve pronto, antes de que oscurezca.
Envolvió cuidadosamente a su hija en su propio gran chal maravillosamente espeso y abrigado y cubrió el cuerpo de pies a cabeza. Eso era conveniente, porque aunque fuera había deshielo, hacía bastante fresco.
La pequeña Sofía se puso en camino. La madre se quedó mirándola cómo se marchaba alegre con la vasija; entonces juntó las manos y oró: –¡Oh, gran Dios y Padre, encomiendo a la niña a tus fieles cuidados!
Toda la linda nieve se había derretido; por todas partes había turbios charcos y una agua sucia corría por las laderas. Apenas se podía caminar por la calle; por eso Sofía marchaba por el costado, sobre el prado. Luego dobló a la izquierda, hacia el bosque. Siguió el angosto sendero por el cual ya había caminado a menudo. Allí el camino era más pedregoso y por eso no tan sucio. Sofía comenzó el descenso, llevando la vasija cuidadosamente en la mano.
Aunque conocía bien el camino, hoy le parecía curiosamente extraño y abandonado. El oscuro bosque de pinos en el cual penetró estaba inacostumbradamente silencioso. Solo las altas cimas de los árboles crujían suavemente y, de vez en cuando, ella oía el delicado piar de algún pájaro. Allí, en el bosque, el tibio viento no se había hecho sentir. En todas partes había nieve. Cuanto más descendía Sofía, tanto más invernal se veía la naturaleza.
Después de un buen rato, Sofía se encontró con una señora de la pequeña aldea que había estado de compras en la ciudad. La mujer jadeaba bajo la carga de su canasto. Cuando vio a Sofía, se detuvo: –¡Adiós, niña! ¿Adónde vas?
–A casa del granjero. Le llevo leche de cabra.
–Oh, niña –dijo la mujer, preocupada–, tienes todavía un buen trecho que andar. Ten cuidado de no resbalar con la vasija. Más abajo el camino está muy resbaladizo. Ayer, al bajar, quise pasar por la granja, pero no pude hacerlo y tuve que tomar el camino de la derecha, el que va a la ciudad. El arroyo se desbordó y se heló y todo es hielo. ¿Verdad que tendrás cuidado?
Sofía lo prometió, se despidió de la amable señora y siguió su camino. El corto encuentro le había dado ánimo. Después de todo no estaba tan sola en el bosque como lo pensaba. Entonces apareció el cartel indicador del camino que ella conocía bien desde el verano. El cartel extendía sus largos brazos y señalaba con uno «a la ciudad» y con el otro «a la granja». De modo que Sofía había hecho más o menos la mitad del camino. Respiró aliviada, buscó un lugar libre de nieve en el borde del camino y se sentó para descansar un rato. La vasija era bastante pesada y hoy el camino le parecía a Sofía muy largo, interminable. ¿Qué hora sería? Alrededor de las once había salido de casa. «A las doce y media estarás en la granja» –le había dicho su madre–«y aunque ya hayan comido, para ti seguramente todavía habrá un plato de sopa caliente». ¡Ah! qué rica será después del largo y fatigoso camino.
Pero ¿llegaría verdaderamente a tiempo? Le parecía que ya debía haber pasado la una… y le quedaba un largo camino. Pensar en la sopa caliente le hizo olvidar su cansancio. Rápidamente se puso de pie y siguió su camino. Ahora tendría que tener mucho cuidado, pues allí aún había raíces de árboles y piedras cubiertas de nieve sobre las cuales podía resbalar y caer.
