Siempre alegre - Vol. 2

Nueve cuentos para niños y jóvenes

Max, el gallina

–¡Gallina! ¡Max, el gallina! ¡Max, eres un gallina! –resonaba graciosamente desde el bosque.

Por el camino que conducía a la casa del guardabosques se acercaban algunos niños –cuatro varones y dos niñas– acompañados por dos perros de patas torcidas que ladraban. Eran los hijos del guardabosques. El mayor de ellos, un muchacho corpulento de quince años, llevaba una escopeta sobre el hombro. Muy cerca, a su lado, trotaba el menor de la compañía, un niño rubio de cinco años, quien arrastraba, pavoneándose, un cuervo recién cazado.

Un poco detrás del grupo iba un muchacho de unos diez años, con la cabeza gacha y los ojos llenos de lágrimas. Este era Max, el gallina; eso ya podía verse en las miradas socarronas que le echaban sus hermanos. En ese mismo momento también comenzaron a cantar una improvisada cancioncilla burlona que había compuesto Jorge, el mayor:

Gallinas todas: venid
y mirad a vuestro hermano;
pero no pongáis rostro enojado,
pues tendría miedo ¡el pobre infeliz!

Ello se debía a que poco antes Max había vuelto a taparse los oídos y poner cara asustada cuando Jorge le había disparado al cuervo. Siempre hacía lo mismo cuando sonaba un tiro cerca de él; y una vez también se había echado a correr. No era capaz de dispararle ni a una lata. Por eso siempre le escarnecían y se reían de él, especialmente cuando sus hermanos mayores, Jorge y Pablo, estaban en casa durante las vacaciones del colegio secundario.

–¿Y tú pretendes ser hijo del guardabosques? –así se habían burlado de él más de una vez. ¡Eres un cobarde y deberías avergonzarte! ¡Mira a Mina y Ana! Solo son chiquilinas, pero tienen más valor que tú.

Ana tenía dos años menos que Max, pero no movía ni un párpado cuando sonaba el tiro, y se reía cuando su hermano ponía cara asustada y se tapaba los oídos.

Max no se sentía para nada a gusto entre sus hermanos tan emprendedores. Prefería ir por sus propios caminos y a menudo vagaba solitario durante horas por el bosque, solo acompañado por Héctor, su fiel perro; juntaba bayas y hongos y volvía a casa con un ramo de flores del bosque para su madre y con sabrosas hierbas o plantas medicinales. Por eso también le decían «el viajero descubridor», «el investigador de la naturaleza» y «el explorador». Pero la esposa del guardabosques siempre lo protegía y decía a menudo: –Si no tuviésemos a Max, no tendríamos hongos ni bayas para comer y pocas veces habría flores en el florero.

Los hermanos mayores preferían meterse las bayas en la boca en lugar de juntarlas y, cuando debían buscar hongos, se subían a los árboles y metían sus narices en los nidos de los cuervos o corrían durante horas tras una urraca para descubrir su nido.

Max era un muchacho raro. Podía pasarse horas sentado al sol en el brezal, mirando el cielo azul o escuchando el canto de los pájaros. El murmullo de los altos pinos y abetos le contaba maravillosas historias. Allí estaba con los ojos abiertos bajo los gigantes del bosque y miraba el mar de agujas encima de él y soñaba… soñaba…*

Cuando sus hermanos lo encontraban así, en seguida comenzaban con sus bromas y le preguntaban si escuchaba cómo crecía el pasto o si hacía poemas para los pinos. De manera que Max se había visto impulsado a buscarse un escondite en el que nadie pudiese molestarle. Encontró un lugar, no abajo en el suelo, sino arriba en las ramas de un viejísimo roble. Este no era muy alto, pero tenía una copa muy tupida. En una de sus nudosas ramas, Max encontró un cómodo asiento. El roble estaba a la orilla del bosque, desde donde se podía ver todo el campo y el prado hasta la casa del guardabosques. Para poder subirse rápidamente se hizo fabricar por el viejo criado Diego una pequeña escalera, a la que él levantaba tras sí cuando estaba arriba. Desde abajo nadie podía reparar en él y a menudo la horda salvaje pasaba corriendo bajo su escondite sin imaginarse que Max se hallaba arriba, en la cima del árbol.

