Siempre alegre - Vol. 2

Nueve cuentos para niños y jóvenes

Prisionero

Un magnífico saucedal se extendía a lo largo del río. En primavera y verano zumbaban en él las abejas y los abejorros. También a los niños que vivían en la ciudad les gustaba jugar allí. Cortaban varas y hacían silbatos y flautas. A nadie le molestaba el griterío de indios y vaqueros, y entre las matas había algunos lindos lugares para pescar.

Cierto día, Hugo y Enrique eligieron el mejor lugar: el sitio donde el arroyo del molino desembocaba en el río. Enrique sostenía la caña de pescar mientras Hugo a cada rato insistía en pedirle: –¡Déjame ahora a mí otra vez! Pero, fuese Enrique o Hugo quien tuviera la caña, desde hacía más de una hora no pescaban nada. Tan solo unos pequeños peces blancos yacían cerca de ellos junto a la orilla.

En eso vino un muchacho muy alto y pelirrojo. Silbaba y al compás de su silbido, mecía un canasto por el asa, por lo visto había ido de compras. Se detuvo detrás de los chicos y los observó durante un rato.

–Pero… –dijo de repente–, ¡así no pescarán nada! ¿Quieren que les enseñe cómo se hace? Denme la caña; podrán guardar los peces que yo pesque.

Al mirar la desagradable cara, Enrique vaciló en darle la caña. Pero el muchacho era fuerte, le arrancó la caña de su mano y le dijo: –Vamos, dámela, no te comportes así. ¡Te sacaré un buen pez! Rápidamente estiró la caña e hizo que los chicos le diesen un cebo, lo colocó en el anzuelo y lo lanzó en medio de la corriente. Intimidados, Enrique y Hugo miraban a ese extraño muchachote. Unas cuantas veces lanzó el sedal inútilmente, pero de repente el corcho se hundió y no volvió a subir.

–¡Tíralo hacia afuera, tíralo hacia afuera! –gritaron Enrique y Hugo, excitados.

–¡Cierren el pico! ¡Eso ya lo sé!

En seguida el pelirrojo tiró de la caña y, al notar que esta se doblaba bajo el peso del pez, tironeó del sedal para traerlo a la orilla. ¡Un magnífico pez que por lo menos pesaba un kilo! Triunfante, el muchacho lo sostenía en alto.

–¡Gracias, gracias! –gritó Enrique, contento con la pesca. Pronto, ponlo allí, en el balde.

Pero el muchachón sonrió burlonamente, echó el pescado en su canasto y se dio vuelta para irse. Enrique lo tomó de la manga con fuerza y gritó:

–El pescado me pertenece. Me prometiste que yo tendría el pescado que sacaras. ¡Al fin y al cabo la caña de pescar es mía!

–Debes de estar medio loco –repuso el muchacho–, no creerás que habrías sido capaz de arrimarlo a la orilla sin mí. Mira qué pobre cosa has pescado. Con desprecio escupió hacia los pequeños pescados que yacían muertos en el pasto.

–Eres un malvado. ¡Faltaste a tu palabra!

–Vamos, pequeño, no seas tan atrevido. ¡Cambié de parecer!

Enrique se colgó del canasto con todo su peso, de manera que escapó de la mano del muchacho. Pero Enrique perdió el equilibrio, cayó de espaldas, el canasto salió disparado describiendo una parábola en el aire y cayó también en el pasto, por lo que el pescado casi volvió al agua.

Entonces Enrique recibió tan fuertes trompadas en la cara que gritó de dolor. Vio todo negro ante sus ojos. Al volver en sí vio cómo el grandote con canasto y pescado cruzaba corriendo el puente del arroyo mientras Hugo le tiraba piedras, las que, sin embargo, no le alcanzaron. El muchacho se dio vuelta, amenazó con sus puños y siguió corriendo.

–¡Bribón! ¡Pelirrojo ladrón! ¡Cuídate, alguna vez te agarraré! –le gritó Enrique, fuera de sí de rabia y dolor.

–Seguro que este era uno de los rufianes del murallón –dijo Hugo. A ese me gustaría romperle los huesos. Enrique tenía igual deseo, pero ¿de qué servía ahora? Tenían que volver a casa sin el pescado.