El descenso se le hacía cada vez más fatigoso y lentamente empezó a sentir temor en su corazón. En el silencio del semioscuro bosque terminó por sentirse completamente abandonada, sí, olvidada por todo el mundo. Pensó: «Si mamá hubiera sabido cómo está ahora el bosque no me habría mandado tan sola aquí abajo». De nuevo Sofía tuvo que descansar, pues la vasija de leche le tiraba terriblemente del brazo. ¡Cómo se preocuparía su madre si supiese cuán largo y cansador se le hacía el viaje a su hija! Presurosa, Sofía volvió a levantarse. Pero había dado solo unos pocos pasos cuando resbaló y casi se cayó con su vasija. De repente recordó lo que la señora le había dicho: –El arroyo se desbordó hasta el camino y se heló…
Así era, realmente. Cuando hubo descendido un poco más y llegó al arroyo, en muchos lugares el hielo brillaba resplandeciente. Además, el valle se hacía cada vez más angosto y el camino más estrecho y peligroso. Sofía solo podía seguir adelante con gran esfuerzo. A cada paso tenía que mirar cuidadosamente dónde pisaba. Ahora no tenía tiempo de pensar en su madre. Finalmente el sendero quedó tan liso que puso la vasija sobre sus rodillas, se sentó y resbaló sobre el hielo. Pero ¡qué peligroso era esto! Cuando aparecieron otros lugares semejantes, Sofía abandonó el sendero, subió a la izquierda por la escarpada ladera y siguió caminando entre los árboles. ¡Cuántas veces tropezó! ¡Oh, qué cansada estaba! Cada vez más a menudo se detenía, casi ya incapaz de dar un paso. ¿Dónde estaría la granja? En ese momento, para colmo, comenzó a nevar; grandes copos de nieve que flotaban entre los árboles contribuyeron a que la tarde se hiciese más oscura. ¿O era ya de noche? De nuevo creció un gran temor en el corazón de Sofía. ¿Estaba en el camino correcto? ¿O hacía rato que se había desviado? Temblando de miedo descendió de nuevo la escarpada ladera hasta el camino helado. Volvió a resbalar y se quedó largo tiempo tendida, quieta. Pero de nuevo se levantó. ¡Qué hambrienta y cansada estaba! Con las manos heladas sostenía todavía la vasija, pero ni había que pensar en beber de la tan valiosa leche de cabra. Estaba destinada para la venta y ella quería traer el dinero de vuelta a su madre.
Entonces Sofía vio allí, donde el camino se volvía a dividir, un gran cajón de madera. Estaba lleno de arena para esparcir en los lugares resbaladizos. Tenía un techo, de manera que la nieve no podía caer dentro. Con sus últimas fuerzas, Sofía se encaramó al cajón, juntó sus manitas para hacer la oración de la noche, encogió sus piernitas, se envolvió bien con el chal de su madre y se durmió.
* * *
La sala de la casa del granjero se hallaba agradablemente calentita. En la estufa ardía un resplandeciente fuego y un aromático olor a café se esparcía por la habitación.
–¡Qué tiempo otra vez! –dijo el granjero. De nuevo comenzó a nevar. Hasta mañana todos los caminos estarán cerrados.
–Eso será peligroso para algunos, especialmente de noche –dijo la mujer. Anteayer uno se quedó tendido en la nieve por no haber dejado la taberna a tiempo para volverse a su casa. Lo leí en el diario.
–Y también habrá hielo resbaladizo –dijo el granjero, preocupado. ¡Qué bueno que yo haya ordenado a Segovia que colocara el cajón de arena en el cruce de caminos y que lo llenara. Si mañana está de nuevo tan resbaladizo, echaré arena en el camino que va a la ciudad, en los lugares más peligrosos. Podría ser que alguien quisiera subir hasta aquí. Seguro que nadie tomará el camino que va hasta la pequeña aldea de allá arriba.
–La nueva nieve cubrirá el hielo –dijo la señora–, ¿y quién se animaría a andar por tal camino con este tiempo? Ni a un perro se mandaría afuera. ¡Oh! ahora que lo pienso: ¿has hecho entrar a Sultán a la casa?
El granjero se levantó de golpe: –¡A ese lo olvidé por completo! Todavía debe de estar en el patio.
Salió a la oscuridad de la noche y quiso silbar al perro. Entonces lo oyó gemir y raspar el portón del patio con las patas.
–¿Qué pasará? –pensó el granjero. Sultán, ¡ven aquí!
El perro ladraba desesperado y seguía raspando el portón.
–¿Qué le pasará –se preguntó el granjero, extrañado. ¡Sultán!
El perro ladró de nuevo, se acercó unos pasos hacia su dueño y se volvió al portón para continuar raspando los tablones mientras gemía y aullaba desesperadamente. A cada instante se volvía para mirar a su dueño, como si quisiese decir: «Ven de una vez y ábreme. ¡Tengo que salir urgentemente!»
El granjero, meneando la cabeza, miró a su perro. En ese momento el peón salió del corral para ir a buscar alimento para las vacas. Se detuvo.
–Hace rato que Sultán está así –dijo, mientras se reía. Creo que está un poco loco. ¿Qué le estará pasando?
