Fin del trabajo y dedicación del templo
El apoyo del rey Darío
Dios favorece particularmente el despertar que ha provocado, mientras hace sentir cada vez más a los librados la ruina causada por su infidelidad. Darío el persa apoya a los judíos y pronuncia una sentencia equitativa, fundada además en el hecho de que “es ley de Media y de Persia que ningún edicto u ordenanza que el rey confirme puede ser abrogado” (Daniel 6:15). En todo eso se puede ver la providencia de Dios que vela por el pueblo. El edicto de Ciro es encontrado en Acmeta, en la provincia de Media, y no en Babilonia, lo cual prueba que, sin la intervención divina, las investigaciones más minuciosas habrían podido ser inútiles. Darío, si bien no llega hasta proclamar, como Nabucodonosor humillado, que el Altísimo domina sobre los reinos de los hombres, reconoce al Dios de los cielos y al templo de Jerusalén como casa de Dios (cap. 6:9-10, 3, 7, 8). Acerca de esta ordena las dimensiones que denotan su falta de inteligencia en la materia, porque no corresponden ya a las cifras simbólicas del templo primitivo (v. 3; 1 Reyes 6:2), y así más de un pensamiento de Dios queda como sepultado bajo estos números nuevos. Darío reconoce también que las oraciones de estas gentes despreciadas y humilladas son eficaces para la vida del rey y de sus hijos (v. 10). Usa de la autoridad que le es confiada para castigar a aquellos que quisieran oponerse a la voluntad de Dios. Por último, hace una llamada solemne al Dios que habita en Jerusalén para que ejerza venganza sobre los que se oponen a Él: “Y el Dios que hizo habitar allí su nombre, destruya a todo rey y pueblo que pusiere su mano para cambiar o destruir esa casa de Dios, la cual está en Jerusalén” (v. 12). Los adversarios, que no sienten ningún respeto por el pueblo de Dios, se apresuran a obrar de conformidad con el edicto del rey, pues es el temor del hombre lo que llena sus corazones. Pero Dios se sirve de todo, aun de este temor, a fin de cumplir sus designios de gracia para protección de los suyos.
Los ancianos de los judíos edifican y prosperan por la profecía de Hageo y de Zacarías. Acaban el templo, no solamente según la orden del Dios de Israel, sino también según la orden de los soberanos de Persia (v. 14). Es el carácter especial de este despertar producido en medio de la humillación y bajo la esclavitud de los gentiles. El trabajo del templo había sido interrumpido durante quince años, desde el segundo año de Ciro hasta el segundo de Darío el persa (cap. 4:24; Hageo 1:1). Cuatro años más tarde la casa de Dios quedaba lista (v. 15). ¡Cuán desastrosos son los retrasos producidos por el temor de los hombres y por la falta de confianza en el Señor, que es su necesario resultado!
Dedicación del templo reedificado
En el mes de Adar, el duodécimo, que corresponde a nuestro mes de marzo, tiene lugar la dedicación de la casa. Pero, como lo hemos dicho, ya no tiene sus dimensiones primeras y divinas. Esta dedicación solo se celebra muy pobremente, comparada con la de Salomón, de gloriosa memoria. Pero, a pesar de eso, el gozo llena el corazón del pueblo, pues Dios nuevamente hace “habitar allí su nombre” (v. 12) de manera pública y reconocida en esta casa restaurada. No es que su gloria entre allí, ni tampoco que su trono esté entre los querubines, pero su presencia espiritual no puede faltar cuando el centro de la reunión de su pueblo es reconocido. Si bien diecinueve años antes habían manifestado su unidad, cuando la erección del altar, ahora, durante la dedicación del templo, ellos realizan esta bendita verdad: Jehová está en medio de ellos. Él, por así decirlo, consagra su unidad por medio de Su presencia, pero aquí esta lleva todavía la marca del pecado y de la ruina de ellos. Como sacrificio por el pecado, ellos ofrecen doce machos cabríos, según el número de las tribus de Israel (v. 17). Ninguna tribu queda excluida de la confesión pública del pecado expresada por el sacrificio. Ya no se encuentra, como en el tiempo de Elías, un altar de doce piedras que expresan la unidad del pueblo, sino doce machos cabríos ofrecidos sobre el altar para la expiación de un pecado común a todos ellos. Reconocen así su solidaridad y su igualdad en el pecado. El pecado de Judá y de Benjamín, tribus a las que pertenecen estos deportados, es tan grande a sus ojos como el de las diez tribus restantes y precisa la misma expiación. En medio de estas circunstancias, ellos recurren, para organizar el servicio, únicamente a la Palabra, a “lo escrito en el libro de Moisés” (v. 18).
