El prado del bosque
Sonaron las doce menos cuarto en el viejo reloj de la torre de la iglesia de la aldea. Como electrizados, los muchachos y muchachas del cuarto grado dieron vuelta la cabeza hacia la ventana para convencerse de que las gastadas manecillas estaban indicando realmente las doce menos cuarto; este era, pues, el último cuarto de hora anterior a las vacaciones. Quedarse sentados tranquilamente les resultaba cada vez más difícil y las muchas piernas debajo de los bancos apenas si podían permanecer quietas; se arrastraban y pataleaban; habría habido un terrible barullo de no haber estado descalzas. El anciano maestro sonrió y cerró su libro. En ese corto tiempo antes de las vacaciones ya no se habría podido hacer entrar más sabiduría en la pequeña compañía sedienta de libertad. Se levantó de su silla y se acercó a los niños, miró cariñosamente a un chico pelirrubio y le preguntó:
–Francisco, ¿tienes algún plan especial para las vacaciones?
–Nosotros queremos arreglar nuestro jardín y construir una glorieta de pino; allí crecerán enredaderas –informó Francisco.
–Eso me gusta –dijo el maestro–, ese es un verdadero trabajo de vacaciones. Y esta vez no van a tener deberes para la escuela. Y ahora, tú Enrique y tú, María, y todos ustedes, ¿qué piensan hacer en los días libres?
Entonces los niños contaron cuáles eran sus proyectos. Muchos querían ir a juntar bayas o ayudar en el campo y en la cosecha, pues eran niños de la aldea. Algunos querían ir a la propiedad del conde para cuidar los gansos y las ovejas; ésos eran los más pobres, quienes se habían propuesto ganar algo. El maestro habló con cada uno y participó de los muchos planes. Su clase había ganado su corazón; conocía a todos los niños desde pequeñitos.
–¿Y tú, Guillermo? –dijo a su mejor alumno, un muchacho de ojos claros, de nueve años, quien se diferenciaba de los otros por usar un traje de paño verde oscuro. Seguro que tus padres te habrán preparado algo muy especial por tus buenas calificaciones…
El niño asintió, contento. –Sí, me permiten ir a Berlín, a casa de mi tío.
¡A Berlín! ¡A la poderosa gran ciudad! Los ojos azules brillaban ante esa perspectiva.
–Alégrate –dijo el maestro. Seguramente eso será hermoso. A mí también me gustaría viajar contigo y observar todo allí durante unos días. Bueno, nosotros todos nos alegramos, pues cuando vuelvas podrás contarnos muchas cosas. Sí, estás irradiando alegría; por cierto eso es algo muy especial. Pero también pienso que en esa gran ciudad de millones de habitantes hay muchos miles que darían gracias a Dios si les fuese permitido vivir algunas semanas en nuestra pacífica y pequeña aldea. Así es de diverso todo en este mundo. ¿Qué piensan ustedes que hacen los habitantes de las grandes ciudades en sus vacaciones? No pueden construir una glorieta ni ayudar en la cosecha.
–Viven durante el verano en alguna hostería… –dijo, alegre, el hijo del hostelero.
–Y ello le trae dinero al hostelero, ¿no es así, Gustavo? –dijo, sonriendo, el maestro. Pero son muy pocos los de las grandes ciudades que se lo pueden permitir. La mayoría no tiene el dinero necesario para hacerlo. Allí hay muchos niños pálidos; día tras día viven en casas interiores, oscuras y, por lo general, su lugar para jugar es un patio angosto y sombrío. A estos niños les falta lo más necesario, lo que tienen aun los más pobres de nosotros: aire puro y sol…
Así el último cuarto de hora pasó rápidamente. El reloj dio las doce, el maestro oró con los niños, le dio la mano a cada uno y en un instante el aula quedó vacía.
Guillermo, el hijo del guardabosques, tenía el camino más largo para llegar a su casa, pues era el único que no vivía en la aldea, sino a media hora de distancia, junto al alto bosque de pinos, en una hermosa casa con un tilo cerca de la puerta de entrada.
Cuando tomó la curva del camino que iba al bosque, desde lejos vinieron corriendo hacia él dos hermosos perros de caza de color castaño. Saltaron ladrando sobre el muchacho. Él acarició cariñosamente sus inteligentes cabezas de pelaje corto. –Tarsán, Bella, ¡no sean tan salvajes! Esta tarde tendré tiempo para ustedes, pues no hay clase –les prometió Guillermo, y corrió una carrera con ellos hasta la casa. Su madre ya estaba en la puerta, esperándole. Él no tenía hermanos, por eso casi siempre estaba solo para jugar; pocas veces los muchachos de la aldea venían a visitarle, porque estaba bastante alejado. Por eso más que nada sus compañeros de juego eran los dos perros y un ciervo domesticado que el padre había traído herido a casa cuando el animal era todavía muy joven. Guillermo también tenía bonitos conejos de pelaje blanco y gris azulado y otros más grandes de color pardo que dejaban colgar sus orejas y parecían liebres. Así el tiempo no se le hacía tan largo pese a la soledad.
Al llegar, Guillermo saludó a su madre: –¡Estoy hambriento como un oso! ¿Qué hay de comer?
Su padre ya estaba sentado a la gran mesa de roble.