–Sultán es un animal inteligente. No debe de hacer eso sin una razón –reflexionó el granjero. ¡Vé, Segovia, y trae el farol del corral, pero rápido! Él, a su vez, volvió a la sala, abrió la puerta y gritó: –¡Mantén el café caliente, Tina, en seguida vuelvo! Luego salió. Sultán se puso loco de alegría cuando vio que su dueño abría el portón; salió disparando a grandes saltos, seguido del granjero y de Segovia, quien llevaba el farol.
–¿Qué podrá ser? –rezongó Segovia, a quien no le gustaba que lo molestasen en su trabajo. Quizá graznó un cuervo o es tan solo por la nieve que Sultán está tan enloquecido.
Pero el granjero hizo señas para que callase. Se detuvo y escuchó en el silencio. Sultán se había adelantado un buen trecho. Ahora se lo oía aullar a la orilla del bosque. Volvió gimiendo de vuelta, se apretó contra su dueño y corrió de nuevo hacia el bosque. Debía de haber descubierto algo y evidentemente quería que los hombres le prestaran atención.
–¡Qué extraño! –murmuró el granjero. Se hizo alcanzar el farol y caminó rápidamente tras el perro. De repente se quedó perplejo:
–¡Segovia, rápido, ven! Ten la luz; en el cajón hay una niña.
El peón, asustado, miró dentro del cajón.
–¡Una niña, y con este tiempo! ¿Vivirá todavía?
–¡Muy bien, Sultán, eres buenísimo! –lo felicitó el granjero. ¿Cómo habrá llegado la niña hasta aquí?
Sultán era un animal inteligente, pero no podía contestar a esa pregunta. Gimoteaba suavemente y movía la cola, mientras su dueño sacaba el cuerpo del cajón y lo llevaba con cuidado a la granja.
–Todavía vive, mira: duerme profundamente.
En el camino, Sofía se despertó un poco de su profundo sueño, miró sorprendida a su alrededor, cerró de nuevo los ojos, rodeó el cuello del hombre con su brazo y en seguida volvió a dormirse.
En la calentita habitación, cuando la granjera y su marido atendían a Sofía, frotándola enérgicamente con trapos calientes, la niña se despertó. Entonces la granjera exclamó:
–¡Oh, Diego! esta es… Sofía, la hija de Navarro, la de la pequeña aldea. ¿Cómo es que está aquí? Y ¿qué hacía en el cajón de arena?
Entonces Sofía se despertó del todo y buscó desesperadamente a su alrededor: –Mi vasija con la leche de cabra… ¡oh!… ¿dónde está mi vasija, la vasija con la leche de cabra? Tenía que traérsela… estoy segura de haberla tenido conmigo, todo el camino la cargué con el mayor cuidado… y comenzó a llorar amargamente.
–¡Oh, pequeña! no te preocupes por la vasija, ya la encontraremos –la consoló la granjera. Ahora tienes que calentarle bien, pues estás helada como un pajarito. No te preocupes por la leche, ahora come y bebe para reponerte. Luego nos contarás todo.
El granjero y su esposa colocaron a Sofía entre los dos, bien envuelta en mantas, y la alimentaron como a un pajarillo, colocándole trocitos de pan en la boca. De beber, le dieron leche caliente. Mientras aún la alimentaban, a la niña se le volvieron a cerrar los ojos. Cuidadosamente la llevaron al dormitorio, la colocaron cariñosamente en la cama, se quedaron un rato junto a ella y se consultaron acerca de lo que tendrían que hacer.
–Muy temprano Segovia tendrá que ir a la pequeña aldea de allá arriba –dijo finalmente el granjero. Nuestra prima tiene que saber que la niña está a salvo con nosotros. ¿Habrá mandado ella misma a su hija? Oí decir que arriba sopla un fuerte viento del sur; quizá allí no haya más nieve y la prima no sepa que el camino del bosque está completamente helado y cubierto de nieve.
–Sofía habló de una vasija de leche –dijo la granjera. ¡Pobre criatura! Verás, Diego, que algo le ocurrió, si no la niña no se habría animado a hacer tan largo camino hasta nosotros. ¡Oh, cómo estará de preocupada nuestra pobre prima por su hija!
Y mientras seguían consultando sobre el asunto, los granjeros se fueron a la cama. Después de una noche sin pesadilla, Sofía despertó tarde a la mañana y miró a su alrededor como mareada. Tardó largo rato antes de comprender dónde estaba y cómo había llegado allí.
