Siempre alegre - Vol. 2

Nueve cuentos para niños y jóvenes

Dos de menos

–¡Miren aquí! –dijo Ana al entrar barriendo, y cerró la puerta con fuerza tras ella. Miren, el abuelo me dio veinticinco peniques. Sí, veinticinco peniques porque saqué el polvo de su habitación y ordené todo. ¿No es magnífico?

Excitada, saltó a través de la pieza y con ojos brillantes miró a sus hermanas Elena y Maya, quienes leían sentadas junto a la ventana.

–¿Y qué? –dijo Elena con tono de superioridad. No necesitas presumir por eso; Maya y yo recibimos igual cantidad hace un rato cuando estuvimos con él.

La cara rosada y redonda de Ana se alargó y el brillo desapareció de sus ojos. No porque envidiase a sus hermanas por los veinticinco peniques, en realidad no… solamente se preguntaba si habían trabajado tanto como ella.

–¿Por qué…? Quiero decir ¿cómo ganaron ese dinero? Mientras tanto, ella jugaba con su dinero y observaba a sus hermanas con mirada interrogativa.

–No lo ganamos, el abuelo simplemente nos lo dio. Seguramente le pareció que nos comportábamos bien y quiso premiarnos por ello.

Ana sacudió la cabeza y pronunció un ¡bah! tan expresivo que no cabía ninguna duda de que consideraba la opinión de Elena como muy tonta.

–¿Qué van a comprarse con ese dinero? –preguntó entonces. Yo tengo la intención de comprarme chocolate, caramelos; tal vez también masitas de miel y almendras tostadas y…

–Yo me compraré tortitas de vainilla –anunció Maya.

–Claro, yo también –dijo Elena–, esas lindas tortitas que se pueden conseguir en la confitería de Martenson.

Ana reflexionó un momento. –Entonces yo también me compraré algunas. Creo que son más ricas que el chocolate, los caramelos y todo lo demás. ¡Eso será regio: tortitas de vainilla de Martenson!

–Mira si eres tonta –dijo Elena–, primero quieres comprarte chocolate, caramelos y quién sabe qué con tus veinticinco peniques y ahora, porque nosotras queremos comprarnos tortitas de vainilla, tienes que hacer lo mismo.

–¡Oh, qué odiosa eres! –exclamó Ana, indignada. ¿Crees que solo tú tienes la idea de comprar tortitas de vainilla de Martenson? Como si antes que tú mucha gente no hubiese hecho lo mismo. ¡Oh, sí! muchos otros tienen el mismo buen gusto que tú, y es a ellos a quienes imito.

Diez minutos más tarde estaban las tres niñas en la confitería, sacaron el dinero de sus bolsillos y Elena hizo tres pedidos de veinticinco peniques de tortitas de vainilla.

–Pero, por favor, en tres bolsitas, una para cada una.

–Sí, por cierto, tal como las pequeñas señoritas lo desean –dijo sonriendo la vendedora. Tomó tres bolsitas y, mientras tres pares de ojos la observaban atentamente, pesó cada bolsita con las tortitas. Luego la vendedora cerró cada bolsita y se las entregó a las tres niñas, quienes, luego de poner su dinero sobre el mostrador, agradecieron y salieron corriendo, cada una asiendo fuertemente su bolsita.

Se sentaron en un banco de una pequeña plaza, abrieron cuidadosamente sus bolsitas y contaron cuántas tortitas habían recibido.

Y entonces Ana descubrió que sus hermanas habían recibido cada una dieciocho tortitas y ella solo dieciséis. Las contaba y recontaba, pero el resultado era siempre el mismo: tenía dos menos que Elena y Maya.

–Pero ¡quiero tener la misma cantidad que ustedes! –exclamó indignada, y corrió de vuelta a la confitería y contó allí qué infortunio le había ocurrido.

–Eso se debe a que tus tortitas son algo más gruesas que las de tus hermanas –la consoló la vendedora. Como las tortitas se venden por lo que pesan, tienes igualmente la misma cantidad que tus hermanas.

Pero esta explicación no satisfizo a Ana. Porfiadamente permaneció delante del mostrador e insistió en tener la misma cantidad que sus hermanas.

–Entonces tus hermanas tienen que darte algunas de sus tortitas –dijo la vendedora terminantemente.

Ana tuvo que conformarse y finalmente se fue. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y, enojada, murmuraba para sí: –¡Qué vendedora más mala!

Cuando se hubo reunido con sus hermanas rompió en fuerte llanto: –Solo tengo dieciséis tortitas y ustedes dieciocho, ¡es injusto! –gritó y, siempre llorando amargamente, volvió a contar sus desdichadas tortitas. Pero siempre eran y seguían siendo dieciséis.