–Holá muchacho, ¿estás de vacaciones? –preguntó él.
–Sí, papá, y no tengo ningún deber para la escuela –dijo Guillermo, radiante, y se sentó a la mesa. Después de la oración dicha en alta voz y una vez aplacada el hambre, él comenzó a hablar de la última hora de clase y de lo que el maestro había dicho acerca de algunos niños de las grandes ciudades, quienes apenas podían ver algo de verdor, que vivían en casas oscuras y tenían aspecto pálido y enfermizo.
–Sí, es verdad –dijo la madre–, no sabemos apreciar qué bien estamos.
–Mamá, cuando encuentre en Berlín algún chico que nunca haya estado en el bosque y no haya recogido bayas y flores, ¿me permites invitarlo a pasar un par de semanas con nosotros aquí? Hemos aprendido la semana pasada este versículo: “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”.
–Por cierto que te lo permito. Pero, ¿será posible? Seguro que los niños de Berlín tienen épocas de vacaciones distintas de las nuestras aquí, donde debemos atenernos al tiempo de la cosecha.
Después de comer, el padre se levantó apresurado. –Tengo que irme; los leñadores me están esperando. ¿Estás contento por el viaje en tren que harás mañana, Guillermo?
–No sé si está bien que dejemos viajar solo al chico –dijo la madre, preocupada.
–¡Oh! pero Guillermo ya no es más un niñito y se alegra de poder viajar solo. Poco a poco debe aprender a orientarse; además, tiene una boca para preguntar si no sabe cómo seguir, ¿no es así, Guillermo? Te bajas en Berlín, en la estación «Calle Federico» y el tío Ricardo te espera allí. Eso ya lo hemos arreglado exactamente.
–No tengo miedo –aseguró Guillermo–, y si alguna vez no consigo orientarme pregunto a un revisor.
–Así es correcto –aprobó el guardabosques.
La madre quitó las cosas de la mesa con la ayuda de Guillermo. Seguidamente ambos subieron al pequeño dormitorio del chico para preparar su valija. Su madre ya lo había ordenado todo. Guillermo le alcanzaba la ropa y ella la ponía en la valija. Mientras tanto, ella le recomendó cómo debía comportarse en casa de sus tíos. –Ante todo, cuídate siempre cuando caminas por las calles de mucho tránsito. No es como aquí, en el campo. ¡Oh! ella se preocupaba mucho por su hijo, quien por primera vez se separaba de ella por un tiempo tan largo. Guillermo asentía a todo lo que le decía su madre, al tiempo que colocaba en la valija unas cuantas cosas que deseaba llevar consigo a Berlín. Cuando se fue a la cama esa noche, tardó mucho en dormirse. Mañana, mañana temprano… ¡por fin partiría!
Llegó la hora de la despedida. Guillermo abrazó a su madre, dijo adiós al anciano leñador, a sus animales –ciervo, perros y conejos– y alegremente subió al pequeño coche de dos asientos que lo llevaría a la estación. Su padre lo sentó junto a él en el asiento del cochero y, como lo había hecho antes la madre, exhortó a su hijo a comportarse bien y a escribir pronto una tarjeta postal. –Te extrañaremos mucho –agregó el padre.
En el andén casi no tuvieron que esperar. Ya llegaba el tren. Guillermo tomó su valija y el billete, se despidió rápidamente de su padre y en seguida salió el tren. Primero tuvo que disimular unas lágrimas al ver cómo se achicaba cada vez más su padre, quien lo saludaba con la mano, y cómo de repente solo había gente desconocida a su alrededor; pero pronto se puso a mirar por la ventanilla el rápido paso de bosques, campos, pueblos y ciudades. ¡Al final era hermoso viajar!
* * *
–¡Berlín! –anunció en el pasillo el revisor después de varias horas de viaje y abrió las puertas del vagón. Rápidamente Guillermo tomó la valija y saltó al andén. El tren siguió su viaje.
Eran las nueve de la noche. Guillermo miró alrededor en busca del tío Ricardo, pero no lo vio por ninguna parte. Tímidamente preguntó a un señor desconocido si esa era la estación «Calle Federico», de Berlín. –¡No, jovencito! –fue la respuesta–, deberías haber seguido hasta la próxima estación. En Berlín estás, pero no en la estación correcta. Vé y toma allí enfrente el tranvía, así llegarás más rápido allá.
Por el susto que se llevó, Guillermo se olvidó de agradecer la información. Se había equivocado al bajar por no haberse asegurado antes si esa era la estación correcta. ¿Qué hacer ahora? Viajar a la estación «Calle Federico» no tenía sentido; el tío Ricardo ya se habría vuelto a casa al ver que Guillermo no había llegado en el tren indicado. Por lo tanto, tenía que buscar él mismo la casa del tío y preguntar continuamente. Con decisión bajó las anchas escaleras de la estación, encontró la salida y llegó a una gran plaza donde había numerosos carruajes y varios tranvías. Un buen rato el muchacho se quedó parado y maravillado; ni se había imaginado un tránsito tan animado. Entonces prosiguió su camino. Ya oscurecía y por todas partes se encendían las luces. Guillermo se sentía completamente abandonado. No se animaba a preguntar a la gente que pasaba.
