Siempre alegre - Vol. 2

Nueve cuentos para niños y jóvenes

Nido de cigüeñas

–Mamá ¿por qué no tenemos gansos comos los demás?

Al hacer esta pregunta, Lorenzo –un pequeño de apenas diez años–no se dio cuenta de que una sombra pasaba por la pálida cara de la mujer que daba rápidas vueltas a la rueca para no estar ociosa ni siquiera en la penumbra.

–Antes teníamos muchos gansos –dijo ella en voz baja, como para sí misma.

–Sí, pero eso no nos sirve de nada para hoy –repuso el muchacho, impaciente.

–Tienes razón, pero no fue fácil alimentar a la vieja gansa durante el invierno tantas veces tuve; además mala suerte con los gansos, los gansitos y hasta con los huevos; durante tres años no hubo caso y lo dejé. Cuando se es pobre hay que evitar todo lo que a uno puede empobrecerle más; pero cada año me vuelve a dar pena cuando veo cómo los demás llevan sus gansos al sol de primavera, cómo van a buscarlos al prado antes de que anochezca y cómo en el otoño reciben su buena suma de dinero. Cinco marcos por un ganso, ¡imagínate!

–Si pudiésemos vender diez gansos tendríamos cincuenta marcos; y seríamos ricos, ¿no es cierto, mamá?

–Uno de los diez deberíamos darlo al propietario del prado.

–Entonces podríamos también tener once, de manera que nos quedaran diez.

La madre asintió; luego la habitación baja, blanqueada con cal, quedó en silencio; solo el viejo reloj de pared hacía oír fuertemente su tic-tac mientras la rueca ronroneaba sin parar. Pero madre e hijo soñaban con diez blancos gansos contoneándose, los que podrían traer riqueza a la pobre familia.

–Enciende el fuego para cocer las papas –dijo al fin la señora Molinos con un suspiro causado por el inútil pensamiento–y estemos conformes con lo que tenemos; hasta ahora nunca nos fuimos hambrientos a la cama. Todavía podemos mantener nuestro cerdo, y las seis gallinas son diligentes ponedoras.

–¡Ah, mamá! El cerdo que tenemos cada año… casi siempre está tan flaco; así lo dice el mismo carnicero que lo sacrifica. Y los huevos, a menudo los vendes…

–¡Oh, tan solo los primeros! No, Lorenzo, demos gracias a Dios porque nos va mejor que a miles de otros pobres.

Esto no le parecía tan evidente al muchacho; al contrario, pensaba que les iba bastante miserablemente. Pero no respondió nada, sino que juntó las ramitas secas que estaban ante el hogar de la pequeña chimenea, tomó algunas piñas de abeto de un balde y, un poco más tarde, ardía un vivo fuego. Lorenzo colgó la negra olla con papas del fuerte gancho que pendía de una gruesa cadena cubierta de hollín y fue a buscar su libro para estudiar sus lecciones a la luz de la lumbre.

Los pensamientos de la señora Molinos vagaban por el pasado. Desde hacía cinco años era viuda, a menudo se enfermaba, no podía hacer trabajos pesados y el hilar producía poca ganancia. Si Lorenzo fuera más grande –pensaba ella–todo sería diferente, pero hasta entonces no había que perder el ánimo sino confiar en Dios. Así lo deseaba, y ¡cuánto lo deseaba! A la verdad, no podía quejarse de su hijo. «¡Oh, Señor!» –rogó ella para sus adentros, y la rueca se detuvo, porque instintivamente ella juntó las manos–«guárdamelo, y haz que él te tema y te ame y siga siendo tan bueno conmigo».

Lorenzo la miró, asombrado, pero no dijo nada; en los ojos de ella había un suave brillo y él sabía bien que no debía formular preguntas. También sabía que ya hacía rato que ella no pensaba más en los gansos; pero él no podía librarse de ellos y por fin se le escapó: –Querría con gusto juntar ortigas para ellos en todas mis horas libres.

La madre sonrió. Entonces, para hacerle pensar en otra cosa, le dijo:

–En abril se reparará nuestro techo de paja. Ten cuidado de que los obreros no arruinen el nido de las cigüeñas y nuestras buenas amigas se vean desalojadas.

