Esdras

Esdras 3

El altar y los fundamentos del templo

A los dos caracteres del remanente mencionados más arriba, se les añaden, en nuestro capítulo, muchos otros.

“Cuando llegó el mes séptimo1 , y estando los hijos de Israel ya establecidos en las ciudades, se juntó el pueblo como un solo hombre en Jerusalén. Entonces se levantaron Jesúa hijo de Josadac y sus hermanos los sacerdotes, y Zorobabel hijo de Salatiel y sus hermanos, y edificaron el altar del Dios de Israel, para ofrecer sobre él holocaustos, como está escrito en la ley de Moisés varón de Dios. Y colocaron el altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras, y ofrecieron sobre él holocaustos a Jehová, holocaustos por la mañana y por la tarde” (v. 1-3).

  • 1El mes de Etanim, mes de la dedicación del templo de Salomón.

El altar reedificado

Durante los 70 años del cautiverio, ese pobre pueblo, herido por el juicio de Dios, se había visto privado del culto de Jehová. El templo estaba destruido, todos los tesoros habían sido saqueados. Hasta el altar de bronce había sido destrozado. Pero, en cuanto el remanente vuelve a su país, el altar, primer símbolo del culto, sin el cual este no podía existir, es reedificado.

Es esta una figura sorprendente, destinada a instruirnos. En Carán, Abraham no tiene altar; cuando atraviesa la frontera de Canaán, aparece el altar. El patriarca desciende a Egipto y pierde su altar; al subir de Egipto, lo vuelve a encontrar. De modo que el altar se vincula íntimamente con la morada en el país de la promesa. Es preciso pertenecer a la Canaán celestial para realizar el culto. Más aun, es necesario encontrarse en ella, haber tomado posesión de la herencia, haberse dado cuenta de que se está liberado del poder de las tinieblas y de que se ha sido trasladado a un nuevo reino –el del Hijo del amor del Padre–; no hace falta nada menos que todas estas cosas para poder ofrecer a Dios un culto que le sea aceptable. La Iglesia de Cristo, infiel, las ha perdido de vista. Pero, en estos días del fin ¿hemos sido despertados para servir realmente al Señor y rendirle culto? Si se pregunta a los cristianos qué significa esta palabra, la mayoría de ellos muestran, por sus respuestas, que no tienen más que una muy pálida idea al respecto. Pero no nos detengamos en este tema; veamos más bien en qué consistía el culto para este pobre remanente.

En primer lugar, no habían sido librados a su parecer para determinarlo, pues tenían la ley de Moisés y los mandamientos de Dios. Por eso también se dice en el versículo 4: “como está escrito” y “conforme al rito”. La Palabra divina les informaba sobre el culto según la ley, tal como ella nos informa hoy en día sobre el culto según el Espíritu. Es muy importante observar el papel que la Palabra desempeña en todo esto. La cuestión no era, para el pueblo, saber lo que otros acostumbraban hacer, sino lo que la ley de Moisés les revelaba a este respecto. Las Escrituras habían vuelto a tener, para este remanente, su lugar y su importancia.

El altar y el culto

En segundo término, el remanente comprendía que el culto estaba vinculado con el altar. Este formaba su centro, tal como la Mesa del Señor (1 Corintios 10:21) forma el centro del culto para el cristiano. El sacrificio estaba colocado sobre el altar y en virtud de ese sacrificio el pueblo adoraba a Dios, ya que por él se podía ser reconciliado y puesto en relación con Jehová.

Ellos construyeron el altar sobre su emplazamiento. Al comprobar que todo había sido destruido y trastornado en Jerusalén, habrían podido contentarse con un sitio cualquiera para edificar allí su altar. Y ¿acaso no es ese el espectáculo que la cristiandad ofrece hoy? Cada uno escoge su emplazamiento para erigir allí su altar, con el pretexto de que, como el verdadero templo está destruido, dispone de libertad para elegir el lugar que más le conviene. No ocurría así con estos fieles. Ellos conocían el emplazamiento del templo, el del atrio, el del altar, y fue en ese lugar que lo construyeron, y no en ningún otro, determinando así el centro de la reunión y del culto para el pueblo de Dios. No querían otro y no conocían, ni en la ruina ni en los días más prósperos de Israel, otro emplazamiento que aquel. La era de Ornán, en la colina de Moriah, seguía siendo el único sitio donde el culto podía ser rendido.

