Esdras

Esdras 8

Segundo retorno

En este nuevo retorno, Esdras es acompañado por parte del pueblo que ha quedado en la provincia de Babilonia. Estos, al igual que su conductor, están en posesión de un registro genealógico exacto. La Escritura los menciona a todos según sus familias y no, como una parte de los del capítulo 2, según sus ciudades. En el primer gran movimiento de restauración quedaba relativamente poca duda en cuanto al derecho de los individuos de pertenecer al pueblo de Dios, y esta duda se refería esencialmente al sacerdocio. Pero aquí parece necesario ser aun más estricto que al principio. Este fenómeno es frecuente. El impulso de un primer amor puede deparar alguna mezcla, porque el amor y el gozo desbordan y sostienen al conjunto del pueblo. Elementos extraños pueden mezclarse entonces y, a menudo, poco después del principio se experimenta lo penoso de esa circunstancia. Pero el poder del Espíritu Santo está allí para discernirles y entresacarles cuando la ocasión se presenta. La historia de la Iglesia, en su nacimiento, nos ofrece ejemplos semejantes. La mentira entra en ella con Ananías y Safira; la carne, que tan solo tiene apariencia de conversión, con Simón el mago; pero el Espíritu de Dios vigila, juzga y discierne, y la casa es momentáneamente preservada de daño. Más tarde la asamblea se pone más en guardia contra el mal: “Has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos” (Apocalipsis 2:2). No es una señal de más poder, ni de más amor, sino que eso viene a ser una necesidad si se quiere conservar puro el testimonio de Dios.

En medio del séquito brillan los hijos de Adonicam, la mayor parte de los cuales había subido con Zorobabel (cap. 2:13). Ahora los últimos (v. 13) vuelven a subir con Esdras. Sus nombres no se olvidan. Así toda la familia está completa, y esta bendición especial se menciona aquí, en el libro de Dios. ¡Ojalá veamos también nosotros familias enteras de Adonicam entre los que el Señor llama a rendirle testimonio en estos días del fin!

Falta de levitas

Estos hombres, incluidos los sacerdotes, mencionados en primer lugar, y los jefes, ascendían a 1.502 (v. 1-14). Pero he aquí que antes de ponerse en camino, Esdras hace una comprobación de las más penosas: “habiendo buscado entre el pueblo y entre los sacerdotes, no hallé allí de los hijos de Leví” (v. 15). Ya eran, como lo hemos indicado, muy poco numerosos en el capítulo 2, y no llegaban a más de 74 personas. Aquí no se presenta ni un solo levita. Permanecen en las ciudades de las naciones, ocupados en sus intereses, sin ninguna intención de subir con sus hermanos para el servicio de la casa de Dios. Esdras se ve obligado a mandarles una especial embajada de jefes y de hombres inteligentes para invitarles a que se unan con sus hermanos. ¡Finalmente concurren treinta y ocho! Los netineos o sirvientes del templo llegan a 220: ¡aproximadamente seis sirvientes por cada levita! ¿No es humillante semejante hecho? ¿No podemos, nosotros también, sacar enseñanza de ello? ¿Dónde están los ministerios, entre el pueblo de Dios, pues, como ya lo dijimos más de una vez, los ministerios de hoy corresponden a los levitas de la antigüedad? ¿Dónde están los que sirven en la casa de Dios y cumplen en ella las funciones que Dios les ha asignado? ¿Por qué esta escasez, esta pobreza? Los que quedaban entre las naciones podían invocar las ocupaciones de sus responsabilidades en medio de sus compatriotas, pero, ¿era preciso que la casa de Dios quedara sin su cooperación? ¿Acaso no debían ellos sacrificar su posición y sus intereses, a fin de servir a Jehová allí donde él quería ser servido?

A pesar de todo, volvemos a encontrar aquí estas palabras: “Según la buena mano de nuestro Dios sobre nosotros” (v. 18), único recurso con el cual Esdras pudo contar. Y, si bien el socorro acordado se consideraba insuficiente, haciendo resaltar las inmensas lagunas producidas por la ruina del pueblo, por lo menos era una ayuda, y el Señor no abandonaba a los suyos.