También hoy se había escabullido nuevamente hasta allí. Apoyó su mejilla en la corteza del roble y susurró: –¡Oh, amado Salvador! ¿Por qué soy tan cobarde? Ciertamente mis hermanos tienen razón, pero yo no lo puedo remediar. Con­cédeme la gracia de que yo también sea tan valiente como ellos y que no tenga miedo cuando disparen un tiro. Permíteme que alguna vez sea especialmente valiente y que pueda llevar a cabo una gran hazaña. Después de un rato, cuando se sintió un poco más tranquilo, siguió orando: –Pero también sabes que soy tu cordero y que tú eres mi buen Pastor. Yo sé que me amas y desearías que yo te siguiera. Querría parecerme a ti. En cuanto a eso del miedo… si eso ha de cambiar, ¡ayúdame tú…!

Entonces miró hacia la casa. Allí estaba, apacible entre los árboles frutales; el humo subía verticalmente de la chimenea y el sol del crepúsculo parecía arder en las ventanas. Su madre estaba sentada en la galería, ocupada con su labor. Ni se veía a sus hermanos.

A su alrededor reinaba un profundo silencio; Max solo oía el murmullo del arroyito que cruzaba el prado. Un pájaro estaba posado en la rama más alta del roble y cantaba con brío su melodía del atardecer. Max se quedó sentado así mucho tiempo; nada interrumpía la paz del bosque.

De repente, el muchacho se levantó y escuchó, intrigado. Percibió un suave crujido. ¿Sería algún animal salvaje que salía de la espesura del bosque para pacer en el prado? Con gran atención espió hacia abajo. Allí…, pero no, si ese era un hombre que se comportaba extrañamente. Se agachaba cada vez más a medida que llegaba a la orilla del bosque, se deslizaba rápidamente de un árbol a otro, se quedaba quieto, miraba temeroso hacia atrás, escuchaba ansioso hacia todos lados, como si deseara que nadie le viera. Cerca del viejo roble se quedó quieto y se agachó.

Ahora Max pudo ver su cara y se asustó. Conocía al hombre, aunque hacía mucho que no lo había visto. ¡Ese era Puentes! La última vez que Max lo había visto era llevado por dos policías, pues lo habían encontrado cazando furtivamente. Ya hacía mucho que el guardabosques lo había rastreado cuando al fin consiguió sorprenderlo con las manos en la masa. Puentes había sido condenado y mandado a la cárcel por un tiempo, donde pudiera reflexionar acerca de sus malas acciones, cuya lista era larga. En seguida Max reconoció al malvado, aunque ahora tenía el pelo muy corto y ya no usaba barba.

Un terrible temor se apoderó del muchacho. El hombre ¿se había escapado de la cárcel o había sido liberado? ¿Qué querría aquí, cerca de la casa del guardabosques? ¿Cazar de nuevo o…? Sí, el hombre actuaba como si quisiera vengarse del guardabosques. Max empezó a temblar. Casi se descompuso y firmemente se aferró a una rama del roble para no caerse del árbol. Pero no debía moverse ni hacer el menor ruido, si no todo habría terminado para él. ¡A ese Puentes se lo sabía capaz de cualquier cosa!

El inquietante hombre se acurrucó en el suelo y miraba sin cesar hacia la casa. Una vez levantó sus puños y murmuró unas maldiciones.

El sol bajaba allí, detrás del bosque, y al despedirse bañó todo el paisaje con un dorado luminoso. De los co­rrales partían los fuertes mugidos del ganado y la criada caminaba con humeantes baldes por el patio para alimentar a los animales. La madre entró en la casa. Max sabía que ahora prepararía la cena; luego todos se sentarían a la mesa y se extrañarían a causa de su ausencia, preguntándose dónde estaría él, siempre tan puntual. ¿Cuánto tiempo debería aguardar todavía allí arriba?

Su madre salió por la puerta y llamó con voz clara: –¡Max! El muchacho tuvo que contenerse para no responder. El corazón le latía fuertemente; pensaba que el hombre ahora iba a mirar hacia arriba y descubriría su escondite. Pero, en cambio, se acurrucó cada vez más en el suelo.

De repente, Puentes se levantó maquinalmente. El guardabosques había salido de la casa con la escopeta al hombro. Dijo algo al salir, y con largos pasos se fue rápidamente hacia los pinos. Max sabía que su padre iba a cazar y el camino que tomó conducía a la laguna rodeada de espeso cañaveral. Allí, de noche, los animales del bosque salían para pacer.

Cuando el guardabosques desapareció tras los árboles, el cazador furtivo se internó a largos trancos en el bosque. Max creyó que se dirigía a la aldea, pero, en cambio, volvió. Ahora llevaba una escopeta que había tenido escondida en algún lugar del bosque. Una vez más espió hacia todos lados y siguió al guardabosques en dirección a la laguna.