–No tienes que ser tan envidiosa, Anita –la amonestó Elena. Mamá siempre dice que debemos desearnos lo mejor.

Ana lanzó a Elena una mirada de reproche.

–¿Ah, sí? Entonces podrías regalarme una de tus tortitas –replicó ella sarcásticamente.

Elena reflexionó un momento. –¡Oh, no! No lo hago porque eres tan envidiosa –respondió al fin y cerró su bolsita con fuerza.

–No sería nada bueno para ti que se hiciera siempre tu voluntad –se entremetió Maya. Por eso nos quedamos con nuestras tortitas… solo por tu bien, para que aprendas a no ser tan envidiosa, ¿comprendes?

–¡Gracias! ¡Oh, qué amables! –replicó Ana, y se puso de pie. Gracias, muchas gracias por preocuparse tanto por mí. Y enojada se fue a casa. Su corazón estaba lleno de amargos pensamientos. ¿Habría en el mundo otras hermanas tan malas y otra vendedora tan injusta y egoísta como la de la confitería de Martenson? ¡Seguramente que no, ni aquí, en Suecia, ni en ninguna otra parte!

Cuando la madre vio a Ana, en seguida notó que algo debía de haber pasado, pues la siempre tan alegre carita de su hija menor parecía muy malhumorada y terca.

–¿Qué te pasa? ¿Estás afligida? –averiguó su madre.

La niña no contestó, sino que miró hacia adelante, enojada. Más tarde Elena y Maya contaron detalladamente lo sucedido en la confitería.

La madre escuchó todo atentamente. Entonces tomó a Ana en sus rodillas, le acarició el cabello, sacándoselo de la frente y le dijo cariñosamente:

–Anita, no debes creer que ustedes tres siempre recibirán lo mismo en el futuro. Puede ser que una reciba mucho más y las otras menos, pero no por eso deben envidiarse mutuamente.

–Sí, pero si pagamos lo mismo…

–Tampoco entonces, Anita. Puede ser que una pague mucho más y, pese a eso, reciba menos que la que pagó poco.

Sorprendida, Ana miró a su madre. –¿Y por qué eso? No lo entiendo.

–Quizás tengas que trabajar desde la mañana temprano hasta muy entrada la noche para ver cumplido uno de tus deseos y, sin embargo, pueden pasar muchos años antes de que te sea concedido, mientras que Maya, quizá sin ningún esfuerzo, reciba lo mismo.

–¿Qué cosa, mamá?

–Bueno, por ejemplo, la salud. Hay niños que siempre están sanos y no necesitan hacer nada para estarlo. En cambio, otros están muy enfermos y por mucho tiempo; los padres tienen que llamar a un médico tras otro para que los aconsejen, y se preocupan y lloran junto a la cama de sus hijos y, a pesar de esto, estos no se sanan. Piensa cuántas tortitas menos reciben esos niños en comparación con los sanos. Y ¡cuánto tienen que pagar: dinero, preocupaciones, velar, desear, esperar, perseverar…!

La pequeña Ana miraba pensativa ante sí. –¡Pero eso es injusto, mamá!

–No lo creo, hija mía, pues Dios así lo ordenó, y determinó que uno reciba «mucho» y otro «menos». Él permite que uno sea rico y otro pobre, uno sano y otro enfermizo… y él sabe lo que hace, aunque nosotros a menudo no lo entendamos.

Ana siguió muy pensativa. Su madre no dijo nada más, sino que le dio un beso a su hija, la bajó de sus rodillas y la animó a que fuera a jugar.

*  *  *

Unos días más tarde, cuando la madre fue de compras con Ana, encontraron a un niño que tenía una pierna paralizada y apenas podía moverse con muletas. Pese a todo, el muchacho no tenía aspecto de desdichado. Ellas lo conocían y sabían que había sido herido en un accidente y también que su madre estaba muy enferma. La mamá de Ana le dio una moneda y lo invitó a que se comprara tortitas de vainilla en la confitería de Martenson. Al pequeño se le iluminó toda la cara; dio las gracias y se fue brincando hasta la confitería.

–¡Qué pocas tortitas recibió ese pequeño! –dijo la mamá de Ana cuando siguieron su camino.

Ana miró a su madre con grandes ojos. –Pero, si él todavía no compró ninguna tortita…

–¿No me comprendes, Anita? Mira: él está inválido y su madre está enferma. Tú, en cambio, estás sana, puedes correr y saltar como quieras. Reflexiona cuán poco ha recibido él y cuánto te ha regalado Dios a ti. Además, pese a todo, se le ve feliz mientras tú, el otro día, llorabas amargamente porque habías recibido dos tortitas menos que tus hermanas.

Ana pensó largamente en esto. Por fin miró a su madre y le prometió: –No me quejaré nunca más, te lo aseguro, si no recibo tantas tortitas como quisiera tener.