Siempre alegre - Vol. 2

Nueve cuentos para niños y jóvenes

Dios nos cuida

En el este de una bahía bastante grande, muy junto a la costa del mar Báltico, se encontraba una pequeña finca. Las ventanas de la casa miraban hacia el sur y el oeste, todas con vista sobre el mar. Hacia el este, al otro lado de la laguna que pertenecía a la hacienda, se hallaba la granja, y hacia el norte los árboles y toda clase de arbustos protegían la casa roja para que el viento del norte –que soplaba muy fuerte en invierno, cuando se unía con su hermano, el viento del este–no la enfriara demasiado. Aun­que el jardín de flores era pequeño, en verano florecían en abundancia las rosas más hermosas.

Pero este año no querían prosperar. A la fría primavera le había seguido un verano seco, con inacostumbrado calor. Todas las plantas se marchitaban. El trigo era bajo, y no prometía más que un pobre rendimiento. Sin embargo, era urgente cosecharlo las praderas estaban secas y los animales sufrían por falta de alimento. ¡Y seguía sin llover! A veces se amontonaban nubes en el cielo, pero no vertían refrescante agua sobre la tierra sedienta.

Ahora, la cosecha había pasado. Este año se acabó pronto por no haber mucho para cosechar. Debía comenzar la siembra, pero apenas se podía arar el campo. La tierra se aglomeraba en enormes y compactos terrones. Eran tan duros que ni aun las grandes y pesadas rastras con sus dientes de hierro podían deshacerlos.

Muy preocupada se veía la cara del campesino al volver del campo a la hora de la merienda. Su hermana, quien dirigía su hogar, lo notó en seguida. Ella hizo todo lo posible para que se sintiera cómodo y luego, cuando le hubo satisfecho se sentó junto a él y le dijo algunas palabras alentadoras.

–Sí, Thea, sí –suspiró él–, pero este año para nosotros todo va mal, pues hasta las papas fallan. Están todas enfermas y no darán tanto como para que nosotros y nuestra gente tengamos lo suficiente para el invierno. Y para el ganado no quedará ni un tubérculo. Tenemos que comenzar a cocinar arroz, pues no quedará otra cosa que hacer si queremos salir del apuro.

–Desde mañana mismo todos comeremos arroz. Pero ahora no te preocupes demasiado, Mario.

–Eres tan buena… siempre me das ánimo.

–Y ¿sabes? nuestros sobrinos preguntan si pueden pasar las vacaciones de otoño aquí y quisieran también traer a un primo con ellos.

–¿Quién escribió, pues?

–Delma.

El hermano se rio. –Ja, ja, ¿es que también la consideras ahora como un muchacho?

La cara de la tía Thea se puso seria. ¿Acaso se podía considerarla de otra manera?

–No importa, Thea, la muchacha es muy buena, pese a su traviesa petulancia. Él suspiró y agregó: –¿No será demasiado para tu economía casera, ya que este año parece que la escasez será el jefe de cocina? A esa edad, los cinco pueden barrer con todo.

Thea se rio como tan solo ella podía hacerlo: clara y alegremente. Una hora más tarde el cartero se llevó una carta para la sobrina y los sobrinos. Delma, sus tres hermanos y el primo fueron cariñosamente invitados a pasar las vacaciones en Rosenhain (Floresta de las rosas).

*  *  *

Entonces llegaron. Esto sí que trajo vida. Desde la mañana temprano hasta el crepúsculo andaban por el patio, en los establos y a la orilla del mar. Quedaba olvidada la pequeña vivienda alquilada en el cuarto piso de un inmueble de la ciudad, olvidado el severo «tener que» del estudio, del trabajo y de la tremenda lucha por algún progreso en la escuela, para que la madre no tuviese que preocuparse también por ello. Los que no tienen más padre, deben estar doblemente al lado de su madre y hacerle la vida más fácil en todo lo posible. Aquí, en Rosenhain, por una vez podían olvidar todo eso, aquí podían correr y disfrutar de lo lindo. Pero no por eso se iban a olvidar de su mamá y de los dos pequeños que aún no iban a la escuela. ¡Oh, no! Casi cada día juntaban tesoros de toda clase para llevárselos cuando regresaran. Y este año el tiempo era tan lindo. Ya hacía ocho días que estaban en Rosenhain y no hubo un solo día de lluvia.

–No lo digas tan fuerte, Otto; el tío Mario cada vez se queda más callado –pidió Delma. Observa su cara pálida. ¡Aquí el campo necesita lluvia urgentemente!

–Sí, soy un torpe –repuso Otto y meneó la cabeza como desaprobación de sí mismo. Ayer nomás tío Mario me habló de sus preocupaciones; como no ha llovido, la gente y los animales apenas si tendrán lo indispensable, y si no llueve ahora puede suceder lo mismo el año próximo, pues en esta tierra reseca no puede germinar ni crecer el trigo.

–Para nosotros, por cierto, es muy lindo que no llueva, pero espero que llueva a cántaros una vez, de manera que nos empapemos por completo antes de que podamos volver corriendo de la playa.

