Esdras

Esdras 10

Expulsión de las mujeres extranjeras

Hemos visto, en el capítulo precedente, que Dios había respondido a la humillación de uno solo, Esdras, quien agrupó en torno a sí, según un mismo espíritu de contrición, a aquellos compañeros que temblaban ante las palabras del Dios de Israel. Ahora la humillación se extiende a un gran número: “Mientras oraba Esdras y hacía confesión, llorando y postrándose delante de la casa de Dios, se juntó a él una muy grande multitud de Israel, hombres, mujeres y niños; y lloraba el pueblo amargamente” (v. 1).

Humillación general

No podemos hacer resaltar lo suficiente de qué manera sustancial la bendición del pueblo de Dios puede depender de la fidelidad de un individuo o de pocos más. El capítulo 5:1, 2 nos presentó un despertar producido por dos profetas que incitaron a dos conductores y luego a todo el pueblo a actuar para el Señor. Aquí la humillación de uno solo, al cual algunos más se le asocian en seguida, provoca una humillación general. Y otra vez un solo hombre se adelanta para expresarla: “Entonces respondió Secanías hijo de Jehiel, de los hijos de Elam, y dijo a Esdras: Nosotros hemos pecado contra nuestro Dios, pues tomamos mujeres extranjeras de los pueblos de la tierra; mas a pesar de esto, aún hay esperanza para Israel. Ahora, pues, hagamos pacto con nuestro Dios, que despediremos a todas las mujeres y los nacidos de ellas, según el consejo de mi señor y de los que temen el mandamiento de nuestro Dios; y hágase conforme a la ley” (v. 2-3).

Pero eso no es todo. Si bien la humillación individual, y luego la colectiva, es la primera cosa, ni el individuo ni el pueblo de Dios pueden limitarse a eso. La acción debe seguir a la humillación. “Levántate” –dice Secanías a Esdras– “porque esta es tu obligación, y nosotros estaremos contigo; esfuérzate, y pon mano a la obra” (v. 4). La humillación no es todavía la separación del mal. Ella es su camino y la prepara; pero, por otra parte, cuando se trata de remediar la ruina, una actividad sin humillación, por celosa que sea, solo puede conducir a nuevas ruinas. La carne, al no ser juzgada en la humillación, se lanza a toda carrera cuando es cuestión de separarse del mal. Tal fue el celo de Jehú. Este hombre, por cierto no llevaba ante Dios, como cosa suya, el pecado del pueblo; por eso, una vez ejecutado el juicio –y ¡de qué manera!– fue el primero en volver a los becerros de oro de Dan y de Bet-el.

Purificación del mal

La humillación, pues, es necesaria, pero la energía para purificarse del mal es también indispensable. Los corintios lo habían comprendido después de la exhortación del apóstol. La tristeza según Dios había operado en ellos un arrepentimiento para salvación, una verdadera humillación; pero esta, ¡qué solicitud había producido, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, qué vindicación! ¡En todo se habían mostrado limpios en el asunto! (2 Corintios 7:11).

Secanías, portavoz del pueblo, muestra aquí una energía y un desinterés que deberían servirnos de ejemplo. Su padre, Jehiel, ¡estaba entre los transgresores! (v. 26). Hacía falta el poder del Espíritu de Dios, unido al celo de Finees, para hacerle abandonar todos sus intereses de familia y decidirle por la causa de Dios solo. Sin embargo, este hombre enérgico no procura desempeñar un papel en la obra de la restauración. Él no tiene importancia a sus propios ojos. Considera que toda la responsabilidad le pertenece a Esdras, “escriba diligente en la ley de Moisés, que Jehová Dios de Israel había dado” (cap. 7:6). El portador de la Palabra, digamos la Palabra misma, debe desempeñar, a sus ojos, el papel principal.

Esdras no se sustrae a la obligación que es colocada delante de él. Inmediatamente compromete a los jefes del pueblo a actuar. “Entonces se levantó Esdras y juramentó a los príncipes de los sacerdotes y de los levitas, y a todo Israel, que harían conforme a esto; y ellos juraron” (v. 5). Pero, aun cuando el cambio se había producido en el corazón del pueblo, y ellos habían decidido obrar, Esdras no abandona la expresión de su humillación. Se había infligido una deshonra al Nombre de Jehová y aún permanecía vinculada a él. Mientras la purificación no fuera completa, el duelo y el ayuno convenían a los que se habían resuelto a separarse del mal: “Se levantó luego Esdras de delante de la casa de Dios, y se fue a la cámara de Johanán hijo de Eliasib; e ido allá, no comió pan ni bebió agua, porque se entristeció a causa del pecado de los del cautiverio” (v. 6).

La energía de algunos ya no tolera, entre el pueblo, desobediencia alguna. Todos deben someterse. Los que no lo quieren hacer son considerados como “perversos” y cortados de la asamblea: “E hicieron pregonar en Judá y en Jerusalén que todos los hijos del cautiverio se reuniesen en Jerusalén; y que el que no viniera dentro de tres días, conforme al acuerdo de los príncipes y de los ancianos, perdiese toda su hacienda, y el tal fuese excluido de la congregación de los del cautiverio” (v. 7-8). La disciplina que había sido descuidada por completo y detenida por la relajación moral del pueblo, ahora se ejerce según Dios.

