Esdras

Esdras 4

Trabajo interrumpido

Hasta aquí el pueblo se había mostrado fiel en su testimonio y Jehová lo había asistido y animado. Pero eso no le hacía el juego al enemigo. Este no puede soportar la prosperidad de la obra de Dios en este mundo, y en seguida procura estropearla. Para lograr este propósito, posee más de un medio. Dios caracteriza aquí los instrumentos de Satanás con esta palabra: “los enemigos de Judá” (v. 1). Ellos pertenecen a las naciones que los reyes de Asiria, según su costumbre, desterraban a otras regiones después de haberlas sometido. Esar-hadón, hijo de Senaquerib, siguiendo la política de Salmanasar (2 Reyes 17:3) había reemplazado las tribus insumisas de Israel, llevadas en cautiverio, por unos pueblos de países muy diversos, a los que había hecho habitar en las ciudades de Samaria y en las demás provincias del otro lado del Eufrates (v. 10). El segundo libro de los Reyes nos informa sobre la condición religiosa de estas naciones. Ellas guardaban sus dioses, al mismo tiempo que reconocían al Dios de Israel y, según el lenguaje bíblico, “temían a Jehová, y honraban a sus dioses” (cap. 17:33; véase el v. 41).

Esta mezcla, que no se puede asimilar a la pura idolatría, nos hace pensar en la amalgama llamada cristiandad, cualquiera sea su forma, desde la Mariolatría romana y griega, hasta las formas mucho más sutiles de la cristiandad protestante, en la que el culto del verdadero Dios se asocia a las tinieblas morales del mundo y la profesión no tiene ninguna relación con lo que debe caracterizar al pueblo de Dios.

¿Quiénes son los que deben edificar?

Esta gente, salida de una mezcla idólatra, se ofrece para construir con el pueblo, pero ¿qué materiales podía traer a la casa de Dios? Por cierto que su trabajo no podía ser aceptado por el pueblo si este quería permanecer fiel. Aquellos individuos se acercan y dicen: “Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios desde los días de Esar-hadón rey de Asiria, que nos hizo venir aquí” (v. 2). Esto ¿no tiene alguna analogía con lo que vemos en nuestros días? Y los actuales hijos de Dios, ¿son tan fieles como ese remanente de antaño? ¿Comprenden que la obra de Dios no puede soportar que en aquellos a quienes es confiada haya alguna mezcla con el mundo? Solo a aquellos cuya genealogía puede ser probada y que forman parte del Israel de Dios les corresponde edificar en este mundo algo que sea para el Señor. Escuchemos la respuesta inmediata del remanente: “No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel, como nos mandó el rey Ciro, rey de Persia” (v. 3). Al hablar así, no muestran ningún orgullo espiritual, pues reconocen su sumisión al rey de los gentiles como consecuencia de su infidelidad, pero han comprendido que ellos solos deben hacer esta obra, porque de ninguna manera pueden asociarse al carácter religioso de los pueblos que les rodean. Si bien viven en medio de ellos, rinden honor a sus jefes y obedecen a su rey, toda asociación con estas naciones les está prohibida. Sienten horror por la corrupción religiosa y la repudian.

Los adversarios detienen la obra

El enemigo se había presentado como amigo; sobre todo acerca de esa actitud se debía ser vigilante y estar en guardia. Pero estos mismos hombres, rechazados, muestran muy pronto, abiertamente, su verdadero carácter: “Pero el pueblo de la tierra intimidó al pueblo de Judá, y lo atemorizó para que no edificara. Sobornaron además contra ellos a los consejeros para frustrar sus propósitos, todo el tiempo de Ciro rey de Persia y hasta el reinado de Darío rey de Persia” (v. 4-5). El pueblo se había mantenido firme y había resistido a las astucias y a los artificios, atributos de la serpiente antigua; se asusta cuando el adversario aparece cual león rugiente, olvida que su enemigo es un enemigo vencido, y que habría huido ante quien le hubiera hecho frente.

Pero el odio de los enemigos no se detiene allí. Se transforman en acusadores de este pobre pueblo oprimido. Su carta a Artajerje1  lo prueba: “Sea notorio al rey, que los judíos que subieron de ti a nosotros vinieron a Jerusalén; y edifican la ciudad rebelde y mala, y levantan los muros y reparan los fundamentos. Ahora sea notorio al rey, que si aquella ciudad fuere reedificada, y los muros fueren levantados, no pagarán tributo, impuestos y rentas, y el erario de los reyes será menoscabado. Siendo que nos mantienen del palacio, no nos es justo ver el menosprecio del rey, por lo cual hemos enviado a hacerlo saber al rey, para que se busque en el libro de las memorias de tus padres. Hallarás en el libro de las memorias, y sabrás que esta ciudad es ciudad rebelde, y perjudicial a los reyes y a las provincias, y que de tiempo antiguo forman en medio de ella rebeliones, por lo que esta ciudad fue destruida. Hacemos saber al rey que si esta ciudad fuere reedificada, y levantados sus muros, la región de más allá del río no será tuya” (v. 12-16).

Notemos que no acusan al pueblo de reconstruir el templo ni siquiera dicen una palabra de este, sino que hablan de la ciudad. Fácilmente se descubre su propósito. Quieren impedir la reunión del remanente, porque esta reunión le quitaría al enemigo todo poder sobre el pueblo de Dios: “Si esta ciudad fuere reedificada, y levantados sus muros, la región de más allá del río no será tuya”; mientras que, dispersado, ese pueblo viene a ser fácil presa para sus adversarios. Lo mismo ocurre hoy en día: la oposición de Satanás está particularmente dirigida contra la reunión de los hijos de Dios; y, si no logra corromper a las ovejas, las desune y las dispersa.

Los adversarios de aquel entonces hacen valer ante el rey razones políticas para impedir la reunión del pueblo. Tales motivos tenían gran peso para este monarca bribón y usurpador y, de hecho, eran los únicos que podían preocuparle. El rey comprueba que Jerusalén antiguamente había tenido poderosos reyes, y que estos le harían sombra si su trono fuese rehabilitado, como así también que la ciudad siempre se había mostrado rebelde al yugo extranjero. Ello le basta para detener la obra. Tan pronto como los adversarios de Israel recibieron la autorización, “fueron apresuradamente a Jerusalén a los judíos, y les hicieron cesar con poder y violencia” (v. 23).

De modo que estos cuatro elementos hostiles se reúnen aquí para arruinar la obra de Dios: la astucia (v. 1-3), la intimidación (v. 4-5), la acusación (v. 6-22), la violencia (v. 23-24). Solo la fe habría podido resistir, pero el pueblo carecía totalmente de ella, y el resultado fue que la edificación de la casa sufrió un paro de quince años.

  • 1La historia designa a este impostor que se había adueñado del trono: el usurpador Mago o el falso Smerdis.