–¿Quiere comprar fósforos, joven señor? –oyó que le decía una voz infantil. Una niñita estaba de pie ante él. –La cajita solo vale diez peniques; ¡cómpreme! –rogó ella de nuevo y le alcanzó una cajita.
Guillermo se detuvo y respondió: –Te compraré tres cajitas y te regalaré diez peniques más si me llevas a la calle Blucher; soy un extraño aquí en Berlín.
–Me quedan todavía cinco cajitas y primero debo venderlas todas; de otra manera no puedo volver a casa. Si no las vendo todas, me pegan.
Guillermo reflexionó. –¿Encontrarás la calle Blucher? –preguntó.
–¿Esa? ¿Cómo no encontrarla? Si allí vivo yo también, abajo, en el sótano de los Ebert. Espérese un poco hasta que haya vendido las cajitas, entonces voy a casa y le llevo a usted por diez peniques extras.
–Dame el resto –dijo Guillermo, decidido. Te las compro todas. Ven nomás, el dinero te lo daré apenas lleguemos. Sesenta peniques, pues.
La pequeña asintió conforme. –La valija la llevo yo, joven señor.
–¿Mi valija? ¿Por qué? ¡Soy más grande y fuerte que tú! Pero por eso no necesitas decirme «usted», pues no soy ningún señor, yo soy Guillermo; mi padre es guardabosques. ¿Cómo te llamas tú?
–Lore –contestó la pequeña, caminando de prisa al lado de Guillermo. Lo llevó por varias calles y plazas, más lejos, siempre más lejos y el muchacho estaba preocupado, preguntándose si Lore no estaba perdida. Por fin ella se detuvo y, señalando hacia adelante, dijo: –Esta es la calle Blucher. ¿Qué número buscas?
Guillermo indicó el número de la casa del tío Ricardo.
–Eso queda algo más allá. De todas maneras, voy contigo hasta allí. Vivo también allí atrás –explicó Lore.
Unos minutos más tarde se hallaron ante la puerta de la casa del tío Ricardo. Enfrente, en diagonal, vivía Lore. Ella señaló las dos ventanas del sótano y dijo: –Allí vivo yo.
–¿Tus padres te dejan salir hasta estas horas de la noche? –preguntó el chico.
–Yo no tengo padres –contestó Lore–, y a Medina le da igual a qué hora llego; tan solo debo vender mis cajitas de fósforos.
–¿Quién es Medina? –quiso saber Guillermo.
–Bueno, es el hombre con quien vivo. Desde que murió mamá estoy allí para poder comer y tener un techo. Pero cuando vivía mamá, todo era mucho más lindo –agregó tristemente.
Guillermo sacó su monedero. Pero solo había dos monedas de diez peniques y un billete de diez marcos. Lore no podía darle cambio. ¿Qué hacer?
–Te daré las otras cuatro monedas mañana, pues ya sé dónde vives –propuso Guillermo.
–¡Oh, eso no puede ser! Medina no lo creerá y me pegará.
–Lo siento, Lore, pero no puedo hacer nada. Toma por ahora las dos monedas. Te llevaré el resto mañana temprano. Vivo con el doctor Martín.
Lore titubeó todavía un momento y luego dijo en voz baja: –Buenas noches –y cruzó la calle corriendo. Guillermo la siguió con la mirada. De repente sintió una mano sobre su hombro. Asustado, miró hacia atrás. ¡Tío Ricardo!
–¿Verdaderamente eres tú, muchacho? ¿De dónde vienes? Casi me gasté los ojos buscándote. Estaba por telegrafiar a tus padres. ¡Qué bien supiste arreglártelas solo para llegar aquí! Ahora rápido arriba, la tía Lotte ya espera ansiosa. ¿Cómo están tu padre y tu madre?
Guillermo relató cómo le había ido, feliz de haber encontrado la casa. Tía Lotte se alegró mucho por su visita, pues ellos no tenían hijos. Ella le ofreció una buena cena y prometió: –Si lo deseas, mañana a la mañana haremos una excursión al zoológico. ¡Allí te vas a sorprender!
Pese a su cansancio, el hijo del guardabosques tuvo alguna dificultad para dormirse. Hasta entonces solo había escuchado el crujir de los pinos y de las hayas, y ahora el intenso tránsito callejero, los bocinazos de los taxímetros y el traqueteo de los tranvías no lo dejaron dormir hasta poco antes de la medianoche. Y una vez le pareció oír hablar a una niñita de ojos tristes que le rogaba: –¡Cómpreme una caja de fósforos, joven señor!
Por eso Guillermo durmió hasta muy avanzada la mañana. Cuando por fin se despertó, se levantó apresuradamente de la cama y corrió hacia la ventana: ¡Berlín! ¡Estaba en Berlín!
Para el desayuno, en vez de leche y pan negro hubo panecillos de manteca y café. Luego se ofreció para hacer las compras a su tía, quien se alegró de que Guillermo fuese tan emprendedor y lo envió con una lista de compras.
A la tarde fueron al zoológico. Fue una gran aventura para el chico, quien se interesaba mucho por los animales. ¡Cómo se alegró al ver el enorme elefante gris, los majestuosos leones, los graciosos monos y los muchos pájaros extraños. También encontró buenos conocidos allí: el ciervo, el venado, las liebres y el zorro. Se admiraba y lo preguntaba todo. La primera tarde pasó volando.