Pero el deseo de Delma parecía no cumplirse, pues un fuerte y seco viento sopló el día siguiente sobre los resecos rastrojos.

*  *  *

–El mar ruge hoy –dijo el anciano pastor de ovejas.

–Tenemos que ir a verlo –dijeron los chicos y corrieron rápidamente a la playa. Se quedaron parados sobre una alta duna. El viento se había vuelto tempestad. Tuvieron que aferrarse uno a otro para poder resistirle. Debajo de ellos, una tras otra las altas olas tronaban, se arrojaban rugientes sobre la orilla y volvían al mar. Pero tras cada una que se volvía venía la siguiente y chocaban espumantes una contra otra. La clara espuma burbujeaba en la cresta de las olas.

Mudos, los niños volvieron a casa. “Porque yo el Señor que agito el mar y hago rugir sus ondas, soy tu Dios”. Ellos conocían este versículo y siempre tenían que recordar al «grande», su hermano mayor que había partido como grumete a fin de no ser una carga para su madre, según había dicho. Pero ellos preferían escuchar la historia del Señor Jesús cuando había apaciguado la tempestad y las olas.

Un día duró la tormenta del norte. Trajo marea alta. Luego, de repente, el viento dio vuelta y a la mañana siguiente silbaba sin cesar con la misma fuerza desde el sudeste. Había empujado hacia atrás las masas de agua. Desde la ventana se veía un largo banco de arena.

–¿Podemos ir? ¿Podemos vadear hasta allá?

La tía Thea dio el permiso y los niños se fueron con palas y baldes. Querían pescar las pequeñas anguilas de arena, brillantes como la plata, que se escondían en las arenas mojadas cuando el agua retrocedía demasiado rápidamente. Eran muy ricas fritas. Y sobre el banco de arena de más atrás quedaban muchas conchillas, grandes y blancas. Se las podía pintar y también colocar en ellas alfileteros. Esto daba la posibilidad de traer lindos regalos a los amigos de la casa.

Ya estaban abajo. –¡Anguilas! ¡Anguilas! –gritaba Delma.

–¡Aquí, aquí! ¡Si pululan que da gusto!

–¡Y aquí también! ¡Y qué grandes!

–¡Oh, pero estos son bacalaos! Realmente entre el primero y el segundo banco de arena el agua aún formaba largos esteros de mar y dentro de ellos pululaban peces grandes y pequeños. Trataban de llegar a aguas más profundas. Golpeaban con sus colas e iban de aquí para allá. Los niños se quedaron mudos por un rato.

–Seguramente son miles –gritó Otto–, tenemos que decírselo al tío.

Delma quería salir corriendo.

–¡Detente! ¡Detente! Ven, primero vamos a llenar nuestros baldes para tía Thea. ¡Cómo se alegrará!

Entraron como un ventarrón en la cocina con su botín, riendo y gritando.

–Primero muestren la pesca al tío, así como la tienen. Justamente allí viene cruzando el patio para tomar el desayuno –dijo la tía, excitada.

Todos querían ser los primeros en contar lo de la pesca al tío Mario. Este apenas pudo entender de qué se trataba.

–¿De veras? ¿Tantos? –preguntó él. Por ahora dejen sus baldes en el galpón y vengan conmigo. Quiero ver si vale la pena enviar a gente a pescar.

–¡Sí, tío, vas a ver! Ya no se pueden contar. Hay millones, te digo; no, creo que mil millones.

–Bueno, bueno –dijo el tío, dudando y sonriendo.

Ya estaba también él de pie en la playa. Se quedó silencioso. Se colocó sus lentes. Miró hacia la derecha y hacia la izquierda. Volvió a guardar sus anteojos, tomó su pañuelo, se sonó la nariz unas cuantas veces con fuerza y dijo con una extraña y ronca voz:

–Dios nos cuida.

También los niños se quedaron quietos. Pensaban en las pocas papas, en las vacas flacas y también en la escasez que había en la mesa de casa en la ciudad. Sí, el tío Mario tenía razón.

–¡Oh, sí, Dios nos cuida! –exclamó también Otto, contento. ¿Podemos ahora comenzar a pescar?

–Sí, adelante, muchachos. Delma, tú vas a casa a decir a la tía que prepare y junte todos los canastos; en seguida los van a retirar. Y ustedes, muchachos, corran a casa de los vecinos y díganles de mi parte que vengan a la playa a buscar peces, todos los que quieran. Yo voy a la granja y aviso a nuestra gente.

¡Qué actividad había en la playa media hora más tarde!

Vinieron con carretillas y baldes, con canastos y bolsas; comenzaron a sacar peces y arrastraban pesadas cargas al volver a sus casas con el regalo de Dios.

Como si se le hubiese dado cuerda, Delma iba de aquí para allá. –Esto es maná, tío –gritó ella–, así me lo imagino yo, solo que ahora viene del agua y no del cielo.