La conciencia del pueblo es tocada

Todos los hombres de Judá y de Benjamín se reúnen en Jerusalén. Esdras les habla. Ya no dice, como en el capítulo 9:7: “Hemos vivido en gran pecado”, sino: “Vosotros habéis pecado, por cuanto tomasteis mujeres extranjeras… apartaos” (v. 10-11), pues ahora se trata de apelar a la conciencia de los que han pecado. A la tristeza de las faltas cometidas se une la estación desfavorable: “el tiempo (es) lluvioso, y no podemos estar en la calle” (v. 13). A veces, dificultades materiales se oponen a una purificación inmediata. Esto no podía ser “ni la obra… de un día ni de dos”, porque el mal estaba muy extendido; todas confesaron: “somos muchos los que hemos pecado en esto”. Dios les hace comprender de ese modo que es más difícil reparar el mal que cometerlo. Pero él está lleno de paciencia y de misericordia y toma en cuenta la decisión de los corazones. Sabe que los culpables no buscan evasivas y que desean obedecer.

Ojalá que nosotros también, en las circunstancias difíciles, ejerzamos para con nuestros hermanos la paciencia de Esdras, la paciencia de Dios, para que no se desanimen. A aquellos del remanente escapado que no se habían visto comprometidos en esta iniquidad, podría haberles parecido que era necesaria una inmediata y hasta instantánea separación del mal, a pesar de “las lluvias”. El amor fraternal no calcula así; sabe que estas palabras: “somos muchos los que hemos pecado en esto”, no son vanas. Ese amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, porque es el amor.

¡Cuán deseable habría sido que el sentimiento que animaba al pueblo hubiera sido unánime! Desgraciadamente no fue así. “Solamente Jonatán hijo de Asael y Jahazías hijo de Ticva se opusieron a esto, y los levitas Mesulam y Sabetai les ayudaron” (v. 15). ¿Qué motivos pudieron conducirles en este camino de oposición? No se nos señala ninguno. A lo sumo se podría pensar que uno de ellos, si se trata del mismo Mesulam que el levita del versículo 29, habiéndose visto involucrado en el mal, tenía razones personales para oponerse a la decisión de la asamblea. Ante esta oposición, enteramente contraria al pensamiento de Dios, ¿qué hacen los que están decididos a purificarse? No excluyen a sus hermanos, sino que les soportan, y la propia voluntad de los disidentes no tiene necesidad de otro juicio más que la acción decisiva de la mayoría. Tenemos el gozo de ver, más tarde, a Sabetai, levita –más culpable que otros a causa de sus funciones y por identificarse con Mesulam–, ser empleado para hacer comprender la ley al pueblo y luego ser encargado de la obra exterior de la casa de Dios (Nehemías 8:7; 11:16). De hecho, la oposición de estos hombres no influye de manera alguna en la decisión de la asamblea. Esta incluso es un medio por el cual Dios pone a prueba la resolución del corazón de sus hermanos. No detiene la marcha del conjunto, pues una decisión de asamblea no exige la unanimidad de las personas presentes, aunque esta unanimidad sea deseable y pueda incluso realizarse si los corazones tienen el mismo grado de relación con Dios. Por otra parte, no se ve que esos pocos persistan en el deseo de imponer sus puntos de vista sobre el de sus hermanos, sino que parecen haberse quedado tranquilos, sin invocar su conciencia para condenar la conciencia de los demás.

Juicio y restauración

El día primero del mes décimo, Esdras y los jefes de los padres, hombres versados en la Palabra, sabios y considerados entre el pueblo, “se sentaron… para inquirir sobre el asunto”. El mal era manifiesto; no se trataba de conocer su existencia, pero cada caso particular exigía un discernimiento especial y un juicio según Dios. Tres meses enteros bastaron para solucionar esta inmensa dificultad (v. 16-17). El juicio fue pronunciado con amor, sin que se excluyera a ninguno, ni que hubiese acepción de personas, comenzando por los sacerdotes. Estos, a quienes su posición hacía más culpables que sus hermanos, “ofrecieron como ofrenda por su pecado un carnero de los rebaños” (v. 19). Una vez que ellos hubieron reconocido el pecado, su sacrificio tan solo podía ofrecerse por la culpa, pero era importante, a causa de su oficio, que expresasen públicamente la humillación a través de su ofrenda. En seguida vienen los levitas, los cantores, los porteros y, por último, los “de Israel”. La lista de ellos es larga, pero ¡qué gracia! la restauración se produce sin nuevo menoscabo, por la humillación que viene a ser una fuente de decisión y de energía, y por el ministerio de la Palabra.

Este ministerio, como lo hemos visto, caracteriza a Esdras. No se encuentra en él don milagroso, ni don profético, como en el caso de Hageo o Zacarías, ni despliegue extraordinario de poder divino. No tiene nada que sobrepase la medida corriente y los recursos ordinarios, pero su corazón está consagrado a la honra del bello Nombre de Jehová, y es sensible a la prosperidad del pueblo. Ante todo, está caracterizado por el conocimiento de la ley de Moisés, de la Palabra escrita. Ella le dirige en todo, y su fe se apoya en ella. Él insiste en los principios que presenta la Palabra, los pone en práctica y no tolera desvíos. De ese modo gana la confianza, aun del rey, y es también la única fuente de su autoridad.

El libro de Esdras nos ofrece enseñanzas preciosas que se aplican a la posición actual del pueblo de Dios, en medio de las ruinas de la cristiandad. Nos hace falta conocer los elementos del testimonio, los caracteres de un despertar, las condiciones de una restauración, cuando los testigos han olvidado la separación respecto del mundo. ¡Ojalá podamos, en todos estos puntos, considerar con mucha atención esta preciosa parte de la Palabra!