Entonces la granjera apareció con una sopa humeante. –Aquí tienes, niña, come –le dijo amablemente. ¿No te sientes enferma? ¿No tienes dolor de garganta, o tos, o fiebre… después de tanta fatiga?
–No, en serio no estoy enferma y no siento ningún dolor, solo estoy muy cansada, sobre todo mis piernas… Pero ¿dónde está mi vasija de leche? Tenía que traérsela a ustedes. ¡Oh, cómo estará preocupada mamá por mi causa, ya que no volví en toda la noche!
En ese momento llegó el granjero, quien al amanecer había mandado a Segovia a la pequeña aldea. Entonces ambos consolaron a Sofía y cuando la niña volvió a preocuparse por su vasija, el granjero salió a buscarla. Y verdaderamente estaba en el cajón de arena, allí donde Sofía se había acostado la noche anterior. La leche estaba congelada, pues hacía mucho frío y algunos copos de nieve se arremolinaban al caer del cielo.
Sofía lloró porque la leche se había congelado, pero se consoló cuando la granjera le dijo, sonriente: –Más vale que la congelada haya sido la leche y no tú. ¡Demos gracias a Dios por ello!
Sofía asintió y juntó sus manos: –¡Oh, sí, pero además porque estoy tan bien aquí con ustedes y por el café caliente y la sopa. Pero ahora no recibiré ningún dinero para mamá y ella lo necesita tanto…
Entonces los granjeros se enteraron del motivo por el cual la señora Navarro, una mujer tan prudente, había enviado a su hija sola para afrontar tanto peligro. –Allá arriba, donde vivimos, apenas si se veía pequeñas manchas de nieve cuando me fui –les contó Sofía. El agua goteaba de los techos y hacía calor al sol.
Ahora, ella misma no se hubiera animado a volver a casa con tanta nieve y con el sendero del bosque tan helado. Pese a todo el amor que sentía por su madre. Entonces quiso levantarse y ayudar en los quehaceres asegurando que se sentía bien en cama. –Quédate hasta el mediodía –dijo la granjera–, no todos los días yace uno en un cajón de arena con hielo y nieve, y más vale cuidarse. ¡Oh! cuando pienso que el cajón está tan solo a cincuenta pasos de la granja y tú no tenías la menor idea de ello… Sí, ¡si no fuese por nuestro Padre celestial! Él usó a Sultán, llamándole la atención. ¡En todo tiempo Él tiene recursos!
Hubiese sido muy lindo y cómodo poder estar en la cama y observar a la granjera ocupándose en los trabajos de la casa, pero el pensamiento de su madre en casa no la dejaba tranquila a Sofía. También la granjera miraba a menudo hacia el camino cubierto de nieve por el cual Segovia debía volver de la pequeña aldea. Llegó el mediodía y el hombre todavía no había llegado. Cuando el granjero entró para comer, pensó, preocupado: –Con tal de que no se haya caído en el camino y se haya quebrado una pierna…
Él mismo quería salir a buscar a su peón cuando de pronto se oyeron pasos en el vestíbulo de la casa. La puerta se abrió y Sofía saltó de la cama directamente en los brazos de su madre. Hubo una gran alegría, preguntas e informaciones. Inmediatamente Sofía fue devuelta a la cama, para que no se resfriase. Entonces entró Segovia.
–Contaré todo –dijo, dándose importancia–, pues esta vez, por decirlo así, soy el personaje principal. El camino a la pequeña aldea estaba completamente helado, cubierto de nieve y ventoso. Unas diez veces debo de haberme caído, pero finalmente, pese a todo, llegué a la aldea. Mas la señora Navarro no estaba ahí, y cuando pregunté dónde estaba la señora enferma, los vecinos me dijeron que se había ido hacía media hora en busca de su pequeña Sofía, por la cual estaba muy preocupada.
–Mi buena mamá –dijo Sofía–, enferma como estás, salir de la cama para ir al frío.
–No pensé en la enfermedad, hija –contestó la señora Navarro. ¡Ay, Sofía! en toda mi vida no podré olvidar esta última noche.
–Ya lo creo –murmuró la granjera casi para sus adentros. Sofía se apegó fuertemente a su madre.
–Si anoche no hubiese sido tan tarde cuando encontramos a la niña y el camino no se hubiera hallado tan peligroso, habríamos mandado a avisarle en seguida –dijo el granjero. Pero Segovia, no has terminado de informarnos bien… ¿Cómo es que no encontraste a la señora Navarro en el camino a la aldea antes de llegar allá arriba?