 *  *  *

Oldesburgo, la ciudad en que vivían Hugo y Enrique, había sido antes una fortaleza. Pero desde hacía mucho tiempo las fortificaciones habían sido arrasadas, de manera que poco era lo que había quedado de las antiguas construcciones. Solo al sur de la ciudad permanecía en pie una parte de la gigantesca y antigua muralla del fuerte. Delante de ella se extendía el ancho foso, ahora cubierto de sauces y malezas, y solo uno que otro charco de agua revelaba para qué había servido en otros tiempos.

En junio, no mucho después del asunto del pescado, Enrique y Hugo fueron a uno de los charcos del antiguo foso de la ciudad en busca de salamandras. ¡Sabían bien que allí debía de haber algunas! Las redes que tenían los muchachos para pescarlas eran simplemente pedazos de la vieja cortina de su madre, sacados del cajón de costura y colocados entre las finas ramas de sauce que formaban una horquilla, con la cual buscaban con entusiasmo en el charco de agua. Para que no hubiese peleas por el derecho de pesca, habían dividido la orilla del charco en varias costas y las habían marcado. Enrique solo podía pescar en la zona de la Costa de Oro y en la de Pimienta, y Hugo solo en la Costa de los Esclavos y en la de Marfil. Justamente estaban estudiando este tema en las lecciones de Geografía. La Costa de Oro, fiel a su nombre prometedor, era especialmente rica, y con envidia Hugo veía llenarse la lata de conserva de su amigo, la cual ya pululaba de machitos multicolores, con colas puntiagudas y de hembritas más sencillas, pertenecientes a la clase de la pequeña salamandra de laguna, mientras que su lata estaba casi vacía. Por eso se alegró mucho cuando pescó una salamandra casi el doble de grande que las otras. El lomo era castaño oscuro con negras manchas redondas y puntitos blancos, y la panza era de un subido tono amarillo. Además, llevaba sobre su lomo como un hermoso peine puntiagudo. Enrique vino corriendo y admiró la presa. Cuidadosamente Hugo empujó la salamandra adentro de su lata. No se animaba a tocar al animal. ¿Sería venenoso? Los chicos pensaban que este era por lo menos el bisabuelo de los otros.

Al anochecer finalmente emprendieron el regreso a casa con sus latas y pasaron por un fortín algo más alejado de la antigua fortaleza. Entre los frondosos sauces ya se extendían las largas sombras del crepúsculo, pues las altas murallas impedían divisar el sol poniente. Únicamente los muros del fortín que se levantaban delante de ellos eran iluminados por la luz púrpura. Cuando los hubieron escalado, oyeron un angustioso pedido de socorro. Asustados, se detuvieron. ¿Qué era eso? ¿Quién llamaba? Otra vez oyeron: –¡Socorro! ¡Socorro! Nerviosos, se dirigieron hacia el lugar de donde provenía el llamado. De repente se hallaron ante una entrada que daba a un pasillo subterráneo, de los cuales había varios en la región de la fortaleza. El pasillo estaba cerrado por una fuerte reja de hierro. Detrás de la reja estaba un muchacho de pie, sacudiendo desesperadamente los barrotes de hierro y clamando en demanda de auxilio. El muchacho tenía el cabello rojo…

Los chicos de la ciudad, quienes se interesaban mucho por las construcciones subterráneas, siempre lograban penetrar en los pasajes y las galerías desde arriba, pues cada tanto los pasajes estaban destruidos por los derrum­bes. Solo así se podía entrar si uno era hábil y tenía el valor necesario.

–¡Por fin! –clamó el prisionero, aliviado. Vayan en busca de gente que me pueda ayudar a salir. Allí, en el fondo, acaba de derrumbarse una enorme cantidad de piedras y ahora está bloqueada la puerta.

¡El ladrón de pescado, el grosero mentiroso estaba en apuros! Enrique y Hugo se alegraron. Lo tenía merecido. ¡Que se ocupara otro de ayudarle a salir!

–No vamos a tentarnos de ayudarte –dijo Enrique. ¿Te acuerdas del asunto del pescado? ¿Crees que no te reconocemos?

Hugo se reía, al decir: –Asaltantes y ladrones tienen que estar tras las rejas. ¡Quédate nomás una noche ahí!

Mientras el muchacho gritaba y rogaba, los dos amigos salieron corriendo y riéndose.