Apenas hubo desaparecido, Max bajó apresuradamente del árbol y corrió hacia la casa. El temor por lo que podía pasarle a su padre casi lo enloqueció. Puentes seguramente quería matarlo. Pero ¿qué podía hacer él para impedirlo? No podía cambiar nada, él, ¡el «cobarde»!

Al llegar a la puerta del patio, Héctor, el perro, le saltó encima. Entonces Max supo lo que tenía que hacer. Corrió hasta la perrera ante la cual se hallaba atado Rex, el gran perro de caza. En un abrir y cerrar de ojos lo soltó y llamando «¡Héctor, Rex, aquí!», salió disparando con los perros hacia afuera del patio.

–Gallina ¿adónde vas tan rápido? –se oyó decir de todos lados, y la madre, que lo había visto, también lo llamó. Max apenas pudo exclamar unas palabras: –¡Papá… la laguna… Puentes… lo matará! –y salió co­rriendo.

El camino a la laguna era angosto y serpenteaba entre los pinos. Max no se permitió ninguna pausa; como enloquecido corrió y corrió. La camisa se le pegaba al cuerpo y su respiración era espasmódica.

El bosque había empezado a ser oscuro y lóbrego. Aquí y allá algo crujía; la mayoría de las veces eran animales asustados que emprendían la huida. Entonces Max se estremeció; creyó que era Puentes y con más firmeza sostuvo el collar de Rex. En cualquier momento podía sonar un tiro, el tiro que mataría a su padre. –¡Oh, Dios, no lo permitas! ¡Guárdalo!

Allí estaba la laguna. Alrededor de ella el suelo estaba húmedo y desparejo. Espesas plantas de arándano y largos pastos parecidos a cañas cubrían el suelo; en medio crecían altos helechos, de manera que Max no podía ver a más de tres pasos delante de él.

De repente, Rex empezó a gruñir, furioso, y ambos perros dieron unos poderosos saltos en el espeso matorral, de manera que el perro de caza volteó a Max al soltarse el collar de su mano. Pero rápidamente Max se puso de pie y se esforzaba en pasar por el matorral, corriendo tras los perros que ladraban.

Un súbito temor se apoderó de él. Pocos metros delante, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, estaba Puentes de pie, defendiéndose con la culata de su escopeta de los perros que le atacaban. Max se dio vuelta en dirección a la laguna y gritó: –¡Papá, papá! Ven pronto aquí, ven…

–Ya vas a ver tú, bastardo –masculló Puentes y levantó la escopeta. Entonces Héctor saltó hacia él y le atrapó el brazo. Pero ya había sonado un tiro. Max sintió un dolor punzante en su costado izquierdo y algo caliente corrió a lo largo de su pierna. Perdió el sentido y se desplomó.

Con sordos gruñidos, Rex saltó sobre Puentes y lo tiró al suelo, haciéndole perder su escopeta. Ahora el hombre estaba tendido en el suelo húmedo; sobre su pecho sintió dos fuertes patas delanteras y muy cerca de su cara lo amenazaban los dientes del perro. Sabía que estaba preso; bastaba un movimiento y el perro lo mordería. Por eso no se animó a moverse. También Héctor estaba cerca y gruñía amenazadoramente.

Se oyó el crujido de ramitas. Era el guardabosques que se acercaba rápidamente. Horrorizado miró a su hijo. Al cazador furtivo solo le echó una mirada, le dio una corta orden al perro, se agachó sobre Max y lo levantó cuidadosamente para ver su cara pálida como la nieve.

–Mi hijo, mi hijo querido –gimió él. Precipitadamente abrió la camisa y el pantalón de su hijo y revisó la herida. Su cara se aclaró de nuevo. –¡Gracias a Dios, es solo una herida superficial! –y respiró aliviado.

Desde la casa se oía ladrar a los perros. Ahora también se oía llamar: –¡Max, Max! ¿Dónde estás?

–Aquí –respondió el guardabosques, y en seguida llegaron Jorge, Pablo y el cazador ayudante con dos perros salchichas. Cuando Max había salido corriendo con Rex y Héctor hacia el bosque, su madre había enviado al ayudante tras el muchacho. Max, con su cara asustada y su extraño proceder, la había preocupado. Jorge y Pablo se habían juntado al ayudante, al igual que ambos perros.

En pocos minutos maniataron a Puentes. Apenas se podía apartar a Rex de su lado, y así y todo el perro seguía gruñendo. Jorge se colgó la escopeta de Puentes al hombro y el padre tomó en sus brazos a su hijo herido. A Pablo se le ordenó que se adelantara para tranquilizar a la madre.

