El negro Iván
Iván, revisor en el ferrocarril Tisca, que unía San Petersburgo con Moscú, subió rápidamente los escalones del primer vagón a fin de verificar, como era su obligación, si algún viajero se había quedado dormido y pasado de la estación en que debía bajar o si había olvidado algo de valor en algún compartimento. Desde la calle cercana resonaban voces que llegaban hasta él: –Bulevar Arcángel, ¡quince copeques! –¡Cincuenta, señor, dé usted cincuenta! ¡Qué bien conocía esos pregones! Diariamente oía ese regateo con los carreteros y el agitado desorden de la vida de la estación.
A la hora en que otras personas estaban tranquilamente sentadas tomando el desayuno antes de ir a su trabajo, él tenía que hacer su caminata por el tren, después de su fatigoso turno de noche, antes de poderse ir a casa.
Iván era un hombre robusto, de larga y oscura barba y negras cejas. Pero, si uno lo miraba a los ojos con atención, descubría en ellos una mirada amable y, si no hubiese sido por su barba tan espesa, a menudo se lo habría visto sonreír, pese a que su voz sonara fuerte como si estuviese furioso. Era verdaderamente imposible notarlo y ni siquiera su esposa podía habitualmente distinguir si en realidad estaba enojado o tan solo aparentaba estarlo. Solo una persona no le temía a Iván: su hijita, la única. En ese momento él pensaba en Slavka, mientras levantaba unas hojas de diario que un viajero había dejado y con el pie empujaba a un lado unas cuantas cáscaras de naranjas. En la tercera clase siempre había un terrible desorden y mucha suciedad; pedazos de papel y botellas vacías estaban tiradas por ahí. De repente se detuvo, miró fijamente al piso y se agachó con lentitud. ¿Qué era eso? Vio una manito; verdaderamente un niño estaba tendido allí, debajo del banco. Con toda seguridad que no tenía billete y por eso se había escondido; durante el viaje se había quedado dormido y no se había dado cuenta de que hacía rato que el tren se había detenido.
Iván se puso en cuclillas y sacó al pequeño. Este se restregó los soñolientos ojos. El disgusto de Iván se transformó instantáneamente en compasión. ¡Qué pequeño y pálido era el pobre chico! El hombre pensó en su pequeña Slavka de mejillas rojas y redondas y ojos alegres; sí, ella tenía otro aspecto. Todavía seguía teniendo al niño firmemente del brazo. El pequeño no podía ver la sonrisa en sus labios, porque apenas se animaba a levantar los ojos del suelo. –¿Por qué te escondiste ahí? ¿Acaso viajaste sin billete? La voz de Iván sonaba tan severa y ronca como le resultaba posible. No era la primera vez que había atrapado a un polizón y sabía por experiencia cuán inútil era tratar de que dijese la verdad cuando no se tenía ninguna prueba. Si el muchacho había llegado a Moscú sin billete y sin ser descubierto, entonces nadie podía probar que era un polizón, pues a los pasajeros se les retiraba el billete antes de llegar al final del viaje. Por eso, ¡qué sorprendido se quedó Iván cuando el pequeño, en vez de negar, solo le rogó en voz baja: –¡Por favor, por favor! ¡No se enoje conmigo! Tengo que ir a ver a mi mamá una vez más; está muy enferma y no tengo dinero para pagar el pasaje. Había grandes lágrimas en los castaños ojos del muchacho, quien ahora miraba tímidamente al severo revisor. ¿Descubrió algo en la cara de este que le dio ánimo? Era como si respirara aliviado.
–¿De dónde vienes y qué le pasa a tu madre? –preguntó Iván mientras se sentaba pensativo en el banco.
–Vivimos en Alejandrovsko –explicó el pequeño. Mi madre se enfermó y la trajeron a un hospital de Moscú. Siempre tengo que quedarme con el tío Andrés y la abuela. Ayer a la noche volvió el tío de Moscú y contó que el médico había dicho que mamá iba a morir. Le pedí varias veces al tío que me trajera para verla, pero se enojó y dijo que ya tenía bastante molestia conmigo como para que yo todavía viniera con cosas innecesarias. Entonces me escapé a hurtadillas y me escondí debajo del banco cuando nadie prestaba atención. Temeroso, el muchacho miraba al hombre de la barba negra y tupida.