Señalemos, en tercer lugar, que este remanente, tan pobre y tan débil en apariencia, no se limita a un entendimiento o a una deferencia mutuos para edificar el altar en su emplazamiento. Manifiestan prácticamente la unidad del pueblo, representada de manera visible por el altar. Toda su actitud es un testimonio de esta unidad; el pueblo se reúne como un solo hombre en Jerusalén. La distancia desde sus ciudades no les impide de manera alguna llegar al altar de Jerusalén y no a otra parte para mostrar allí esta unidad.

Lo mismo sucede hoy en día respecto a la Mesa del Señor: esta es, como el altar del remanente, la manifestación de la unidad del pueblo de Dios, la que encuentra su expresión en “un solo pan” del cual todos participan. Poco importaba que los judíos fuesen poco numerosos; poco importa que no seamos más que dos o tres: la unidad de todo el pueblo, así fuese el subido del cautiverio como el disperso al borde de los ríos de Babilonia o en las desconocidas ciudades de Persia y Media, era expresada allí por el altar erigido en medio del atrio. No se preguntaban si otros seguirían su ejemplo: tenían, para obrar, la voluntad de Dios, proclamada por Moisés. La Palabra les obligaba; su reunión era un acto de obediencia. Obedecían antes de emprender la obra de la casa, lo que vendría más tarde. Por el momento, el culto –algo más grande que el lugar santo, más grande que el arca o el trono entre los querubines– quedaba restablecido. ¿No sucede otro tanto con lo que reúne a los santos en torno al memorial de la cruz de Cristo, lugar bendito en donde el Cordero de Dios fue ofrecido, ese Cordero inmolado al que adoraremos, como tal, en la gloria?

Pero el establecimiento del altar implicaba algo más que un acto de obediencia. Este remanente era la debilidad misma. Las hostiles naciones de esta tierra le rodeaban y eran muy apropiadas para inspirarle terror. “Y colocaron el altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras” (v. 3). ¿Dónde iban a encontrar una salvaguardia y una protección contra sus enemigos? En ningún otro lugar más que delante del Dios a quien venían a buscar a su altar. Realizaban así por la fe la presencia de Jehová en esa Su casa que iban a construir. Allí donde se encontraba el altar, Dios podía morar. Desde entonces ¿qué habían de temer? Podían decir: “Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal; me ocultará en lo reservado de su morada; sobre una roca me pondrá en alto. Luego levantará mi cabeza sobre mis enemigos que me rodean, y yo sacrificaré en su tabernáculo sacrificios de júbilo; cantaré y entonaré alabanzas a Jehová” (Salmo 27:5-6).

La fiesta de las trompetas

Hay aun otra circunstancia digna de atención: el mes en que el pueblo acudió desde todas sus ciudades a Jerusalén fue el mes séptimo (v. 1). El primer día de este séptimo mes tenía lugar la fiesta de la luna nueva, inaugurada al son de trompetas (Levítico 23:23; Números 10:10; Salmo 81:3). Ese día era notablemente apropiado para la condición del pueblo subido del cautiverio y para las gracias que Dios acababa de concederle. Israel había perdido otrora las bendiciones divinas por su propia culpa. La luz de la gloria de Jehová que el pueblo debía reflejar, como la luna refleja el sol, había desaparecido; pero he aquí que la luna nueva, imagen del pueblo restaurado, comenzaba a reaparecer. Todavía no era el pleno resplandor de este astro, pero ese primer cuarto de la luna presagiaba la manifestación futura de la gloria del pueblo de Dios. ¿Qué fiesta más característica podía escogerse? Era un día de reposo y de conmemoración (Levítico 23:24). Ninguna tristeza debía deslucirlo y, sin embargo, ¡el terror de las naciones circundantes estaba sobre ellos! Desde el primer día de este séptimo mes, el altar estaba construido y se ofrecía en él el holocausto de la mañana y de la tarde (v. 6); no el sacrificio por el pecado, sino el holocausto, verdadera imagen del culto; y el pueblo debía continuar ofreciéndolo, sin interrupción alguna, hasta que el templo estuviese acabado.