–¡Pues, sí! del cielo, Delma, porque el viento empujó los peces todos juntos con tal fuerza que no pudieron irse tan pronto como el agua se escurría.

–Sí, tío, esto es maná… Y Delma, al tiempo que agarraba un gran pez y lo ponía en su canasto, agregó: –Tú te vienes conmigo para mamá. Se enderezó para sacarse el rubio pelo de la frente. Entonces vio a su lado a una mujer anciana, a la que la tía Thea bien conocía.

–¿No tienes más que eso? –le preguntó Delma mientras señalaba el canasto de la anciana.

–No, niña, ya no puedo más. No puedo agacharme con mi espalda tan dolorida.

–Yo te ayudo, abuela. De todas maneras, lo que tengo para mamá es suficiente. Uno, dos, tres… iban cayendo los pescados en el canasto de la anciana.

–Ya no, hija, mi querida niña, es suficiente. Detente ahora y piensa en tu madrecita.

–Abuela, un poco más –dijo Delma.

La anciana se apoyó en su muleta. –¿Sabes? Compartimos la pesca y por ello ahumaré tu parte para tu madre.

–¿De veras que lo harás? ¿Te tomarás tanto trabajo? Entonces, ¿mamá podrá guardar los pescados durante mucho tiempo?

–Largo tiempo, niña. Yo los ahúmo bien.

–Eso ya lo sé, tía Thea me lo dijo una vez. ¡Gracias, abuela, gracias! Eres muy buena. Pero ¡ahora verás cómo me puedo dar prisa!

Sí, Delma se esforzó enormemente; luego, uno tras otro, vinieron los muchachos y, cuando oyeron acerca del convenio, ayudaron también diligentemente.

De nuevo se alegró Otto y dijo: –Juntemos siempre más, pues los que no comamos nosotros podremos usarlos en la feria de la Misión, pues todos los compran con gusto.

*  *  *

Ellos no prestaban atención a nada que no fuese su pesca, cuando, de repente, Delma gritó, gozosa: –¡Tío, llueve!

Sí, llovía. Grises y bajas nubes colgaban del cielo. Empezó a gotear despacio y parejo. La lluvia se hizo cada vez más finita y tupida y envolvió todo como un velo impenetrable y mojado. Toda la gente en la playa se volvió silenciosa. Todos experimentaban que “por la misericordia del Señor no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana”. Él daba bendición para el invierno y bendición para el año venidero, pues ahora se podría sembrar y esperar una buena cosecha para el año siguiente.

A la noche los niños se fueron a la cama, muertos de cansancio, pero en la cocina y en muchas casas vecinas las luces quedaron encendidas hasta tarde. Había que preparar en seguida la bendición de Dios, si no los pescados se echarían a perder. Aquí había un gran barril, lleno de pescados cubiertos de sal; allá, sobre el fogón, se hallaba una enorme olla en la cual se echaban los más pequeños para ser cocidos en vinagre; y en largas filas los pescados mejores y más grandes estaban colgados en fuertes ganchos puestos en largos palos. Al día siguiente, muy temprano, debían ser llevados al ahumadero.

Llovió todo el día siguiente, y siguió lloviendo. Pero los chicos no se quejaron, como otras veces cuando llovía en las vacaciones, lo que les impedía jugar al aire libre. Se divertían más que nunca.

Todos los días iban corriendo a la casa de la abuela y ella les mostraba sus pescados a través de la tapa del ahumador. ¡Oh! ¿qué iba a decir su madre? ¡Si tan solo ya fuese tiempo de ir a verla! También estaban dispuestos a volver a la escuela, pero ante todo deseaban que ya fuese el momento de poder entregarle esa riqueza a su madre.

Finalmente se acabaron las vacaciones; la hora de partir había llegado. El sol brillaba luminoso en el cielo. El mar, de un azul verdoso, murmuraba suavemente.

–¡Gracias, tío! ¡Gracias, tía Thea!… Delma casi estranguló a la tía con su impetuoso abrazo. Ahora vino el último beso.

–¡Hasta la vuelta, niños! ¡El Señor les guarde!

El coche dio vuelta en la esquina; el mar estaba delante de ellos. ¡Gracias, gracias! –pensó Delma y miró por sobre el agua, a lo alto. A su lado estaba el gran canasto para su madre.

Hoy el tren marchaba demasiado despacio. Impacientes, los chicos contaban las estaciones. Cuando por fin pudieron bajar, casi olvidan sus maletas; todos se preocupaban solo por el canasto, cada uno quería ser quien se lo entregase a su madre.

Ella no entendió en absoluto qué era lo que ocurría, hasta que los chicos arrastraron un pesado canasto y lo colocaron delante de sus pies. Ocho manos lo abrieron y cuatro voces exclamaron:

–Mamá: ¡nuestra labor de vacaciones!

–¡Nuestra mayor diversión, mamá!

–¡Nunca fuimos tan ricos!

–¡Esto es maná, verdadero maná!

Y la madre se alegró sobremanera.

–Sí, hijos míos, Dios nos cuida. Él cuida a todos los que le son fieles y confían en él.