–¿Dónde está tu madre? –preguntó este. ¿Cómo vas a encontrar el camino para llegar hasta ella?
–Yo… ya me las arreglaré. Preguntaré a la gente que encuentre. Ella está en el hospital ubicado junto a la Tverskaya.
–Sí, pero ¿cómo piensas volver después a tu casa, si no tienes dinero? No pensarás esconderte otra vez debajo de un banco en el tren. La voz de Iván sonaba amenazadora.
–No, no, ¡seguro que no! Solo lo hice esta vez porque tenía miedo de llegar demasiado tarde. De vuelta iré a pie, pues puedo caminar mucho. El niño estiró su flaco cuerpo.
–¿A pie hasta Alejandrovsko? ¡Oh, pobrecito! –murmuró compasivamente Iván. Entonces se levantó, tomó al niño de la mano y le dijo: –Ven.
Bajaron la escalera de la estación y caminaron durante un rato en silencio, uno al lado del otro, siempre tomados de la mano.
–Te pondré en el tranvía –dijo Iván finalmente–, con este viajarás hasta el hospital. Tienes que prestar atención y bajar cuando el cobrador anuncie «Tverskaya». Es la gran casa blanca de la esquina; allí entras. Y ahora algo más: cuando hayas visitado a tu madre, bajas por la calle hasta la última casa, una pequeña casa que está a la izquierda. Allí vivo yo. Te daré algo para comer y a la tarde te llevaré conmigo a Alejandrovsko.
Los ojos del muchacho brillaban de alegría, pero las últimas palabras proyectaron una sombra sobre su cara. Ello no se le escapó a Iván, pues lo miraba con atención.
–¿No eres feliz en la casa de tu tío y de tu abuela? –le preguntó.
Entonces el niño estalló en llanto. –No –sollozó–, ellos no nos quieren ni a mamá ni a mí. Siempre dicen que somos bocas inútiles, porque mamá está enferma y yo soy muy chico para ganar algo.
–¿Es que no tienes padre?
–No…, hace mucho que murió.
En eso llegó el tranvía y puso fin a la conversación.
Iván le entregó al pequeño una moneda de diez peniques. –Después, ven de verdad a mi casa –le dijo al partir. Entonces volvió lenta y pensativamente a la estación, donde aún tenía algo que hacer.
–¡Pobre chico! –se repitió Iván varias veces para sus adentros. No podía olvidar la temerosa mirada del niño. –Tengo que hacer algo por él. No tiene que volver al lado de su tío. Lo que más me gustaría sería que se quedara conmigo. A menudo Slavka está muy sola y con el tiempo él podría ayudarme en algo. Hacía planes cada vez con más entusiasmo y se le ocurría toda clase de ideas. De pronto, sin embargo, se detuvo asustado y se golpeó la frente: –¿Qué diría María, su esposa, a eso?
Todos los que conocían a Iván y a María pensaban que la delicada y suave mujer debía sentir un gran respeto por su esposo, aun bastante temor; sin embargo, todos se equivocaban. En el fondo, era Iván quien sentía respeto por su pequeña esposa y quien gustoso le hacía caso. ¡Era tan inteligente su María!
Al irse a casa trató de imaginarse lo que diría su comprensiva esposa acerca de sus planes, y suspiró. Le parecía oír su suave y tranquila voz que le expresaba con firmeza algo que no admitía ninguna contradicción: –Iván, otra vez tu corazón venció a tu cabeza. ¿Cómo pudiste dejar ir al chico sin saber si todo eso no es mentira? Él volverá a esconderse bajo un banco y viajará sin billete. Ni siquiera le preguntaste por su nombre y el de su padre. Ahora el niño tendrá que comer aquí y deberá pagársele el pasaje de vuelta tan solo porque supo arreglárselas para mentirte. Cuanto más cerca de su casa llegaba, tanto más abatido se sentía y, sin embargo, no podía olvidar los ojos del pequeño desconocido. ¡Había confesado tan honestamente que había viajado como polizón! ¡Seguro que tampoco después había mentido!