¿No debe ser también así en los días actuales, los que ofrecen tan notables analogías con el libro de Esdras? ¿El pueblo de Dios no debe tener también su altar, ofrecer siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanzas, el fruto de labios que confiesan Su nombre, y hacerlo así hasta que “el templo santo en el Señor” esté acabado a Su venida? (Hebreos 13:10, 15; Efesios 2:21; 1 Corintios 11:26).

Notemos todavía un punto muy notable: el décimo día del mes séptimo, el gran día de las expiaciones, cuando el pueblo debía afligir su alma (Levítico 23:26-32) no se menciona aquí. En un tiempo que está todavía por venir para el pueblo judío, al que alude Zacarías 12:10-14, ese día de ninguna manera será omitido. Habrá entonces un gran llanto en Jerusalén, “como el llanto de Hadad-rimón, en el valle de Meguido”. Es que entonces se tratará de volver a recibir, como rey de gloria, al Mesías a quien este mismo pueblo del libro de Esdras, de regreso en su país, había rechazado y crucificado. El remanente futuro solo podrá celebrar la fiesta de los tabernáculos (Zacarías 14:16) después de ese gran día de las expiaciones.

No era así en el libro de Esdras. El pueblo había sido restaurado parcialmente, para poder recibir al Mesías cuando este se presentase a Israel. Todavía no era cuestión de Su rechazamiento, sino de recibirle como el Ungido de Jehová. Por consiguiente, no se trataba aún de una humillación nacional, tal como lo expresaba el gran día de las expiaciones, sino simplemente de recibirle cuando viniera. En vista de ese momento ¿debía haber, en el corazón del pueblo, en el libro de Esdras, otra cosa que gozo? No hablamos aquí de la misión de Juan el Bautista, del bautismo de arrepentimiento que debía preceder inmediatamente la venida del Mesías a Israel y que no correspondía al gran día de las expiaciones.

La fiesta de los tabernáculos

De modo que, en Esdras, la fiesta de los tabernáculos (v. 4), la del día quince del mes séptimo (Levítico 23:33), sigue inmediatamente a la de la luna nueva. En esta fiesta solo había que regocijarse (Deuteronomio 16:13-15). Esta fiesta debía tener lugar en ocasión de la entrada en el país de Canaán, después de la liberación de Egipto y la travesía del desierto. Se celebraba en recuerdo de esta travesía, pero ya no bajo tiendas levantadas al ardor del sol en medio de las arenas del desierto. El descanso de la tierra prometida había llegado. El fresco follaje de los bellos árboles de este buen país formaba desde entonces las tiendas bajo las cuales un pueblo gozoso recordaba las vicisitudes de antaño. En Esdras, la fiesta de los tabernáculos nos hace asistir, por así decirlo, a un país de Canaán vuelto a encontrar, mientras se espera el aparecimiento del Mesías anunciado, y es como si el pueblo nunca hubiese entrado anteriormente en la tierra prometida. En Nehemías 8:9-15 lo vemos celebrar esta misma fiesta, por primera vez, de manera completa, según las prescripciones de la ley, mientras que en Esdras encontramos más bien el lugar que la fiesta de los tabernáculos ocupa en la restauración del pueblo.

Para los fieles de nuestros días, a quienes se les podría llamar el Remanente de la economía cristiana, esta fiesta corresponde al gozo de la posición celestial del pueblo de Dios, realizada como una cosa completamente nueva, descubierta en la Palabra después de siglos de cautiverio espiritual en los cuales tal posición había sido olvidada o perdida de vista. Como en Esdras 3, ella, por lo demás, solo podía ser sacada nuevamente a la luz con la construcción del altar, es decir, con la realización del culto. Con el culto, es preciso que la posición celestial de la Iglesia necesariamente sea comprendida. Los creyentes no tienen una religión terrenal, como el pueblo judío. El culto les introduce en el cielo, mientras que exteriormente todo está en ruinas a su alrededor y la Iglesia, tal como el templo al principio del libro de Esdras, no es más que un montón de escombros. Por eso Esdras tiene cuidado al decirnos: “pero los cimientos del templo de Jehová no se habían echado todavía” (v. 6).