La oscuridad del bosque disminuyó, una luz plateada iluminó el angosto sendero. La luna había salido y su brillo también inundaba la casa cuando la pequeña caravana por fin se alejó del bosque. La madre estaba junto al portón del jardín.

–Ana, no debes preocuparte –dijo el guardabosques. Dios evitó cosas peores. Realmente solo se trata de una herida superficial que pronto sanará.

Poco después, el viejo criado enganchó el caballo al coche para llevar al prisionero Puentes a la ciudad del distrito. El ayudante de caza y un policía se sentaron a su lado. A la vuelta, en vez del cazador furtivo, Diego tenía otro viajero, un señor con lentes de oro: el médico.

Más tarde, cuando este abandonó la casa, la madre ya estaba absolutamente tranquila. Max no corría peligro. La bala había rozado el muslo izquierdo. Más que esta herida le habían acosado el temor y la excitación. Ahora estaba tendido, pálido y exhausto, sobre las blandas almohadas. Los hermanos mayores ardían de curiosidad por averiguar algo sobre la aventura, pero la madre puso su dedo sobre la boca y los envió afuera. Debían, pues, tener paciencia hasta que Max pudiese contárselo más tarde.

Pero ya se imaginaban cómo había sucedido todo, y cuando Jorge y Pablo se acostaron arriba, en su buhardilla, Pablo preguntó, extrañado:

–¿Sabes? Yo no habría creído que el gallina fuese capaz de tener tanto valor.

–Sí –dijo también Jorge–, no es poca cosa enfrentarse con un tipo que no piensa mucho antes de disparar con la escopeta y al que no le importa si apunta a una liebre o a un hombre. No sé si yo habría tenido tanto ánimo como Max.

–¡Max es verdaderamente hijo de guardabosques! Qué extraño que se tape los oídos cuando suena un tiro. Pero ahora estoy seguro de que eso no es señal de cobardía.

–Nunca más vamos a llamarlo gallina –exigió Jorge, y se lo propusieron firmemente.

Abajo, en el dormitorio, su madre estaba recostada con los ojos abiertos. Se encontraba demasiado conmovida como para dormirse. Tenía que pensar cuán diferentemente podría haber sucedido todo. Dios, ¿no les había concedido mucha, mucha gracia? Se levantó y silenciosamente se acercó a la cama de Max, se arrodilló y agradeció a su Padre celestial una vez más con un corazón desbordante de gratitud por la misericordia y la bondad que él les había demostrado a todos, y especialmente a su pequeño Max.

*  *  *

Después de algunos días, Max tuvo que declarar ante el tribunal. Sus padres habían dado su consentimiento, pero, como Max no estaba restablecido todavía, los funcionarios de la Justicia acudieron a su casa y él tuvo que contarles todo. Cuando hubo terminado, el juez le acarició la cabeza y la mejilla y le dijo: –¡Eres un muchacho arrojado, un valiente!

Fuera, junto a la ventana abierta, estaban sus hermanos; no querían perder palabra de la importante conversación. Jorge le dio un golpe en las costillas a Pablo y susurró: –¿Oyes? ¡Un muchacho arrojado, un valiente! ¿Habrá sabido el juez que lo llamábamos «gallina»? Por supuesto que algo había oído. La señora del guardabosques se lo había contado.

Desde entonces todo cambió. Cuando después de un tiempo –Max ya estaba totalmente repuesto– el pequeño Federico le llamó burlonamente «gallina», recibió una sonora cachetada de su hermano Jorge. –Eso no se dice más –le dijo. Federico no lo olvidó.

Además, los hermanos mayores eran muy amables y atentos con Max. Pasaban junto a su «roble» con cierto respeto, y cerca de la laguna donde Max había sido herido, levantaron un monumento: un poste con un pizarrón de madera escrito con letras negras, el que atestiguaba el valeroso comportamiento de Max. Cuando el guardabosques lo vio, tuvo que reírse satisfecho.

En el diario del distrito se publicó una larga información sobre la hazaña del hijo del guardabosques. Jorge la recortó y la colocó en su carpeta de clase. Al volver al colegio después de las vacaciones, leyó el recorte a toda la clase.

Max se extrañaba a menudo de que se hiciera tanto alboroto a ese respecto. Cualquier muchacho seguramente habría hecho lo mismo. Y poco a poco estuvo más consciente de una cosa: seguiría pidiendo a su Salvador que lo hiciera más valiente y le quitara el miedo que a menudo no tenía razón de ser. Pero había algo que no le iba a pedir más: ¡cumplir una gran hazaña! En vez de eso, en lo sucesivo su deseo y oración sería que confiara más en su Salvador. Así, también todo lo demás se arreglaría.