Esdras

Esdras 5

Despertar y edificación del templo

En los capítulos precedentes hemos visto la actividad del remanente de Judá. Este se componía, en su mayoría, de gente que había podido probar su genealogía. Los que no podían hacerlo eran, por eso mismo, excluidos del sacerdocio como profanos, pero Dios, sin embargo, les reconocía como en bloque, y ellos revelaban, en presencia de sus enemigos, ciertos caracteres que les distinguían de las naciones vecinas.

Si quisiéramos buscar, en medio de la cristiandad, una analogía con este estado de cosas, diríamos que la Reforma ofreció un ejemplo parecido. El protestantismo, salido de un medio casi idólatra, brilló, desde el principio, por los caracteres que le imprimió la presencia de verdaderos creyentes, y, sin forzar la comparación, se podría decir también que hubo, bajo la influencia de la Palabra de Dios nuevamente sacada a la luz, preciosas verdades reencontradas, las que influyeron grandemente sobre la vida y la conducta del pueblo de Dios. Pero las astucias del enemigo y su violencia sedujeron o intimidaron a muchos, de modo que la edificación de la casa de Dios fue estorbada y luego detenida. La epístola dirigida a Sardis (Apocalipsis 3:1-6) describe el estado en el cual cayó la Iglesia salida del papismo, después de la obra divina que, en el principio, le había hecho brillar con tan vivo resplandor.

En Esdras, como lo hemos visto, después del primer entusiasmo durante el cual el pueblo había sido como un solo hombre, la confianza en el poder divino falta y la obra se para. Transcurren quince años. Solo se colocan los fundamentos del templo; la construcción queda absolutamente interrumpida. Durante esos largos años, lógicamente el pueblo debe ocuparse en algo, y, cuando Dios ya no tiene su lugar en el corazón, ¿de qué se va a ocupar si no es en sus propios intereses? Esto es lo que nos enseña el profeta Hageo. El pueblo se construía casas artesonadas, mientras que la casa de Dios estaba desierta (Hageo 1:4). Pero la inactividad espiritual tuvo resultados aun más desastrosos: el pueblo se alió con estas naciones a las cuales había dicho: “No nos conviene edificar con vosotros…” (Esdras 4:3). Comprobaremos los efectos de tal proceder en los capítulos 9 y 10 de nuestro libro.

Despertar del pueblo

Sin embargo, la gracia que les había liberado no se paralizó a causa de su conducta, y asistimos, en el capítulo 5, a un despertar producido por el Espíritu de Dios. Había habido despertares en tiempos de Ezequías y Josías, tal como lo vimos en el segundo libro de los Reyes, antes de que la sentencia de Lo-ammi, pronunciada sobre Israel (Oseas 1:9), hubiese sido ejecutada. En realidad estos despertares eran más bien de los reyes, conductores del pueblo. Este se beneficiaba con ellos, sin que fuese alcanzada su conciencia colectiva. Pero aquí, después del castigo del cautiverio y de la reintegración de los restos de Judá, el despertar adquiere otro carácter. Es un despertar del pueblo, y, además, no se trata, como antiguamente, de separarse de los ídolos y de purificar el templo, sino, cuando el templo ya no es más que un montón de ruinas, de reconstruirlo.

Tal es también el carácter del testimonio actual en medio de la cristiandad. Se trata de traer materiales a la casa de Dios. Él ha vuelto a sacar a la luz la verdad de que esta casa, la Iglesia, Asamblea del Dios viviente, tiene una inmensa importancia a los ojos de Cristo. A pesar de la ruina, él considera a su Asamblea tal como la quiere tener, aun cuando, por la infidelidad del pueblo de Dios, ella haya desaparecido completamente como testimonio público. Su existencia, y más aun su unidad, son tan reales –no a los ojos del mundo sino a los de Dios– como cuando, a semejanza del templo de Salomón, ella se iba edificando y crecía para ser un templo santo en el Señor. Es la misma casa. En Esdras también (cap. 5), el remanente la considera desde este punto de vista: “Reedificamos” –dice– “la casa que ya muchos años antes había sido edificada, la cual edificó y terminó el gran rey de Israel” (v. 11). Y: “Nabucodonosor… destruyó esta casa” (v. 12); y: “Ciro dio orden para que esta casa de Dios fuese reedificada” (v. 13); y también: “Este Sesbasar vino y puso los cimientos de la casa de Dios, la cual está en Jerusalén, y desde entonces hasta ahora se edifica, y aún no está concluida” (v. 16).