Cuando Guillermo y la tía Lotte estuvieron otra vez en casa, al chico le pesó en la conciencia haberse olvidado tan rápidamente de llevarle las cuatro monedas a la pequeña Lore; las cinco cajas de fósforos que estaban sobre la mesa de su habitación se lo recordaron. Rápidamente corrió escaleras abajo. En una panadería compró una rosquilla grande para Lore. Pronto encontró la vivienda en el sótano y bajó por la escalera. Cuando abrió la puerta se halló en un negocio oscuro y pequeño. Sobre un mostrador había una balanza y las pesas y al lado del mostrador pequeños barriles y cajones. Un desagradable olor despedían hortalizas podridas amontonadas en un rincón. Guillermo miró a su alrededor sin saber qué hacer, pues nadie parecía estar allí. ¡Pero, sí! Allí había alguien tendido sobre unos cuantos trapos. ¡Lore! Ella frotó sus ojos adormecidos y miró al muchacho, extrañada.
–¿Eres tú…?
–Te traigo las cuatro monedas –contestó Guillermo y contó las monedas en la mano de Lore. Ella se alegró verdaderamente por ello, puso tres monedas sobre el mostrador y envolvió la cuarta en un papel. –Así –dijo ella, satisfecha–, esta me pertenece; me la regalaste tú.
–¿Qué harás con ella? –preguntó Guillermo.
–Con ella me compraré un panecillo de leche, esta noche cuando vaya otra vez a vender fósforos.
–¿Qué te hiciste allí? –quiso saber el chico y señaló un par de manchas de color cárdeno sobre el brazo de Lore.
–Golpes que recibí. De pronto los ojos de Lore se llenaron de lágrimas.
–¿Quién te los dio? –preguntó Guillermo, indignado.
–¡Medina!… porque anoche no traje los tres marcos por las treinta cajas. Lore miró su brazo, perpleja. Faltaban las tres monedas tuyas.
–Pero, ¿no le dijiste que yo te las traería hoy?
–¿Pensaste que él me iba a creer?
–Lore, lo siento, lo siento mucho; mira, aquí tengo algo para ti –y le alcanzó la gran rosquilla.
Los ojos de Lore brillaron de nuevo. Feliz, mordió la rosquilla. –¡Oh! esta tiene un gusto de primera. ¿La puedo comer sola…?
Guillermo asintió. Entonces quiso saber cómo ella había llegado a lo de Medina y cuánto tiempo hacía que no tenía padres.
Lore comió primero la rosquilla, se lamió todos los dedos y luego empezó a contarle:
–A mi padre no lo conocí; hace ya mucho que murió. Mamá era costurera y vivía conmigo en un altillo. Allá arriba solo había una pequeña ventana transversal; pero igual estábamos mejor allí que en este oscuro sótano. Por lo menos podíamos ver el cielo. Pero mamá no pudo soportar estar sentada encorvada ni tampoco subir las escaleras. Entonces Medina vino y le preguntó si no queríamos atenderle el negocio y prepararle la comida; hacía poco que su mujer había muerto. Así que nos mudamos aquí. Al principio era bastante lindo; mamá mantenía limpio el negocio y a menudo venían clientes y compraban papas, repollo, betún para zapatos, jabón… Pero entonces mamá se enfermó y falleció. Medina ya casi no se preocupa por el negocio y la mayoría de las veces se va y bebe cerveza y aguardiente. Ahora apenas si viene alguien para comprar algo aquí y por eso él no tiene dinero. Tengo, pues, que ir yo por las calles a vender fósforos y, cuando vuelvo sin haber vendido todo, me regaña, me maldice y me pega. ¡Si mamá supiese esto! Otra vez sus grandes ojos estaban llenos de lágrimas.
–No llores, Lore –trataba de consolarla Guillermo. Mientras yo esté en Berlín te traeré a menudo algo de comer para que vuelvas a estar satisfecha.
–Viene Medina –dijo ella, asustada, y ordenó algunas cosas sobre un estante bajo.
Un hombre grande y fuerte venía bajando la escalera ruidosamente.
–¿Quién es este…? ¿qué quiere aquí? –preguntó a Lore con voz mandona, y señaló a Guillermo.
–Él trajo el dinero por los fósforos de anoche –explicó ella.
–Con esto vé a buscar un arenque y un pedazo de pan –ordenó el hombre–; pero rápido, porque tengo hambre.
Lore tomó el dinero del mostrador y subió corriendo las escaleras. Guillermo corrió rápidamente tras ella; le tenía miedo a ese hombre grande y tan desagradable. Arriba Lore se detuvo, le dio la mano a Guillermo y le dijo: –Gracias, muchas gracias… hacía mucho que nadie era tan bueno conmigo como tú.
Pasaron días sin que Guillermo viese u oyese algo de su pequeña amiga. Su tío y su tía le mostraron muchas de las cosas dignas de verse en la gran ciudad; fueron días inolvidables. Así fue cómo se olvidó de Lore. Una vez quiso ir a visitarla para llevarle una tableta de chocolate que le había regalado la tía Lotte, pero cuando estuvo delante de la puerta de Medina y lo oyó alborotar y retar, no se decidió a entrar. Desde entonces no trató de volver a ver a Lore.