–Seguro que lo haré. Oh, sería terrible que las cigüeñas se fuesen, ¿no es cierto, mamá? Nos da tanta alegría tenerlas…

–Sí, todos estos años pasados disfrutamos mucho con ellas. Siempre aguardo oír su crotorar sobre el techo.

–Yo también, mamá. Pero ¿sabes lo que dijo hoy el maestro? Dijo que la cigüeña es un animal dañino, un cazador furtivo, y un ladrón de peces, que come pequeños liebres, perdices y pichones de pájaros.

–Sí, eso es cierto, pero también come serpientes, ratones, topos y otros animales perjudiciales. Siempre hay que sopesar lo bueno y lo malo.

Así Lorenzo se olvidó de los gansos; y al día siguiente, cuando encontró al techista y este le contestó su pregunta diciendo que vendría en el tiempo previsto, Lorenzo le pidió que por favor respetase el nido de las cigüeñas.

–Naturalmente –dijo riendo el señor Guibal. ¿Piensas acaso que puedo hacerle daño a una cigüeña? No, todavía pertenezco a la gente antigua que la quiere y no rezonga siempre por lo poco que roba.

–¡Qué suerte! Pero, señor Guibal, las cigüeñas ya estarán aquí cuando usted comience a arreglar nuestro techo.

–¡Oh! aquí me conocen todas las cigüeñas –aseguró el techista, y le guiñó astutamente. Ya arreglé los techos de todos.

Lorenzo no sabía si debía tomar el asunto en serio o en broma, pero de todas maneras se tranquilizó.

 *  *  *

Los días se alargaban. Las gansas ya no paseaban en compañía, sino que, aisladas, tomaban aire de vez en cuando y luego, pacientemente, volvían a su trabajo de empollar. A Lorenzo siempre le daba como una puntada en el corazón cuando veía a alguna señora gansa salir de paseo. ¡Oh! si tuviese una sola, al año siguiente podrían tener diez gansos… o mejor once.

Su madre ya había olvidado el asunto y estaba satisfecha cuando podía poner un pedazo de pan sobre la mesa para que su hijo lo mojase en su café de centeno tostado.

 *  *  *

Era un domingo de abril. La señora Molinos había ido con Lorenzo a su pequeño huerto a la orilla de la aldea; el chico había salido corriendo mientras su madre hablaba con algunos conocidos. Cuando ella se acercó a su casita, su hijo le salió al encuentro, diciendo:

–¡Mamá, están las cigüeñas!

Verdaderamente papá y mamá cigüeñas estaban allí de pie en el nido, observando a su alrededor si algo había cambiado durante su ausencia; crotoraban satisfechos con sus largos picos. Lorenzo se reía y aplaudía; le parecía como si viejos y queridos amigos hubiesen vuelto.

Algunos días más tarde vino el señor Guibal con su alta escalera y sus acostumbradas herramientas y comenzó a renovar el techo.

–Eso quedará lindo –dijo Lorenzo cuando la mitad quedó terminada.

–¿Lindo? –dijo riendo el techista. Bueno, lo que hacemos, lo hacemos bien, muchacho. Y silbó una canción. Cuando bajó para buscarse nuevo material, le dijo al chico: –¿No querrías también subir al techo?

De gozo Lorenzo se quedó casi sin aliento. –¡Oh, sí, maestro Guibal, y me gustaría especialmente mirar dentro del nido de las cigüeñas!

–¡Ya lo creo! Bueno, espera un par de días, ya habré llegado allí, pero una cosa te digo: no debes marearte.

–¡Oh! descuide, señor Guibal, ¡ni el más pequeño mareo!

–Bien, te avisaré.

Los pocos días le parecieron años a Lorenzo; sin embargo, cierto mediodía Guibal le llamó: –Bueno, muchacho, ahora puedes subir y hacerle una visita a la señora cigüeña.

¡Lorenzo no se lo hizo decir dos veces! No era nada difícil subir por la ancha escalera, apoyada en el techo musgoso. Cuando llegó arriba lanzó un grito de alegría. ¡Era hermoso estar allí arriba! El sol brillaba sobre los campos verdeantes con la siembra de invierno; el arroyo relucía plateado; las blancas nubes parecían estar al alcance de la mano; los pájaros cantaban sobre las ramas llenas de brotes. Con cuidado Lorenzo miró dentro del gran nido de las cigüeñas. La señora cigüeña parpadeaba soñolienta y se extendía sobre sus dos huevos; que tenía dos, ya se lo había contado Guibal.

