Esdras

Esdras 7

Esdras

Entramos aquí en un nuevo período de nuestra historia. Han transcurrido cuarenta y siete años desde la dedicación del templo, sesenta y ocho aproximadamente desde el edicto de Ciro. Asuero (conocido también bajo el nombre de Jerjes), el monarca de quien nos habla el libro de Ester, hijo del Darío (Hystaspis) de Esdras 5 y 6, durante este intervalo ha sucedido a su padre y ha sido sucedido en el trono por su hijo Artajerjes (Artajerjes mano larga), de quien se trata aquí.

En el capítulo 5, el despertar se había caracterizado por el poder de la palabra profética, produciendo una renovación de energía en el pueblo, el que desde hacía mucho tiempo había abandonado el trabajo de la casa de Dios. Los capítulos 5 y 6 nos han hablado de los resultados de este despertar.

Una vez terminada la obra primaria, el pueblo es llamado a disfrutar apaciblemente de sus frutos. Su nivel espiritual, ¿se conservará en estas nuevas circunstancias? No, sobrevienen tiempos en los que baja rápidamente. Se infiltra el mundo. Como lo veremos al final de este libro, se toleran alianzas profanas que relajan la energía moral. El mal todavía estaba oculto en el tiempo en que fue suscitado Esdras, pues fue su presencia, con nuevos elementos no contaminados, la que descubrió al mal.

El único recurso: la Palabra de Dios

¿Dónde, pues, encontrar un recurso contra este decaimiento espiritual y sus consecuencias? No hay más que uno solo: la Palabra de Dios. Dios suscita a Esdras para enseñar al pueblo la ley de Moisés y para recordarle la importancia de ella. No se trata aquí de nuevas revelaciones, como cuando Hageo y Zacarías hablaron al pueblo, sino simplemente de volver a sacar a la luz y de aplicar a las conciencias los “estatutos y decretos” (v. 10) contenidos en “la ley de Jehová”.

No olvidemos que también en el día actual es nuestra única salvaguardia y nuestro único medio de restauración.

Dice Jehová: …miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra
(Isaías 66:2).

Esdras, en todo sentido, era notable como escogido de Dios para cumplir esta misión. Encontramos primeramente (v. 1-5) su genealogía que no presentaba ninguna laguna. Era de raza sacerdotal y se remontaba, por sus antepasados y las virtudes de estos (la fidelidad de un Sadoc, el celo de un Finees), hasta “Aarón, primer sacerdote”.

En nuestros días, ¿acaso no ha de ser esto así, respecto a los ministros de la Palabra? Su persona, sus obras y su conducta deben mostrar claramente que sus fuentes están en Cristo, el verdadero sumo sacerdote. Ha de ser evidente a los ojos de todos cuál es su Jefe y de quién han recibido la vida.

Un conductor bien preparado: Esdras

Esdras “era escriba diligente en la ley de Moisés, que Jehová Dios de Israel había dado” (v. 6). Dios lo había preparado de antemano, cual don especial, para ser conductor del pueblo, pero eso no bastaba para calificarle a ejercer su ministerio: “Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla” (v. 10). Para buscarla primero, para cumplirla luego, pues, en lo que le concernía a él mismo, no separaba la práctica del conocimiento. No era semejante a esos doctores de la ley que, en los días de Jesús, cargaban a los hombres con cargas que no podían llevar, pero ellos ni aun con un dedo las tocaban (Lucas 11:46). Su vida práctica estaba impregnada de los preceptos de la Palabra de la cual él se alimentaba. Y tan solo a continuación había dispuesto su corazón “para enseñar en Israel sus estatutos y decretos” (v. 10). En una palabra, su vida y su conducta estaban completamente de acuerdo con su enseñanza.

Como consecuencia de esta entera consagración a la Palabra y a la obra, “la mano de Jehová su Dios estaba sobre Esdras”, porque –fijémonos en este “porque”– él “había preparado su corazón” (v. 6-10). Siempre y en toda época vemos que la protección de Dios descansa especialmente sobre aquellos que, olvidándose de sí mismos para no depender más que de él, se consagran sin reserva a Su obra.

Para seguir este camino de obediencia, sin peligro de apartarse de él, Esdras tenía necesidad de un especial conocimiento de toda la Escritura. Era diligente en la ley de Moisés (v. 6); era él “sacerdote… escriba versado en los mandamientos de Jehová y en sus estatutos a Israel” (v. 11). A menudo no hay nada más fatal para las almas que un conocimiento superficial y limitado de la Palabra. Cuántas divisiones y disputas entre los hijos de Dios se evitarían si estos considerasen las Escrituras bajo sus diversos aspectos. Separar una verdad de otras verdades conexas, sin tener en cuenta estas últimas, generalmente es una prueba de ignorancia y de propia voluntad, cuando no el fruto de una orgullosa satisfacción de sí mismo que quiere enseñar a los demás y rehúsa dejarse enseñar por Dios. Casi todas las falsas doctrinas tienen su punto de partida en una verdad sacada de su sitio, por consiguiente mal comprendida y así convertida en raíz de un error.

El edicto de Artajerjes, como así también la carta de Darío (cap. 6), nos muestra las disposiciones mentales de los soberanos de Persia. Sin fe vivificadora, tenían cierto temor de Dios. Tal como su abuelo Darío, Artajerjes reconocía al Dios de los cielos. Si bien dejaba, según dice la historia, a cada pueblo sus ídolos, él mismo no tenía ninguno. La doctrina de Zoroastro, la creencia en un Dios supremo, la enseñanza de los magos, todo eso mezclado con puntos de vista filosóficos en cuanto al principio del bien y del mal, formaba la religión de estos soberanos. Ello les disponía, sin duda, para reconocer al “Dios de los cielos”, pero, en su edicto, Artajerjes va más lejos: reconoce al Dios de Esdras (v. 14), al Dios de Israel (v. 15), al Dios de Jerusalén (v. 19). Reconoce también su responsabilidad para con Dios, cuya ira es de temer (v. 23). Muestra, además, mucha confianza en Esdras, hombre de Dios, pues le encomienda el establecimiento de los magistrados y de los jueces al otro lado del río (v. 25). Él sabe muy bien que el piadoso Esdras no escogerá a los que se rebelan contra la autoridad real. Quiere que este hombre instruya a los ignorantes, y es para él la garantía de paz de su reinado (v. 25). Por último, ordena medidas severas contra los que infrinjan la ley de Dios y del rey, porque, en su pensamiento, identifica juntas estas dos leyes (v. 26).

En cuanto a Esdras, todo lo confía a Dios, aun el favor del rey: “Bendito Jehová Dios de nuestros padres, que puso tal cosa en el corazón del rey, para honrar la casa de Jehová que está en Jerusalén, e inclinó hacia mí su misericordia delante del rey y de sus consejeros, y de todos los príncipes poderosos del rey” (v. 27-28). Ante todo, vive en la presencia de su Dios y experimenta que la mano de Dios estaba sobre él para responderle (v. 6), protegerle (v. 9), fortalecerle (v. 28) y librarle (cap. 8:31).