Un día, Guillermo tuvo que comprar betún para los zapatos del tío Ricardo. En seguida se acordó del negocio de Medina; allí había visto betún para zapatos en los estantes. Fue corriendo hasta allí. En el camino compró de nuevo una gran rosquilla y luego fue a ver a Lore. Encontró a la pequeña sola en el negocio. Tenía los ojos llorosos y estaba muy triste. Él le preguntó qué había pasado y ella le contó su pena. Había venido una visitadora social y había querido llevarla a un hogar de vacaciones para niños.
–¿Sabes? –le dijo Lore–, ese es un lugar muy lindo. Clara, la hija de los Ebert, que viven al lado, estuvo una vez. Se viaja en tranvía hasta el campo, cerca de una verdadera aldea, donde hay prados y se puede jugar al aire libre y juntar flores; a uno le dan de comer y puede satisfacer su hambre. Hasta hay jamón y buena manteca sobre el pan, me contó Clara. ¿Ves?, allí podría haber ido y me alegré enormemente cuando la visitadora le expuso eso a Medina. Pero este empezó a regañar. Dijo que me necesitaba mucho y, además, que yo estaba muy sana y no me faltaba nada. Debían llevarse a otros niños que estuviesen verdaderamente enfermos.
Guillermo pensó en lo que el último día de clase había dicho el maestro acerca de los niños pobres y pálidos de la gran ciudad. Lore era uno de estos niños.
–¿Has visto un prado alguna vez, Lore? –le preguntó.
La pequeña asintió enseguida: –¡Sí, un prado junto al bosque! –y corrió, afanosa, hacia un cajón de madera y extrajo una hoja de papel que extendió con cuidado. Era un cuadro multicolor de una revista ilustrada y había venido una vez al negocio con el papel para envolver. Allí se veía una ilustración de un prado verde rodeado de pinos. En el primer plano jugaban unos niños que tenían flores en las manos. Debajo decía: El prado junto al bosque.
–¡Qué lindo es esto! –dijo Lore y acarició cariñosamente el cuadro. Muchas veces lo miro cuando estoy sola y entonces me imagino que también estoy allí y juego con esos niños.
–¿Nunca has visto un verdadero prado con pinos y flores, con ciervos y liebres?
Lore meneó la cabeza. –¿Dónde? En Berlín no hay algo así. Quizás en el jardín zoológico, pero allí nunca puedo ir.
–¿Sabes qué, Lore? Voy a escribir a mi mamá hoy mismo una carta para consultarle si puedo llevarte conmigo. Seguro que mamá lo permitirá. Muy cerca de nuestra casa hay un lindo prado junto al bosque, igual, con pinos alrededor y allí crecen una enorme cantidad de campánulas y muchos miles de otras flores de todos los colores; puedes juntar hermosos ramos. Nosotros mismos tenemos un ciervo y también conejos; todos los días jugamos con ellos. ¿Qué tal, Lore, vendrías conmigo? ¿Le escribo a mi mamá?
Lleno de esperanza miró a la niña… ¡cómo se alegraría ella! Pero Lore meneó la cabeza. –Eres bueno, Guillermo, ¡tan bueno! Pero no escribas, Medina no me dejará ir así nomás; tengo que atenderle el negocio y a la noche vender las cajas de fósforos, si no él no tiene nada de dinero. Tampoco me dejó ir con la visitadora.
Guillermo estaba desilusionado a causa de que su proposición no pudiera concretarse. Por lo visto no había nada que hacer. Entregó la rosquilla a la niña, compró la lata de betún y se despidió. Pero Lore se quedó largo rato delante del cuadro del prado boscoso y se imaginó qué hermoso debía de ser ir al campo y ver los pinos, las flores, los animales. En eso vino Medina. Al oírlo bajar por la escalera, escondió rápidamente el cuadro debajo del cajón y comenzó a contar las treinta cajas de fósforos que debía vender esa noche.
Guillermo contó a su tía acerca de Lore y su miseria, pues le daba mucha lástima que no le permitieran ir a un hogar de vacaciones. Justamente la tía Lotte estaba tejiendo un saco para un niño pobre de su parentela. Ella ayudaba como podía. Pero, en cuanto a la inquietud de Guillermo, no sabía qué aconsejar. –¿Tú te refieres a la pequeña de la verdulería de Medina? ¿Qué puede hacerse? En Berlín hay miles de niños pobres y pálidos que son enviados a lugares de recuperación, pero si Medina no la deja ir, nadie puede cambiar eso; por desgracia, no se lo puede obligar.
–Pero justamente Lore necesita muy especialmente unas vacaciones –aseguró Guillermo.
–Voy a hablar de esto con tu tío Ricardo –dijo la tía, pensativa.
Lentamente las vacaciones de Guillermo llegaban a su fin. Él deseaba mucho ir una vez más al zoológico. El tío y la tía lo sabían y le dejaron libre para que aprovechara los últimos días de sus vacaciones según sus propios deseos. Cuando el tío Ricardo le preguntó si sabría arreglárselas solo en la gran ciudad, él lo afirmó con mucha seguridad. También la tía Lotte lo afirmó y dijo sonriente: –Déjalo ir nomás sin preocuparte. Ya me ha hecho todas las compras para la cocina; sabe rebuscárselas muy bien, como un verdadero berlinés. Tiene buena memoria para el nombre de las calles, de los lugares públicos y de los medios de transporte.