¿Todo eso no nos habla de la posición de los creyentes en nuestros días? Ellos tienen que reconocer el pecado de la Iglesia y sentirse responsables de él ante Dios, sin pensar en echarla sobre otros. Procurar la presencia de Dios en medio de los suyos reunidos en torno a su Nombre; no pretender restaurar en su totalidad lo que hemos arruinado; atenernos únicamente a la Palabra de Dios para establecer y mantener el orden en la asamblea; regocijarnos, en medio de nuestra gran pobreza, de tener, en nuestra humillación, al Santo y Verdadero por nosotros y con nosotros, tales son nuestros privilegios actuales.
Celebración de la pascua
Además de estas bendiciones, el remanente también descubre otras. En el duodécimo mes había tenido lugar la dedicación del templo. En el mes siguiente, el de Abib (abril), el primero del año nuevo, el pueblo celebra la pascua. Vuelve a encontrar el orden de las fiestas tal como había sido instituido por Dios, desde el momento en que se reencuentra un orden completo: el altar y el templo, la reunión y la unidad del pueblo, la presencia de Jehová en medio de ellos. En el capítulo 3, después de haber edificado el altar, habían celebrado la fiesta de los tabernáculos con los holocaustos, y ello era legítimo, pues habían vuelto a encontrar su morada en Canaán. Ahora celebran la pascua. Esta era el memorial del sacrificio por el cual Israel había sido, por una parte, preservado del juicio de Dios, y por otra parte, liberado de la esclavitud de Egipto. Esta fiesta corresponde, para nosotros, los cristianos, al memorial de la muerte de Cristo, de nuestra liberación y de los beneficios del nuevo pacto en su sangre. Este memorial se celebra el primer día de la semana, día de la resurrección, el que es para nosotros el principio de los meses.
“Los sacerdotes y los levitas se habían purificado a una; todos estaban limpios” (v. 20) para celebrar la pascua. Sentían la imposibilidad de traer impureza a esa santa comida conmemorativa, y, así como habían sido unánimes para edificar el altar, para supervisar la obra y colocar los fundamentos del templo, lo son ahora para purificarse “con todos aquellos que se habían apartado de las inmundicias de las gentes de la tierra para buscar a Jehová Dios de Israel” (v. 21).
Ese debe ser siempre el carácter del testimonio de un remanente en medio de la ruina. Este siente que la impureza no puede ser admitida en la Mesa del Señor y que el mundo no tiene ningún sitio allí. Siente que esta comida no puede tener lugar sin el juicio de uno mismo: “Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Corintios 11:28).
La solemne fiesta de los panes sin levadura
En último lugar, “celebraron con regocijo la solemne fiesta de los panes sin levadura siete días, por cuanto Jehová los había alegrado, y había vuelto el corazón del rey de Asiria hacia ellos, para fortalecer sus manos en la obra de la casa de Dios, del Dios de Israel” (v. 22). Esta fiesta de los panes sin levadura es figura de una santificación completa y continua, proseguida durante siete días, número de la plenitud, imagen de todo el curso de nuestra vida, de una vida consagrada a Aquel que nos ha liberado por su muerte y a quien le pertenecemos como algo propio. Es en figura la santificación colectiva e individual de la cual se habla en 2 Corintios 6:17 hasta el capítulo 7:1. El remanente restaurado celebra esta fiesta con gozo, tal como lo había hecho en la fiesta de los tabernáculos, en la dedicación de los fundamentos y de la casa (cap. 3:13; 6:16, 22). En eso difería de lo que estaba escrito en la ley de Moisés: “Siete días comerás con ella pan sin levadura, pan de aflicción, porque aprisa saliste de tierra de Egipto” (Deuteronomio 16:3). Aquí, en todas las bendiciones vueltas a encontrar, no había sitio más que para el gozo.
El remanente de la deportación no estaba solo para celebrar la fiesta. Entre el pueblo que había permanecido en el país durante el cautiverio, “todos aquellos que se habían apartado de las inmundicias de las gentes de la tierra para buscar a Jehová Dios de Israel” (v. 21) tenían parte en esta solemnidad. Sin formar parte del testimonio propiamente dicho, acababan de asociarse a ellos con una verdadera santidad práctica. Por eso tenían parte en el memorial y en la fiesta.
Esta verdad es de gran importancia en el día de hoy. Todos los cristianos separados del mundo y de la profesión sin vida que nos rodea, tienen derecho a la Mesa del Señor y son recibidos en ella con gozo por sus hermanos.
A pesar de tantas bendiciones, los recursos del pueblo, fuera para las ofrendas, fuera para el servicio, eran muy escasas (véase 1 Reyes 8:63). Pero eso no impedía en absoluto el orden del servicio. Tenían, para este orden, una autoridad infalible, a la cual siempre podían recurrir: “lo escrito en el libro de Moisés”; dicho de otro modo, la Palabra de Dios (v. 17-18).