Segovia se sintió muy incómodo y se rascó la cabeza. –No fueron más de cinco o diez minutos, no más –dijo, disculpándose–y mi sed era muy grande. Justo cuando yo tomaba un trago en la taberna de los Cazadores debe de haber ido la señora Navarro hacia el bosque. En cuanto me enteré, salí corriendo tras ella más rápido que una liebre al huir y la encontré donde el camino se pone más resbaladizo y helado.
–Segovia fue muy prudente y se preocupó por mí –se apresuró a decir la señora Navarro, pues el granjero había exclamado, como reproche: –Pero ¡Segovia, Segovia!
–Él no permitió que caminase sobre el camino helado y tampoco yo hubiese tenido la fuerza necesaria; y así me condujo dando un rodeo hasta aquí. Por eso llegamos tan tarde.
Aquí su voz le falló. Muy pálida por el cansancio, se echó hacia atrás en la silla. Después de una enfermedad tan larga, el camino la había agotado.
La granjera salió apresurada y pronto volvió con café caliente, pan y carne. Opinaba que también la señora Navarro debía acostarse, pero la mamá de Sofía no quería saber nada de eso. Ella pensaba que tan solo una horita de descanso lo arreglaría todo. –Ya es un gran favor –terminó diciendo ella–estar en este rincón protegido del viento. Arriba el viento soplaba muy fuertemente cuando salí; había cambiado hacia el este, de manera que era helado como la nieve. Y aunque arriba tenemos menos nieve que aquí en el bosque, donde el sol no puede brillar tanto, uno se siente aquí más protegido. En los últimos días, a menudo pensé que en cualquier momento la casa podía ser volteada por el viento, ya que no es de las más nuevas.
–Por ahora, Teresa y Sofía se quedan unos días con nosotros, ¿no es cierto, Diego? –dijo la granjera–, ¡y más tarde veremos!
La señora Navarro miraba del uno al otro, conmovida. –Ustedes son muy buena gente, ¿cómo podré pagarles?
Entonces Sofía exclamó asustadísima: –Pero, mamá, ¡nuestras cabras! ¿Quién se ocupará de ellas si estamos aquí abajo?
La madre la tranquilizó, diciéndole: –La vecina me prometió cuidarlas hasta mi regreso.
Entonces la señora Teresa se quedó unos días, y luego unos días más; los días se hicieron semanas y finalmente fueron meses durante los cuales la señora Navarro permaneció con los granjeros en el cómodo y protegido rincón del bosque. Solo una vez, poco después de la terrible noche, había ido con Segovia allí arriba: para buscar sus cabras y lo más necesario para ella y su hija. La granjera y su marido tenían camas y suficiente lugar. Para madre e hija se arregló una amplia habitación en la buhardilla tanto quehacer. En la casa se encontró para las diligentes manos de Teresa que la granjera no comprendía cómo había podido arreglarse hasta entonces sin la ayuda de la silenciosa pero siempre activa mujer. Fuera por supuesto, en el invierno no había tanto que hacer en la granja. Entonces la señora Navarro bordaba blusas, faldas y manteles que un negocio de la ciudad le pagaba bastante bien. Ella insistió en usar la mayor parte de su entrada para pagar a los amables dueños de casa su estadía allí. No obstante, cuando llegó el verano y con él los visitantes de las ciudades, su ayuda se hizo absolutamente indispensable. A sus parientes les ahorró una sirvienta que en verano siempre habían tenido que emplear. Ahora Teresa trabajaba en la cocina, calentaba la leche, hacía el aromático café, hacía tortas, de manera que la granjera podía atender personalmente a los visitantes, lo que hacía con rapidez y amabilidad.
La salud de la señora Navarro mejoró mucho con el suave aire del bosque, aunque, físicamente, nunca fue una persona fuerte. Vendió la pequeña casa de la aldea y, la suma que recibió por ella ayudó a que no se preocupara por ser una carga para los granjeros.
* * *
Sofía se siente muy bien en la granja tan hospitalaria y ayuda como puede. Pronto comenzará a ir a la escuela, abajo, en la ciudad. Eso la alegra. Sabe que tiene una madre que la ama mucho, que posee en ese rincón del bosque un verdadero hogar y que el gran Dios del cielo es su fiel y amante Padre, en quien siempre puede seguir confiando.