Establecimiento de los levitas

Una tercera bendición espera todavía a este pobre remanente. El segundo año de su llegada a la casa de Jehová en Jerusalén, en el segundo mes (v. 8), los levitas (quienes representan para nosotros el ministerio) son establecidos, según el pensamiento de Dios, para supervisar la construcción del templo. En esto, como al edificar el altar, el pueblo manifiesta su unidad al mantenerse “como un solo hombre” (v. 9). No hay ningún desacuerdo entre ellos en cuanto al establecimiento del ministerio según la Palabra. Eso también es una bendición vuelta a encontrar. La epístola a los Efesios, la que manifiesta nuestra posición en Cristo en los lugares celestiales, nos revela también el papel y el carácter de los dones de Cristo a su Iglesia (Efesios 4).

Después de estas tres cosas (el altar o el culto; la fiesta de los tabernáculos o el disfrute de la posición celestial; el establecimiento de los levitas o el ministerio), el remanente se ocupa en echar los fundamentos de la casa.

Los fundamentos del templo

En efecto, para este pobre pueblo el restablecimiento del culto no lo era todo. Le hacía falta empezar de nuevo todo el trabajo de edificación de la casa de Dios. Esta casa, cualquiera haya sido la destrucción sufrida, aun la más completa, en apariencia, como la que fue efectuada por Nabucodonosor, siempre es considerada en la Palabra como la Casa. Tiene una sola historia, una sola existencia a los ojos de Dios, a través de sus diversas fases de construcción o de derribo. Al ser reedificada, no es para Dios un nuevo templo, sino el mismo templo con glorias distintas. Por eso está escrito en Hageo, respecto al templo reconstruido por el remanente en el tiempo de Zorobabel: “La gloria postrera de esta casa” (alusión al templo milenario que el Señor llenará con su gloria) “será mayor que la primera” (alusión al templo de Salomón).

Esta observación es muy importante para el tiempo actual. La Iglesia de Cristo tendría que haber estado en medio de las ruinas de la cristiandad, pero se unió con el mundo al abandonar el testimonio. Sin embargo, los cristianos que comprueban este estado y se humillan por él son convocados a trabajar en la edificación de la casa de Dios. No se trata de que Dios les llame a levantar una nueva casa, pues hay y siempre habrá una sola casa de Dios, una sola Iglesia de Cristo. Los cristianos convencidos de esta verdad retrocederán ante la pretensión de edificar iglesias que el Cristo no aprobará ni reconocerá jamás. Cristo tiene una Iglesia, un cuerpo, una Esposa a la que ha amado y por la cual se dio a sí mismo; él tiene en la tierra una sola casa, y en él, principal piedra del ángulo, todo el edificio va creciendo para ser un templo santo en el Señor, morada de Dios en el Espíritu.

Todo ello es su obra, pero también ha confiado esta obra a la responsabilidad de su pueblo, pues no es él solamente quien añade materiales a aquel edificio, piedras vivas, sino que también nosotros tenemos la responsabilidad de traer materiales apropiados para la santidad de este edificio. En el curso de los tiempos estos materiales fueron mezclados con madera, heno, hojarasca (doctrinas destructoras o personas extrañas a la casa de Dios), mientras que tan solo tendrían que haber sido oro, plata y piedras preciosas (1 Corintios 3), y el edificio ha caído en ruinas, tal como su antitipo, el templo de Jerusalén. Pero eso no impide de ningún modo que esta construcción siga siendo confiada al pueblo de Dios. Este pueblo, responsable de conducirla a buen fin, ha fracasado, no obstante lo cual es llamado a trabajar en ella como si todo se encontrase en estado normal.

En el tiempo de Zorobabel, los fundamentos mismos del templo estaban destruidos y se debía volver a colocarlos (v. 6, 10). ¿Podían diferenciarse de los del templo de Salomón? De ningún modo: los levitas puestos para “que activasen la obra de la casa” y “los que hacían la obra en la casa de Dios” (v. 8, 9), asistidos por los sacerdotes, debían hacer todas las cosas según las instrucciones dadas al principio por David, rey de Israel (v. 10). Tampoco hoy, cualesquiera sean los obreros, se puede colocar ningún otro fundamento fuera de Cristo. Sobre esta roca, dice el Señor, edificaré mi iglesia. Por su parte, el apóstol Pablo, como perito arquitecto, había cumplido esta tarea poniendo el mismo fundamento (1 Corintios 3:10), de modo que ninguno tiene el derecho de hacer algo distinto de lo que él hizo.