Edificación de la casa de Dios

También el carácter del despertar que el Señor suscita en nuestros días consiste en construir la casa de Dios. Hace casi ochenta años1  que esta gran tarea del pueblo de Dios ha sido nuevamente sacada a la luz. ¿Ella ha despertado los corazones de todos los creyentes? No se trata en absoluto, lo repetimos, de construir una nueva Iglesia, pues ella ya existe, edificada por Dios, y crece para ser un templo santo en el Señor; y, para que ella exista, basta que Dios la vea. Pero Dios espera de su pueblo que este la haga visible a los ojos de todos trayendo materiales convenientes para su edificación. El evangelista, los pastores y los maestros son los agentes empleados por el Espíritu Santo para la edificación de la Asamblea, pero uno se engañaría grandemente si creyese que la evangelización por sí sola añade almas al edificio. Ella es uno de los principales instrumentos, pero este trabajo precisa del concurso de todos los dones, y más aun, cada uno de los testigos de Cristo es responsable de aportar materiales nobles y vivientes para la casa de Dios. Nuestra infidelidad ha dispersado estos materiales en lugar de reunirlos, de suerte que ya no son visibles más que a los ojos de Dios. Hoy en día incumbe a los fieles el cuidado de discernirlos y de colocarlos en su sitio, de modo que la casa de Dios vuelva a hacerse visible en medio de este mundo, aunque esto no se manifestase más que por unas hiladas de piedras que mostraran lo que ella debe ser.

Era ese el testimonio al cual era llamado a dar el remanente de Judá. Cuántas veces oímos decir que la evangelización es el testimonio, y esta idea, fundamentalmente errónea, tiene por efecto que se crea haber dado una mano en la construcción de la casa de Dios con la conversión de almas que luego son dejadas desamparadas en medio de sistemas humanos extraños a la Asamblea de Dios.

Queridos lectores, meditemos en estas cosas. Tenemos, en nuestros días, algo que edificar, y no son edificios caducos que se llaman iglesias, a los que Dios no reconoce y por los cuales el corazón de Cristo no siente ninguna simpatía. Él amó a la Iglesia; al darse por ella mostró el precio que ella tenía a sus ojos. ¿Tiene ella para nosotros el mismo precio que para él? En tal caso, tendremos un corazón amplio que nos elevará por encima de puntos de vista estrechos y sectarios, un corazón que arda con amor que solo se pueda sentir satisfecho al ver a todos los rescatados reunidos en la unidad del cuerpo de Cristo. Y, aun cuando esta tarea no se pueda realizar como lo fue al principio de la historia de la Iglesia, Dios acreditará en la cuenta de los suyos la actividad desplegada para proclamar y realizar en la práctica la existencia de una sola casa, una Asamblea del Dios viviente, reconocida por él en este mundo.

  • 1Este estudio fue escrito en 1911.

El ministerio de los profetas Hageo y Zacarías

“Profetizaron Hageo y Zacarías hijo de Iddo, ambos profetas, a los judíos que estaban en Judá y en Jerusalén en el nombre del Dios de Israel” (cap. 5:1). Para operar este despertar bastan aquí dos profetas. Eran portadores y representantes de la Palabra de Dios para el pueblo. Por ellos, la Palabra, vuelta a poner en la luz según el poder del Espíritu Santo, actuó sobre las conciencias. Veremos más adelante, cuando Esdras entre en escena (cap. 7-10), cómo esta misma Palabra es presentada a las almas sin ninguna de las señales del poder profético. Esdras, quien será su portador, no tendrá otra pretensión que la de establecer a los fieles en las verdades que presentan las Escrituras, a fin de que su marcha se ajuste a ellas. Los dos profetas por un lado, Esdras por el otro, nos presentan dos acciones diferentes de la Palabra de Dios. Después de haber despertado, ella fundamenta y nutre, y gracias a ella las almas son santificadas para conducirse de una manera digna de Dios. Un período de despertar que no va seguido por la enseñanza de la Palabra será de corta duración y se extinguirá sin dejar otros rastros de su paso que unas almas individualmente salvadas y conducidas al conocimiento de Cristo. Es esta una bendición inapreciable, sin duda, pero que no agota el tesoro de las bendiciones cristianas. Por eso no se puede insistir lo bastante acerca de la importancia de la doctrina para el progreso de las almas despertadas.

El ministerio de Hageo y de Zacarías tuvo por resultado inmediato el que los jefes del pueblo, Zorobabel y Jesúa tomaron su palabra a pechos. “Se levantaron… y comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén; y con ellos los profetas de Dios que les ayudaban” (v. 2). Los conductores no esperan un asentimiento unánime ni procuran provocar una acción conjunta cuando se trata de edificar la casa. Eso es lo que siempre sucederá. El único medio para suscitar la actividad de la fe en los demás es desplegar uno mismo esta actividad, con un corazón lleno del sentimiento acerca de lo que se debe al Señor y de nuestra responsabilidad para con él. Así seamos tan solo dos o tres los que andemos con un corazón íntegro en el camino de la consagración a la Asamblea de Dios, tengamos la seguridad de que nuestro celo dará sus frutos. ¿Dos o tres solamente?, se podrá decir. Sí, Hageo y Zacarías, Zorobabel y Jesúa, representaban por sí solos, en ese momento, al verdadero Espíritu de Cristo. Eran, en resumen, la realeza, el sacerdocio y el Espíritu de profecía obrando para la bendición de todos. Estos dos hombres, y con ellos los profetas de Dios, comenzaron a construir. Pronto otros se les asociaron. El pueblo se solidarizó con sus conductores en la acción contra el enemigo.