Al mismo tiempo, María volvía del mercado con la pequeña Slavka de la mano y un canasto colgando del brazo. Ella era una pequeña y frágil mujer. La niña saltaba alegremente a su lado.
–Mamá –exclamó Slavka–, verás que la comida no estará lista a tiempo y papá tendrá que esperar. Pero eso no importa; cuando reciba la sopa de repollo con tanto tocino, se alegrará, aunque la comida haya tardado más que otras veces, ¿no te parece?
–Sí, seguro que se alegrará.
–Imagínate, mamá –contó Slavka–, Romero, el de la panadería, me preguntó esta mañana si yo no le tengo miedo a papá cuando me lanza por el aire como lo hace tan a menudo y cuando me hace montar a caballo sobre sus hombros. Él le teme a papá por su barba tan oscura. Dice que es un hombre malo y que seguramente tú también le temes.
La madre sonrió. –La gente piensa así porque él tiene una voz tan ronca –dijo ella–, pero nosotras dos lo conocemos mejor y sabemos qué bueno es, ¿no es cierto?
La niña asintió con fervor. De repente se detuvo y tiró de la manga de su madre. –Mamá, mira ¡allí hay un niño que llora tremendamente!
Sí, en la entrada del hospital había un muchachito que cubría su cara con las manos y sollozaba sin preocuparse por las curiosas y compasivas miradas de los transeúntes que pasaban. María fue hacia él y le tocó el hombro suavemente.
–¿Por qué lloras? –le preguntó con amabilidad.
El muchacho la miró desconsolado con sus ojos enrojecidos por el llanto.
–Ella ha muerto –susurró él.
–¿Quién ha muerto?
–Mi mamá… murió anoche y… ¡oh, yo deseaba tanto verla una vez más! Ahora quedo solo.
–Pobre chico –dijo María en voz baja y le acarició cariñosamente la mejilla. ¿Dónde vives?
–En Alejandrovsko.
–¡En Alejandrovsko! –exclamó ella, sorprendida. Está a dos horas de aquí. ¿Viniste solo? ¿Dónde está tu padre?
El pequeño levantó los hombros tristemente. –No tengo padre.
–¿Y viniste completamente solo a Moscú? –se extrañó la mujer.
–Mi tío y mi abuela se enojaron cuando quise venir; entonces me escapé.
–¿Y cómo te las arreglaste solo aquí en la gran ciudad, mi pequeño? –averiguó ella.
El niño desconocido se enderezó y respondió, orgulloso: –No soy pequeño; tengo nueve años.
Sin querer, María comparó al pequeño con su fuerte Slavka, quien era media cabeza más alta que él, aunque solo tenía ocho años.
–Tienes que volver lo más pronto posible a Alejandrovsko –dijo María–; tu abuela y tu tío han de estar muy preocupados por ti. Pero primero ven a nuestra casa y te daré algo de comer. ¡Estás tan pálido y cansado…!
Apáticamente el chico se fue con ellas, mientras Slavka lo observaba con grandes y asombrados ojos.
–¿Estará enojado tu tío cuando vuelvas? –le preguntó María.
–Sí, mucho, él siempre está enojado conmigo y la abuela también. Mamá me quería y ahora no tengo más mamá…
En los ojos de María aparecieron lágrimas y apretó con más fuerza la pequeña mano. Slavka exclamó: –¡Entonces debes quedarte con nosotros! No debes volver con tu tío malo. Siempre he deseado tener una hermana, pero igualmente será bueno un hermano. ¿Te quedas con nosotros? Di que sí.