–¿Te gustaría también ir solo al zoológico? –le preguntó el tío Ricardo, y miró a Guillermo sonriente.
–Si me lo permites…
Se lo permitió. El día siguiente se puso en camino. Los tíos lo miraron irse. –Es un muchacho formidable –dijo el tío Ricardo. –Y muy bueno –agregó la tía Lotte.
Guillermo caminó rápidamente, pues sabía que tenía un largo camino por delante; pero podía viajar un buen trecho en tranvía. Cuando tenía que cruzar alguna calle, miraba bien a ambos lados; se fijaba atentamente en el tránsito. Pero también encontró tiempo para mirar lo expuesto en las vidrieras. De repente notó que el tránsito se hacía más intenso y que la mayoría de los transeúntes miraban hacia un determinado lugar. Escuchó música y vio venir una larga columna de soldados que marchaban con una banda de música a la cabeza. Guillermo se alegró mucho, pues nunca había visto algo así. Ahora tenía que prestar mucha atención para no equivocarse de camino.
En medio de ese ruido y tumulto no notó que hacía rato que una niña pobremente vestida se esforzaba por llegar hasta él. Justamente iba él a atravesar la calle, porque había menos gente en la acera de enfrente y más lugar para mirar, cuando sintió que alguien le retenía. Asustado, se dio vuelta y se soltó. Entonces una pequeña figura cayó al suelo y golpeó la cabeza contra el borde de la acera. Con horror Guillermo vio que era Lore. ¡Qué bueno que ella lo hubiera retenido, pues de ambos lados se acercaban coches que tenían que desviarse para dar paso a los soldados y circulaban muy cerca de la acera! ¡Por un pelo Guillermo se había salvado de caer bajo las ruedas!
Perplejo, se arrodilló al lado de su pequeña amiga; con cuidado le dio vuelta la cabeza; ella tenía los ojos cerrados y sangraba por una gran herida en la frente. Un señor de edad lo vio, se acercó rápidamente, se dirigió al policía más próximo y este detuvo un coche, diciendo: –¡Al hospital! Levantó a la niña herida, la llevó al coche y este se puso en movimiento.
El zoológico quedó olvidado; completamente turbado, Guillermo volvió a casa. Sin aliento, gritó desde la puerta de entrada: –¡Tío Ricardo, tía Lotte! Lore está en el hospital por mi culpa. Luego, con gran excitación, contó lo sucedido.
–En el hospital Lore está en buenas manos –dijo el tío. Ahora tranquilízate; quizá esto parezca peor de lo que es en realidad. Iré esta tarde cuando termine mi trabajo y sabré cómo está Lore.
El mismo día, Guillermo escribió una larga carta a sus padres. Les relató detenidamente su experiencia de la mañana y todo lo que sabía de su pequeña amiga. Al final de su carta rogó a sus padres que le permitiesen llevar a Lore con él por algunas semanas, hasta que la herida estuviese completamente curada. «Lore nunca vio un bosque, ni prados, ni campos, ni flores. ¡Oh, por favor, permítanme llevarla conmigo! Tío Ricardo quiere hablar con Medina, con quien ella vive, para que esté de acuerdo…».
A la noche de ese mismo día, el tío Ricardo habló de su visita al hospital, diciendo: –La herida no es tan grave. Es cierto que Lore tiene un enorme vendaje en la cabeza, pero el médico piensa que después de unos días de descanso y una buena atención, ella estará bien. Pero la pequeña está delgada y anémica; debería ir urgentemente por un tiempo a respirar aire de campo y beber leche fresca.
–Hoy escribí a papá y mamá y les pregunté si podía llevar a Lore conmigo. Pero, ¿la dejará ir Medina? –preguntó Guillermo, y se dio cuenta de que no tenía que hacerse muchas ilusiones.
Cuatro días después llegó una carta con la contestación de la madre de Guillermo, diciendo que sin falta debía llevar a Lore. El dinero para el viaje venía adjunto.
La cara de Guillermo brillaba de alegría cuando hubo leído la carta y la entregaba a la tía Lotte. Le hubiese gustado lanzarse enseguida al hospital para comunicárselo a Lore, pero el tío Ricardo no se lo permitió. –No, no –dijo. Primero tenemos que hablar con los médicos y con el señor Medina, si no podríamos despertar en ella falsas esperanzas que quizá no se concreten, y eso sería muy amargo para Lore.
Guillermo comprendió. A la tarde, el tío Ricardo y él se pusieron en camino hacia el negocio de Medina. Este estaba sentado detrás del mostrador y pelaba papas. Al mismo tiempo refunfuñaba enojado para sus adentros. En primer lugar, el doctor Martín le preguntó por qué tenía esa cara tan enojada y si ello se debía a algún malestar.
Entonces Medina empezó a echar pestes. –¡Esa chica se fue! Durante años la alimenté y ahora que podría ayudarme, desaparece.
–¿Se preocupó usted por saber dónde está la niña? –preguntó seriamente el doctor Martín.