Nuevos opositores

Desde la primera oposición a la edificación del templo, nuevos hombres, Tatnai, Setar-boznai y sus colegas (v. 6), habían reemplazado a los antiguos enemigos del pueblo, Bislam, Tabeel y sus colegas (4:7). En Nehemías 6:1, estos vuelven a cambiar: son Sanbalat, Tobías y Gesem el árabe con sus colegas. Los hombres se suceden en su enemistad más o menos violenta u odiosa contra la obra de Dios, pero la oposición subsiste, porque el enemigo que emplea todos estos instrumentos no ha cambiado. ¡Ah, si la fe nunca se dejase detener por los obstáculos que levantan los agentes de Satanás! ¡Si comprendiésemos bien que la obra de Dios no se puede destruir porque Dios permanece por encima de todos! Él puede permitir que nuestra incredulidad y cobardía retrasen esta obra y la interrumpan, y eso para enseñarnos a conocernos, a juzgarnos y a humillarnos, pero sin embargo Su obra se cumplirá. Su casa, aun destruida, permanece, y mientras los enemigos se suceden rápidamente, Zorobabel, Jesúa y sus compañeros permanecen hasta que hayan cumplido la obra encomendada y nuevos instrumentos, como Esdras y Nehemías, surjan para imprimirle un nuevo carácter.

Pero ya el testimonio que pertenece a este despertar, provocado por los profetas, no tiene exactamente el mismo carácter que el de los capítulos 3 y 4. En cierta medida, podría comparárselo con la evangelización que acompaña al cristianismo. El remanente ya no proclama solamente aquí, como en el capítulo 4:1 y 3: “Jehová Dios de Israel”, sino “el Dios del cielo y de la tierra” (cap. 5:11-12); y el templo ya no es solamente el “templo de Jehová Dios de Israel” (cap. 4:1), sino “la casa de Dios” (cap. 5:13, 15-17). Estos términos hablan claramente de Dios, tal como él se revela a las naciones, y del título milenario de Cristo. El futuro templo de Jerusalén no será establecido únicamente para las doce tribus, pues los gentiles tendrán en él su parte, y las naciones con sus reyes subirán a él para adorar al “Dios del cielo y de la tierra”. El pueblo de Jehová se coloca aquí frente a las naciones como sirviendo al Dios que ellas mismas deberían servir. Del mismo modo, nosotros presentamos a nuestro Padre al mundo como el

Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos
(1 Timoteo 2:4).

En este sentido yo llamaría al despertar del capítulo 5 un despertar evangélico.

Si el pueblo, tan atacado por sus enemigos, confiesa abiertamente el Nombre y los caracteres de su Dios, no es en absoluto con el sentimiento de su superioridad frente a los que le rodean. No procura disminuir su culpabilidad, sino que reconoce ante las naciones que se halla bajo el juicio de Dios. Si bien los fieles son “siervos del Dios del cielo” (v. 11), reconocen que han sido justamente castigados a causa de sus transgresiones: “Mas después que nuestros padres provocaron a ira al Dios de los cielos, él los entregó en mano de Nabucodonosor rey de Babilonia, caldeo, el cual destruyó esta casa y llevó cautivo al pueblo a Babilonia” (v. 12). Su servidumbre para con las naciones era el castigo de su iniquidad (v. 13-15). Esta actitud, ¿no conviene también a la Iglesia culpable, responsable de lo que le ha sido confiado? Dios pide a sus siervos, tanto hoy como entonces, que su testimonio, para ser eficaz, sea ante todo el testimonio de su ruina.

Hagamos todavía aquí una observación con respecto a la táctica de los enemigos del pueblo. Bajo el reinado de Artajerjes, el falso Smerdis (cap. 4), quien tenía un interés capital en evitar levantamientos contra el poder que había usurpado, los adversarios invocan motivos políticos para detener la obra de Dios. Este monarca se habría sentido poco conmovido por cuestiones religiosas, ya que le importaba ante todo que el pueblo no reencontrara su unidad y el medio de defenderla en una capital fortificada. Los enemigos, pues, escriben al rey que “edifican la ciudad rebelde y mala, y levantan los muros y reparan los fundamentos” (cap. 4:12). Artajerjes da órdenes en consecuencia.

Bajo la autoridad de Darío el persa, la táctica ha cambiado. Darío, como los monarcas de origen persa, aborrecía la idolatría babilónica, al mismo tiempo que concedía a los países que estaban bajo su dominio el derecho de tener cada uno su idolatría especial. Él reconocía al verdadero Dios, como lo veremos en el capítulo 6, y sentía cierto temor hacia él. Los acusadores de los judíos piensan entonces tocarlo en lo más sensible al opinar sobre la construcción del templo y los intereses religiosos del reino. ¿Acaso Ciro había permitido esta reedificación como lo pretenden los judíos? Los enemigos esconden su hostilidad bajo una aparente indiferencia y casi tolerancia. Si el edicto de Ciro no existía, o no era hallado, ellos podían esperar que una orden del rey les impusiese el cese de la obra. Su gran preocupación es la de quedar en buenos términos con el poder del mundo, pues el Nombre de Dios no tiene, de hecho, ningún valor para sus corazones o sus conciencias. “Se nos envíe a decir la voluntad del rey sobre esto” (v. 17).