 *  *  *

A la noche, cuando Enrique se había ido a la cama, le ocurrió algo inusual: no podía dormirse. Se revolvía, inquieto, a uno y otro lado, hasta que al fin empezó a sentir mucho calor. ¿Estaba enfermo? En realidad la cena le había gustado mucho. Pero entonces recordó algo… algo le vino a la mente… una parte de un versículo bíblico que había aprendido una vez en la escuela dominical. Continuamente resonaba en sus oídos: “Amad a vuestros enemigos”. –Tonterías –murmuró, fastidiado; pero la voz repetía: “Amad a vuestros enemigos”. Y, lo que era para no creer, también el reloj empezó la cantilena, pues su tic-tac parecía decir claramente: “A-mad-a-vues-tros-e-ne-mi-gos”. Era insoportable. El corazón de Enrique latía fuertemente, agitado, y, al escuchar este latido, también le pareció como si él entonase: “A-mad-a-vues-tros-e-ne-mi-gos”. ¡Era para volverse loco!

Entonces también recordó la parte anterior del versículo: “Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos”.

¿Quién era ese «yo»? ¡Oh! Enrique lo sabía muy bien. Era el Señor Jesús, el Salvador del mundo, el que por amor a Dios, su Padre, y a los hombres perdidos había venido a esta tierra. Había nacido en un establo de Belén, había crecido obediente a sus padres y, ya hombre, después de haber hecho muchos bienes, de haber ayudado y consolado a las gentes, había entregado su vida por los que no tenían derecho a ser buscados, encontrados y salvados. Era aquel que se había dejado clavar en la cruz, donde incluso había orado por sus enemigos.

“Amad a vuestros enemigos”. Enrique sabía muy bien que era el Señor Jesús quien hablaba con él.

Veía al alto muchacho pelirrojo ante sí, lleno de temor y asustado en su prisión subterránea. Sentía él mismo la fría humedad de las paredes rocosas, el desamparo sin esperanza del prisionero… mientras él estaba acostado en su cama blanda y calentita.

Se levantó apresuradamente y se vistió. Entonces oyó que sus padres subían la escalera; seguramente habían de­cidido ir a acostarse. Rápido como un rayo se fue de nuevo a la cama. Ya se abría silenciosamente la puerta. Probablemente su madre había oído algo y, según parecía, quería ver cómo estaba él. En la oscuridad se llegó hasta su cama, le tanteó y le pasó amorosamente la mano por la frente. –Dios te guarde, hijo mío– susurró ella y salió tan silenciosamente como había entrado.

Enrique esperó media hora más. Estaba tendido duro como un palo y no se animaba a moverse. Luego tomó sus zapatos en la mano y se escabulló escaleras abajo en silencio. Con cuidado abrió la puerta de la casa y se halló en el patio. Corrió hacia el fortín. Temeroso, siempre vol­vía a mirar a su alrededor y, cuando alguien vino hacia él, se metió de prisa en alguna entrada oscura.

En las cercanías de la muralla había algunas barracas en las cuales cierta vez se había albergado a soldados que estaban de paso. Ahora eran habitadas por algunas familias pobres. Una ventana estaba todavía iluminada, y Enrique oyó gente que hablaba. Tomó ánimo y golpeó a la puerta. Se acercaron pasos, se abrió la puerta y el luminoso resplandor de una lámpara cayó sobre la cara de Enrique, de manera que, encandilado, puso una mano sobre sus ojos.

–Holá pequeño, ¿por qué andas corriendo por aquí a estas horas de la noche? –le dijo una ruda voz. Un hombre grande y fuerte estaba ante él y lo observaba sorprendido y con desconfianza. Por encima de su hombro, una mujer miraba a Enrique con curiosidad.

–Yo querría… yo querría…

–Bueno, habla de una vez –dijo el hombre, impaciente. ¿Qué es lo que quieres?

–Querría… por favor ¡venga conmigo a la muralla!

–No estarás… ¿Qué tenemos que hacer en la muralla?

–Porque… allí está un muchacho en la galería y no puede salir.

–¡Ajá! ¡Allí está él, entonces! –dijo el hombre, y miró con aire de comprensión a su mujer. ¿Tiene pelo rojizo como yo?

–Sí, tiene el mismo pelo rojizo y enrulado.

La mujer se adelantó y parecía querer hacer otras preguntas, pero el hombre la empujó hacia atrás y quiso saber:

–¿Cuándo lo viste?

–Esta tarde.

–¿Qué? ¡Cómo te apuraste con tu noticia! Hemos estado sentados toda la noche, esperándolo. ¿No te da vergüenza, muchacho?