–Ahora baja –le llamó el techista al fin–; es hora de almorzar, tengo que irme a casa y no quiero dejarte solo allí arriba.

Lorenzo bajó cuidadosamente del techo. No era solamente el hermoso brillo del sol visto desde allí arriba, desde el caballete del techo, lo que había impresionado al muchacho, sino la cigüeña empollando. Cuando la vio se le ocurrió un extraño pensamiento, el que le tuvo ocupado mucho tiempo después de haber descendido. No lo dijo a nadie, ni siquiera a su madre. Cuando se hizo de noche, fue hasta el otro extremo de la aldea. Allí había una casita, algo separada de las otras, en la que vivía una anciana y extraña señora. La gente decía que era avara. Pero nadie sabía con seguridad lo que le concernía, pues ella no dejaba entrar a nadie en su casa, sino que atendía a la gente en la puerta de entrada. Muchos de la aldea envidiaban a la vieja María por una cosa: por lo general, ella obtenía la mayor cantidad de gansitos. En primavera y verano, vivía solo para ellos, sus animales preferidos. Justamente una de esas gansas volvía de su paseo al anochecer y su dueña la hizo entrar en la casa. Cuando la mujer vio a Lorenzo, se dirigió a él y le preguntó:

–¿Qué quieres tú aquí?

Él se acercó, diciendo:

–María, tú me conoces, ya te junté los gansos una vez en el verano y…

–Sí, sí, ya sé –interrumpió ella, impaciente–; ¿acaso quieres ahora un premio por ello?

–¿Un premio? No, quisiera un huevo de gansa.

–¿Un huevo de gansa? ¿Estás mal de la cabeza?

–Pero no lo quiero gratis; mañana te ayudaré a rastrillar y a limpiar tu prado.

–¿Qué quieres hacer con el huevo?

–Eso solo te lo podré decir más adelante.

–No soy curiosa; después de todo, no me importa; el trabajo en el prado me lo haces correctamente, ¿me oyes? No solo un rastrillaje superficial, sino a fondo, ¿entiendes? Espera un momento, tengo que atender a mis gansos primero; están empollando en el cuarto. Han puesto bastantes huevos. Seguro que las mujeres de la aldea se van a enojar.

Se rio burlonamente y entró en la casa arrastrando los pies. Lorenzo esperó fuera.

Detrás de la pequeña ventana brilló brevemente una luz; después todo volvió a ser oscuro. Luego se abrió la puerta.

–Lorenzo –llamó la mujer–, lo he pensado bien; sí que te regalaré un huevo de gansa. Mi gansa gris ha puesto muchos y tendré más aun. Pero, ¡te esforzarás por hacer bien el trabajo en el prado, muchacho!

–Sí, sí –contestó Lorenzo, lleno de alegría; por favor, dame el huevo.

–¡Oh! pensé que primero harías el rastrillaje; pero, si deseas tenerlo, te lo daré; puedo confiar en ti… no en­ga­ñarás a una anciana a quien mucho le cuesta tal trabajo.

–No, seguro que no, María. Por favor, dame el huevo ahora.

Por un momento pareció indecisa, luego se volvió y desapareció detrás de la puerta. Lorenzo esperó lleno de impaciencia. ¿No se arrepentiría la anciana? No, unos minutos más tarde volvió con el huevo envuelto y muy calentito.

–¡Aquí tienes, muchacho, es uno grande!

–¡Gracias, gracias! Salió corriendo alegremente. La anciana se quedó mirándolo, sacudió la cabeza y dijo a media voz: ¡Mi lindo huevo! ¿Cumplirá su palabra el muchacho?… Pero ya era demasiado tarde; el trato había sido hecho. María cerró la puerta, rezongando.