–¿Cómo voy a hacerlo? Todo el día estoy atado aquí, a mi negocio; si no lo tengo abierto todo el día, también los pocos clientes fieles dejarán de venir. ¡Aquí está su lugar, aquí debe estar! Pienso que cuando tenga hambre volverá… Y deje que vuelva… ¡No se atreverá tan pronto a dejarme otra vez!
–Su pequeña Lore está en el hospital, señor Medina –le respondió el doctor, seriamente.
Medina lo miró dudoso. –¿En el hospital? Pero eso no es culpa mía…
–No, usted no tiene la culpa. Lore se cayó y hubo que coserle una herida en la frente. La lesión sana bien y la niña pronto podría ser dada de alta, pero… ella está anémica, completamente agotada y debería ir a reponerse; necesita urgentemente un cambio de aire.
–¡Eso es imposible! ¡La necesito aquí todos los días!
–¡Sea razonable! La niña tiene que salir de aquí por algunas semanas. Cuando de nuevo esté sana podrá volver aquí. Por el tiempo de su ausencia le daré una pequeña indemnización. El doctor puso dinero sobre la mesa.
Entonces Medina se hizo más accesible. –No tengo nada que ver con esa chica; tiene un tutor, quien debe decidir en estas circunstancias; es el comerciante Julio Morales, de la calle Kur. Al decir esto, guardó el dinero en su bolsillo y el doctor Martín se despidió. La conversación con Morales duró solo unos minutos, pues el tutor estuvo en seguida muy dispuesto a consentir unas vacaciones para que Lore se repusiera. Esta vez Guillermo estuvo esperando fuera, y cuando el tío Ricardo volvió en la calle, le preguntó muy ansioso:
–¿Cómo te fue? ¿Qué dijo el señor Morales?
–Todo está aclarado, muchacho –contestó satisfecho el tío Ricardo. Mañana iremos a buscar a tu pequeña amiga al hospital.
Guillermo pasó una noche muy intranquila. Apenas si podía esperar que llegara la mañana. Temprano, a las nueve, el tío Ricardo se fue con él al hospital. Guillermo tuvo que quedarse sentado en el coche y el tío Ricardo entró en el viejo edificio grisáceo. Guillermo miraba fija y continuamente la puerta. Por fin salió el tío Ricardo y tras él Lore ayudada por una enfermera. Lore tenía un aspecto muy distinto al de antes. Las enfermeras la habían bañado y habían peinado en trenzas su lindo cabello castaño. También la ropa había sido lavada y remendada. La enfermera le ayudó a subir al coche; luego subió el tío y partieron.
Muy feliz, Guillermo saludó a Lore y brotaron de sus labios estas palabras: –Imagínate: puedes venir conmigo a casa, la casa del guardabosques. ¡Mamá nos espera! El martes partimos. Esto será maravilloso. Allí verás a nuestro ciervo, los conejos y el prado del bosque con las muchas flores y las frambuesas grandes a la orilla del bosque. ¡Y los domingos iremos juntos a la escuela dominical! ¿Te alegras?
Lore lo miraba asombrada. Le habían ocurrido tantas cosas en los últimos días y ahora habría de cumplirse su más grande deseo… –¿Es cierto, Guillermo? –preguntó sin aliento. ¿Verdaderamente es así…?
–Sí, es verdad, Lore –confirmó el tío Ricardo–, vivirás varias semanas en la casa del guardabosques y tendrás buena comida para que tus mejillas se pongan rosadas.
Hasta la partida, Lore se quedó en casa de los Martín para que Medina no cambiara de idea. Así no supo dónde estaba Lore.
La tía Lotte tenía las manos llenas de trabajo; no quería dejar ir a Lore con tan pobre ropa, así que se puso a coser, remendar y planchar sin cesar. Le confeccionó dos lindos vestidos y alguna ropa interior. Y añadió todavía un nuevo par de zapatos.
Cuando el martes por la mañana Lore estuvo lista, tenía un muy bonito aspecto con su nueva vestimenta. La señora Martín le puso todavía un cuello blanco y un moño en el cabello; luego la miró riendo alegremente: –Bueno, pequeña señorita, puede comenzar el viaje.
Hubo una muy cariñosa despedida. Guillermo casi no encontraba las palabras correctas para agradecer los lindos días de vacaciones que había pasado en Berlín. Cuando el tren partió en dirección al pueblo, durante largo rato él y Lore hicieron señas a la tía Lotte, quien los había llevado a la estación.
Lore miraba curiosa por la ventanilla y no se saciaba de contemplar el paisaje, cuando la gran ciudad poco a poco daba lugar a verdes prados y dorados campos de trigo. Así como Guillermo había admirado los enormes edificios, los tranvías y los autos, así ella, chica de la gran ciudad, se admiraba de la floreciente naturaleza. No solo Guillermo, sino también los demás viajeros se divertían al ver su agitación. –Mira, Guillermo, cuántos árboles. ¿Eso es un bosque? Mira ese campo tan claro, ¡qué florecido está! Pero, ¿qué es eso que está allí?
–Mira bien –dijo el chico.
–¿Un molino de viento? Sí, un molino de viento como el que estaba sobre la lechera de mamá. ¡Qué rápido que da vueltas! ¡Y por sí solo!
Así pasaron varias horas. Siempre había algo nuevo e interesante para ver, de manera que el tiempo pasó volando. Para el viaje, la tía Lotte les había dado una buena merienda y además una tableta de chocolate. ¡Qué rico!