También, enojada, la mujer se dirigió a Enrique, lo insultó y quizás le habría pegado si el hombre no la hubiese empujado de nuevo y, agarrando el brazo de Enrique, le ordenó:

–Vienes conmigo y me indicas dónde está el pillo. ¡Vamos, marchando! Enérgicamente arrastró al chico, tomándolo del brazo.

–¿Por qué no viniste antes? –preguntó el hombre de nuevo. Enrique calló. Se avergonzaba mucho.

Algo más allá el hombre llamó a una casa en la que vivía un cerrajero amigo suyo, lo sacó de la cama y le explicó brevemente de qué se trataba. Luego, provistos de varias herramientas escalaron la muralla. Enrique no se animaba a escapar.

Era una noche clara y hermosa. Las estrellas centelleaban y se reflejaban en los charcos de las salamandras. Poco después, junto con los dos hombres, Enrique estaba ante el pasaje subterráneo. Desde dentro se oían lastimosos pedidos de auxilio.

–¡Deja de aullar! –le gritó el hombre.

–¡Oh, papá! ¿Tú? ¡Oh, por fin, por fin!

El hombre sacó fósforos del bolsillo de su pantalón, encendió uno tras otro e iluminó el pasaje. Enrique vio la cara del prisionero, desencajar por el miedo. Este lo miró con grandes ojos. Lo había reconocido. Entonces se apagó el fósforo y todo pareció más oscuro que antes.

Enrique aprovechó la ocasión. Silenciosamente desapareció por la esquina del muro y a grandes saltos se dirigió hacia la muralla principal. –¡Espera, espera! –oyó todavía que se lo llamaba; pero no se detuvo, sino que co­rrió más rápido aun a lo largo de las murallas. De repente pisó en el vacío y lanzó un fuerte grito. Después no supo más nada.

Los hombres lo encontraron sin sentido y sangrando al pie de la muralla del fuerte.

 *  *  *

–Enrique, hijo mío, ¿cómo te sientes?

–Mamá… ¿qué… qué pasó?

–Te caíste, Enrique, pero ahora estás en tu cama. Duerme, yo estoy contigo.

Cuando Enrique volvió a despertarse ya era pleno día. Por la ventana el sol brillaba alegremente sobre su cama. En una pequeña mesa ubicada delante de su cama se encontraba un nuevo y grande acuario en el cual nadaban y se movían alegremente las salamandras. También estaba allí la enorme salamandra que había cazado Hugo. Y este estaba sentado junto a la cama.

–¿Duele mucho? –quiso saber.

–¿Qué cosa? –preguntó Enrique, sorprendido.

–¡Tu cabeza y tu brazo! ¿Es que no sabes nada…? ¡Te caíste anoche…!

Entonces Enrique notó que su cabeza estaba toda vendada y que también su brazo izquierdo estaba cubierto con vendas.

–Fuiste tonto, Enrique –le dijo Hugo. ¡Habrías tenido que dejar a ese tipo en su agujero!

Enrique cerró los ojos. Un largo rato se quedó pensando. Entonces Hugo se dio cuenta de que había dicho una tontería. En seguida apretó la mano de su amigo y se despidió. Un poco más tarde, cuando la madre se sentó junto a la cama, Enrique le susurró:

–¡Mamá!

–¿Qué pasa, Enrique?

–Mamá, Hugo piensa que fui un tonto al ayudar al muchacho pelirrojo.

–No, eso no es cierto. Obraste correctamente. Con cariño le acarició las mejillas. No quería inquietar a su hijo; de lo contrario habría agregado algo más.

 *  *  *

Unas semanas más tarde, cuando hacía rato que Enrique se había curado por completo, pasó por el prado de las murallas. Allí, en el sendero, vio al muchacho pelirrojo. Este tenía una larga vara de sauce en la mano, con la que descabezaba las flores. Asustado, Enrique quiso volverse. Pero el grandote ya lo había visto. Le gritó:

–Puedes pasar tranquilo, no te haré nada.

Enrique dudó un momento, luego fue hacia él y le dijo: –Me avergüenza haberte dejado tanto tiempo en el oscuro pasillo. ¡Lo siento, perdóname!

Entonces el grandote le volvió la espalda y golpeó las flores como si quisiese tirarlas todas al suelo. Enrique lo miró asustado. Le pareció que el grandote habría querido darse una paliza a sí mismo.