La luna brillaba en el cielo como una pequeña hoz. En la aldea todo estaba silencioso y Lorenzo se fue lentamente a casa. Pese a que ya estaba envuelto el huevo de gansa, para mayor seguridad lo envolvió también en su pañuelo. De la ventana de los Molinos salía una luz débil; seguramente su madre estaba sentada ante la chimenea e hilaba. Ella no iba a impedirle su propósito. Lorenzo se fue rápidamente a la escalera que estaba apoyada contra el techo de paja, tal como a mediodía, muy cerca del nido de las cigüeñas. Con cuidado subió peldaño a peldaño y llegó arriba. Mamá cigüeña había extendido su plumaje y, metido su pico entre las plumas, dormía. Su esposo también dormía, parado sobre una pata al final del techo. Lorenzo se sentía bastante oprimido en la oscura soledad. Las estrellas centelleaban, el viento nocturno pasaba suavemente por encima del techo y un murciélago se deslizó a su lado. Así como lo había hecho a mediodía, Lorenzo observó a su alrededor. ¡Ahora qué distinto parecía todo! Pero no era cuestión de pensarlo mucho; se armó de coraje y con audacia sacó un huevo de debajo de la cigüeña y colocó el de gansa en su lugar. El asunto era menos difícil de lo que había creído. La mamá cigüeña abrió los ojos un instante, extendió su pico, pero se volvió a dormir y Lorenzo bajó con el huevo de cigüeña. Lo enterró en el jardín para que nadie lo notara. ¿Saldría bien el asunto? El chico no se sentía muy tranquilo, pero ya estaba hecho y debía esperar.

 *  *  *

Cuando Guibal hubo terminado el arreglo del techo, sacó la escalera. Lorenzo no había pensado para nada en eso. Se asustó mucho. ¿Cómo iba a buscar ahora su gansito cuando naciese? Que nacería, no lo dudaba en absoluto.

Sí, nació. El muchacho más o menos pudo sacar la cuenta de cuándo sucedería eso; y una mañana notó que algo inhabitual ocurría en el techo. Su madre estaba en el campo, fuera de la aldea, y él de pie en el jardín, fijos los ojos en el nido de las cigüeñas.

Papá cigüeña estaba delante de su señora y crotoraba furioso, de manera muy distinta a otras veces en las que todo ocurría sin novedad. No podía tranquilizarse y, finalmente, salió volando, encolerizado. La mamá cigüeña esta­ba muy quieta en el nido; apenas si Lorenzo podía ver algo de ella. El sol brillaba; ni una nubecita se veía en el cielo azul.

¿Si papá cigüeña no volvía? El tiempo le pareció largo al chico. Pero, de pronto, un zumbido y tres, cuatro, cinco cigüeñas extrañas que acompañaban al padre se precipitaron con sus largos picos sobre la pobre madre. Era imposible que ella soportara esto mucho tiempo. ¡Oh, si Lo­renzo no hubiese puesto el huevo extraño en el nido…! pues seguramente esa era la razón del extraño comportamiento de las aves, las que volvieron a crotorar fuerte y continuamente, hasta que salieron volando. Entonces todo quedó en silencio como antes en el techo; pero de la señora cigüeña no se veía nada desde el jardín, ¡nada! ¿Qué pasaría? ¿Estaría muerta? Le dio pánico al muchacho y, sin pensarlo mucho, corrió a la casa de Guibal. Este se hallaba junto a sus abejas.

–Maestro Guibal… las cigüeñas… el huevo de ganso… ¡Oh, por qué lo habré hecho…!

Estalló en llanto y casi no podía hablar de tanto sollozar. Por fin, con frases entrecortadas, contó lo que le había sucedido. El techista puso una cara muy seria y dijo: –Sí, eso no deberías haberlo hecho, muchacho; ya muchas veces experimenté que algo así salía mal.

–¡Oh, maestro Guibal! ¿Qué haremos ahora?

–¿Hacer?… La cigüeña ha de estar muerta.

Un nuevo sollozo del chico. Entonces preguntó tímidamente: –¿No podríamos ir a ver?

–Bueno, si de algo sirve… ¿Piensas que me causa mucho placer llevar la pesada escalera hasta tu casa?

–Señor Guibal, por favor, por favor… no se puede saber… quizá la mamá cigüeña viva todavía… ¡o por lo menos el gansito!

–¡Ah, ah! a eso quieres llegar, muchachito. Bueno, por ser tú, ¡ven!