Guillermo contaba las paradas, pues se alegraba de volver a casa. Por fin llegó la última estación y el tren se detuvo. El padre y la madre de Guillermo lo estaban esperando en el andén. La esposa del guardabosques apretó a su hijo contra su pecho. Luego tendió amablemente la mano a la pequeña, le dio un beso en la frente y le dijo cariñosamente: –¡Bienvenida, Lore! Finalmente todos subieron al pequeño coche y se dirigieron hacia la casa.
¡Qué extraña se sintió Lore al despertar a la mañana siguiente, cuando oyó cómo crujían los pinos encima del techo! Alegremente saltó de la cama y se vistió en un periquete. Guillermo ya la esperaba, nervioso por las ansias de mostrarle todo.
Después de un abundante desayuno, los dos niños salieron, primero al jardín y a la conejera, luego a ver a Tarsán y Bella que estaban tirados delante de su cucha; visitaron al ciervo domesticado y fueron a ver los arbustos de bayas que parecían llamarlos de lejos. Por fin corrieron hacia el prado del bosque que estaba a unos minutos de la casa. ¡Qué lindo era esto! Lore se admiraba de la magnificencia de las flores multicolores: las azules campánulas, las rojas clavelinas, las espuelas de caballero y las blancas florecillas, y en la pequeña zanja que pasaba por el prado florecían hasta nomeolvides. Lore se alegró enormemente y juntó un lindo ramo.
A la tarde hubo trabajo para los dos: debían recoger legumbres. Lore era muy diligente; el trabajo en la huerta le encantaba y con gusto ella quería ayudar a la tía María. No faltaban las oportunidades para hacerlo: había que poner la mesa, pelar papas, lavar la vajilla o arrancar la mala hierba del jardín. Lore se esforzaba, se dejaba enseñar lo que nunca había hecho y de tanto entusiasmo se le encendían las mejillas. ¡Cómo se alegraba cuando la tía María la alababa y le decía que era su diligente hija! Florecía como una flor de primavera y se sentía muy bien. Demasiado rápido pasó el tiempo y pronto las vacaciones de Lore se acercaron a su fin. La niña se horrorizaba ante el pensamiento de que pronto tendría que volver a vivir con su desagradable padre adoptivo y tener que vender los fósforos cada noche.
Pocos días antes de la partida, la señora Martín le dijo a su marido:
–Tengo que pedirte algo, Francisco.
–¿Qué es?
–Quisiera que esta niña se quedara aquí. Me he encariñado con ella en estas pocas semanas y me costaría mucho verla marcharse. Cuando pienso en lo que le espera en Berlín…
–¡Tú y tu buen corazón, María! –repuso el guardabosques y apretó la mano de su mujer.
–¡Oh, Francisco! Para ser sincera, soy bastante egoísta en este asunto. Lore es trabajadora y ya puede ayudarme mucho. Hasta me ha muy bien atendido con algunos servicios y la extrañaría mucho. Me parece que nuestro hijo también está más alegre desde que no tiene que estar tan solo aquí. Además, me sentiría seguramente muy sola cuando él cambie de colegio para Pascua y entonces yo lo vea aun menos.
–Vamos a ver lo que se puede hacer. Estoy muy de acuerdo, pues también me encariñé con la pequeña –dijo el guardabosques.
Esa misma noche escribió una larga carta a su hermano. La contestación no se hizo esperar. Medina estaba de acuerdo. Había tenido que cerrar su negocio por falta de clientes y consiguió trabajo por medio del doctor Martín en el parque de vehículos de la municipalidad. También el tutor de Lore estaba contento y no puso ninguna dificultad. En pocos días se arreglaron todas las formalidades.
Con la carta de Berlín que contenía el consentimiento del tutor, la madre de Guillermo fue a ver a los niños. Lore estaba sentada en el pequeño banco bajo la glorieta y lloraba. Guillermo estaba de pie a su lado y trataba de consolarla.
–¿Lore llora…? –preguntó la madre, extrañada.
–Porque pronto debe volver a Berlín –explicó el chico.
Entonces la esposa del guardabosques se sentó junto a la pequeña, le puso el brazo sobre sus hombros y la consoló, diciéndole:
–¡No llores, Lore!
–¡Oh, señora Martín! –dijo Lore, rompiendo en sollozos. ¡Usted es tan, tan buena!
–No me digas «señora Martín», sino «Mamá», como Guillermo. Mi esposo escribió a Berlín y, si deseas quedarte con nosotros y ser nuestra hija, entonces no necesitarás volver allá. Desde hoy serías la hermana de Guillermo, ¿estás de acuerdo?
La alegría de Lore no tuvo límites.
En la casa del guardabosques, en la que reinaba un verdadero temor de Dios, ella aprendió pronto a conocer al Señor Jesús como su Salvador personal y como su Señor. Llegó a ser una amable y diligente niña, verdaderamente temerosa de Dios. El señor Martín y su esposa nunca se arrepintieron de haberse decidido a abrir su corazón y su casa a la niña. A menudo recordaban con agradecimiento un versículo de los Proverbios de Salomón: “El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado”.
Dios no deja sin recompensa lo que se hace por amor a él.