–Pero, Slavka, ¿qué tontería estás diciendo? –la reprendió su madre, de modo que la niña calló, asustada, y por un rato no se animó a decir nada. Pero cuando no pudo más le preguntó en voz baja al desconocido muchachito:
–¿Cómo te llamas?
–Palko.
–Yo me llamo Slavka. Qué bien suenan juntos ¿no?
María reflexionaba mientras caminaba. ¿Estaría bien mandar de vuelta a esa criatura con sus parientes tan severos? ¿O quizá Dios les había enviado a ese muchacho sin madre para que ellos lo recibiesen en su casa? Pero, ¿qué diría Iván a esto? Al fin y al cabo era él quien tenía que mantenerlos a todos y su trabajo no era liviano. Seguro que armaría una pelea…
En eso, Palko se detuvo de pronto. –¡Yo tenía que ir a la casa de ese hombre bueno! –recordó.
–¿Qué hombre bueno?
–El revisor del tren me pescó y al principio estaba muy enojado porque yo no tenía billete, pero de repente fue tan bueno conmigo… Me llevó al tranvía y además me dijo que fuese a almorzar a su casa. También vive en esta calle.
–¿Cuál era su aspecto? ¿Tenía una gran barba negra y una voz muy fuerte? –preguntó María, expectante.
–¡Ese es él! –exclamó Palko. ¡Allí viene!
–¡Papá, papá! –exclamó en ese mismo momento Slavka y corrió hacia su padre.
–Así que ese es el hombre bueno –pensó María, y sus ojos brillaban. Sí, yo sabía que es bueno… ¡pese a su voz fuerte!
* * *
Mientras la madre cocinaba la sopa de repollo, el padre estuvo todo el tiempo de pie a su lado y hablaba con ella, para gran sorpresa de Slavka. En realidad él debería notar que todo iba más despacio cuando la madre volvía a dejar la cuchara y miraba hacia adelante pensativamente. También Palko, con ojos hambrientos observaba el pedazo de tocino que aún estaba sobre la mesa limpiamente cepillada y que esperaba ser echado en la sartén.
María pensaba en algo muy distinto. Pensaba en un versículo de la Palabra de Dios: “Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe”.
–Tomaré coraje –se dijo a sí misma. Ya que fue tan bueno con el niño, puede ser que con gusto quiera hacer algo más por él.
Pero Iván se le adelantó:
–María, ¿qué te parece?… –dijo vacilante, y su ruda voz sonó muy suave y baja. ¿Tenemos verdaderamente que mandar al pequeño Palko con sus parientes, a quienes molesta, y que le han hecho pasar bastantes horas amargas? Mira qué delgado y pálido está. Nuestra Slavka lo pasa mejor…
–Iván, ¿lo dices en serio? ¡Oh, yo sabía que tú eres el mejor de los hombres! Y la pequeña mujer corrió hacia los niños, tomó a Palko en sus brazos y exclamó: –¡Ahora te quedarás con nosotros! Y a su hijita le dijo, riendo: –Slavka, ¡tendrás verdaderamente un hermano!
–Esta tarde voy a viajar a Alejandrovsko –se propuso Iván–y conversaré con tu tío. Si él está conforme, tú serás nuestro hijo para siempre.
Qué radiantes estaban todos cuando Iván volvió al anochecer con la noticia de que todo estaba arreglado. –Dios se llevó a tu madre con él –le dijo a Palko–y ella está mejor allá que aquí; en cambio, tú no tienes que quedarte tan solo; nos perteneces ahora. Pero ¡no trates más de viajar más debajo del banco! De lo contrario, me despiden. Palko lo prometió. Puso confiadamente sus brazos alrededor del cuello del hombre alto y le rogó: –Pero ¡podrías llevarme contigo en el tren de vez en cuando, ya que ahora soy tu hijo! Y los cuatro se rieron de buena gana.
–¡Qué extraño! –pensó el panadero Romero, quien justamente pasaba por el patio y miró por la ventana iluminada. ¡Qué extraño! Hasta este niño desconocido se anima a sentarse en las rodillas del negro Iván y a abrazarle como si no tuviese miedo de él.