Se fue a casa, se puso la ropa de trabajo y, ayudado por Lorenzo, llevó la escalera al lugar del accidente. Subió lentamente, mientras el niño, con afiebrada excitación, siguió cada uno de sus movimientos. Ahora el techista estaba arriba; se agachó sobre el nido. Tardó un rato hasta que se dio vuelta y exclamó: –¡La vieja está muerta!

Lorenzo no atinaba a decir ni una palabra. Estaba como arraigado, hasta que notó que el maestro Guibal se preparaba a bajar. El techista colocó sus pies con mucho cuidado en los peldaños y sostenía algo envuelto en su pañuelo. Ahora estaba abajo.

–¡Toma, muchacho! Le puso en la mano un suave gansito amarillo que audazmente volvía su cabecita de un lado a otro.

¡Cuánto había pensado Lorenzo en ese momento, y ahora no podía alegrarse. Por fin preguntó: –Maestro, el polluelo de la cigüeña… ¿dónde está?

–También muerto; la vieja lo aplastó.

La pena en el corazón de Lorenzo au­mentaba cada vez más. ¡Oh! si por lo menos su madre estuviese ahora, para que él pudiera contarle todo. Pero por allí atrás la vio venir. Corrió hacia ella; tenía que decirle lo que pesaba tanto en su corazón.

Mamá Molinos se sentó a la mesa y atrajo a su hijo hacia ella. Pasó un rato hasta que Lorenzo se tranquilizó un poco. Ella le acarició cariñosamente la cabeza y por fin él pudo contarle todo, desde la noche en que María le había dado el huevo de ganso hasta ahora, y terminó diciendo: –¡Oh! mamá, te aseguro que no lo hice con mala intención. Su madre lo sabía y trató de tranquilizarlo, pero al principio no lo consiguió. El único consuelo del muchacho era el animado gansito.

Lorenzo se fue otra vez afuera. El maestro Guibal había subido de nuevo por la escalera y traía a la madre cigüeña y su polluelo. Lorenzo enterró a ambos debajo del cerezo, detrás de la casa. Con tristeza miró hacia el nido; estaba vacío y quedó vacío durante todo el verano.

Los Molinos habrían extrañado aun mucho más a sus buenos amigos sobre el techo si no hubiesen tenido el gansito. Este tenía un rincón en la habitación. Lorenzo se ocupaba diariamente en traerle ortigas frescas. La buena molinera le daba cada tanto un puñado de salvado. Toda la aldea se interesaba por el bienestar de la pequeña gansa, hasta que ya no fue amarilla, sino gris y blanca. Su hermosura desapareció por un tiempo –eso todos lo sabían–, pero pronto volvió.

–Es de buena clase –decía María cada vez que encontraba a Lorenzo–, verás que tendrán suerte.

La anciana tenía razón. Al año siguiente, la gansa grisácea empezó a poner huevos desde temprano: doce lindos huevos blancos, y todos dieron polluelos. ¡Qué excitación fue esa! La alegría de Lorenzo era enorme. Tan solo era turbada cuando él miraba hacia arriba, al nido vacío.

Pero, un día, dos jóvenes cigüeñas dieron vueltas alrededor del nido y, después de animadas consultas, se posaron en él.

–¡Mamá, mamá! Tenemos de nuevo cigüeñas sobre el techo. Sin aliento, Lorenzo se precipitó a la habitación. Una sonrisa pasó por la cara de la señora Molinos, quien se apresuró a salir. Contenta, le sonrió a su hijo.

–¿Ves, hijo mío? Dios puede arreglar todo lo que nosotros hacemos mal. ¿No nos bendijo ya a menudo y abundantemente?

–Sí, mamá –dijo Lorenzo–, y el año que viene tendremos dos viejas gansas y veinte o quizá veinticuatro gansitos; María también lo afirma.

–Veremos, hijo mío, veremos.

–Sí, veremos, mamá, todavía vamos a ser gente rica.

–Ya lo somos, más que miles de personas. Nosotros conocemos a nuestro grande y bondadoso Dios y Padre en el cielo y estamos satisfechos; yo no cambiaría mi suerte por la de nadie.

–Mamá, yo tampoco –aseguró Lorenzo. Es decir –agregó después de un rato–, desde que tenemos gansitos.