Tanto en el tiempo de Esdras como actualmente, el fundamento no puede ser nuevo, pues, luego de siglos de abandono, se ha vuelto a encontrar y colocar el único capaz de sostener la casa, la Asamblea de Dios.

Todavía debemos hacer notar que la reedificación de la casa de Dios era inseparable del testimonio dado respecto a su ruina y a la del pueblo. Todo lo que cumplía el remanente, lo hacía “conforme a la voluntad de Ciro rey de Persia” (v. 7). Eran esclavos de las naciones a causa de sus pecados, y continuamente tenían que estar conscientes de su estado, hasta la restauración gloriosa del pueblo por el Mesías prometido. Esto es lo que, más tarde, los macabeos comprendieron tan poco y lo que tanto ofendía al orgulloso corazón del pueblo en el tiempo de Jesús que se atrevían a decirle: ¡“Jamás hemos sido esclavos de nadie”! (Juan 8:33). La conciencia de nuestra ruina debe caracterizarnos hoy, tal como caracterizaba al pueblo en el tiempo de Esdras. No podemos ni debemos negarla o sacudir su peso de sobre nuestros hombros, sino que es preciso que llevemos la humillación que ella produce mientras volvemos a colocar la casa de Dios sobre su único y real fundamento, Cristo, con los apóstoles y profetas que han dado testimonio de él.

Gozo y tristeza

Los sacerdotes y todo el pueblo celebran una fiesta de alabanzas en el momento en que los fundamentos del templo vuelven a colocarse (v. 10-13). Este hecho, unido al establecimiento del altar, tiene mucha importancia para nosotros. En medio de la ruina más completa, dos cosas permanecen inmutables: la obra de Cristo y su persona, Cristo altar y fundamento, Cristo nuestra salvación y Aquel sobre el cual somos edificados para siempre, Cristo objeto del culto y de la incesante alabanza de los suyos. En los tiempos sombríos que atravesamos, bajo la humillación y el oprobio merecidos que son nuestra porción, podemos, sin embargo, cantar el himno del porvenir, pues Él no ha cambiado. Vemos aquí al remanente entonar el canto de la gloria milenaria en medio de las desolaciones de su historia y entre las ruinas de Jerusalén: “Y cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia sobre Israel” (v. 11). Él es el mismo, su amor no cambia y será plenamente manifestado cuando introduzca a su pueblo amado en Su propia gloria.

Sin embargo, en medio de este gozo, no pueden estar ausentes la tristeza y el dolor. Este es también otro carácter común del remanente de aquel entonces y del de nuestros días. El templo que ellos edificaban no podía compararse con el de Salomón; tampoco la Iglesia actual puede compararse con lo que era cuando se formó, por el poder del Espíritu Santo, para ser testigo de Cristo subido a la gloria. El gozo podía ser sin mezcla en aquellos que eran jóvenes todavía y no podían acordarse del pasado. Estos asistían a una especie de resurrección del pueblo, y en ella veían la maravillosa intervención de la gracia de Dios. ¿Quién, pues, habría querido impedir que se regocijaran? Pero los sacerdotes, los levitas y los jefes de casas paternas lloraban porque, al estar más en comunión con Dios, tenían más conciencia de la deshonra infligida a Su nombre. Y los ancianos lloraban porque habían conocido tiempos mejores.

Esta mezcla de gozo y de lloros en alta voz subía ante Dios, tan mezclado, por así decirlo, que no se podía distinguir el uno del otro, y “se oía el ruido hasta de lejos” (v. 13). Igualmente los que hoy en día sienten en su corazón el deseo de edificar la casa de Dios y colocar sus destruidos fundamentos, deben dar a conocer, por medio de su actitud, que una verdadera humillación acerca de su estado no se puede separar del gozo que experimentan al celebrar juntos la obra y la persona de Cristo como único fundamento de las bendiciones actuales y futuras.