Con humillación, el pueblo pide la ayuda de Dios

En presencia de esta culpable insuficiencia, ¿qué debían hacer Esdras y sus compañeros? ¿Debían procurar una solución por medio de algún artificio humano sugerido por las circunstancias? De ningún modo. La casa estaba construida; el lugar de reunión del pueblo, edificado; el nombre de Jehová moraba allí; era preciso dirigirse allí cuanto antes. Pero, en esas condiciones, una cosa, una sola era necesaria: la humillación. “Y publiqué ayuno allí junto al río Ahava, para afligirnos delante de nuestro Dios” (v. 21). Sin el ayuno y la humillación, exigidos por el miserable estado de este puñado de hombres, listos para dirigirse a Jerusalén, ninguna bendición era posible. ¿Cómo, en ese estado tan pobre, tan incompleto, habrían encontrado “camino derecho” para ellos, sus niños y todos sus bienes? Otros se habrían sentido tentados a “pedir al rey tropa y gente de a caballo, que les defendiesen del enemigo” (v. 22). Este pensamiento no cabe en el corazón del piadoso Esdras. Él habría tenido vergüenza de alentar semejante idea y de ponerla en práctica. ¿Acaso no había dicho al rey: “La mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan; mas su poder y su furor contra todos los que le abandonan”? (v. 22). ¿Iba a decir acaso: «Me confío a Jehová», y luego dar un mentís a esta palabra al añadir: «Eso no me basta; también me hace falta confiar en el hombre»? No. Este débil remanente ayuna y se humilla, y se dirige a Dios por medio de la oración. Eso era precisamente lo que hacía falta, y no otra cosa. “Ayunamos, pues, y pedimos a nuestro Dios sobre esto, y él nos fue propicio” (v. 23).

Circunstancias como las de Esdras se han encontrado a menudo y se encuentran todavía en nuestros días. A veces las dificultades en apariencia son muy intrincadas. El enemigo nos espera en el camino y se interpone entre nosotros y el cumplimiento de un simple deber: la reunión de los hijos de Dios y el servicio de Su casa. No tenemos ninguna fuerza para resistirle. Nos hace falta el socorro de los levitas, en el cual habíamos fundado alguna esperanza. Satanás querría incitarnos a hacerle frente con la “tropa y gente de a caballo” del rey, con las armas de la carne, sabiendo que seríamos vencidos si empleásemos sus propias armas contra él mismo. ¿Qué hacer? Lo que hizo Esdras: mantengámonos en ayuno, en humillación y en oración, y tengamos la certidumbre de que Dios nos escuchará. “Él nos fue propicio”, dice Esdras. Además de estas armas bendecidas, Esdras tenía la Palabra de Dios consigo y era su representante ante el pueblo. ¿Acaso era rico? ¿Era fuerte? Nada de eso, pero sí poseía los recursos de Aquel cuyo poder se perfecciona en la debilidad.

La misión de los sacerdotes y la de los levitas

En los versículos 24 a 30, los sacerdotes y los levitas reciben en depósito las cosas santas, utensilios, plata y oro, todo lo que había sido dado voluntariamente para la casa de Dios. Estos dones estaban santificados por el Nombre de Jehová y por el carácter de los que ejercían su custodia. “Vosotros estáis consagrados a Jehová, y son santos los utensilios, y la plata y el oro, ofrenda voluntaria a Jehová Dios de nuestros padres” (v. 28), les dice Esdras. Esos dones, provenientes en parte del rey, de los consejeros y de los príncipes, no tenían mancha alguna. Como el Nombre de Jehová y su templo eran reconocidos por estos hombres, Dios podía aceptar sus ofrendas. Pero era necesario, aun para estos dones materiales, plata u oro, que los sacerdotes velaran para guardarlos preciosamente, pues nada de ello debía extraviarse. Sus depositarios debían mostrar a este respecto toda fidelidad e integridad. Vemos, bajo el régimen de la gracia, cómo el apóstol Pablo pone el mismo celo escrupuloso para cuidar del donativo que le era confiado por las asambleas de los gentiles con destino a los santos de Jerusalén (2Corintios 8:20).

Los versículos 32-34 nos cuentan el celo de los sacerdotes y los levitas para cumplir su misión. Estaban enteramente dedicados a su tarea. Nada faltaba para ello; se volvió a encontrar el número y el peso de todos esos objetos. Ojalá les imitemos en los encargos, grandes o pequeños, que el Señor nos confíe. Ojalá que lo que él pone entre nuestras manos jamás lo consideremos como nuestro, sino como algo que debe devolvérsele después de haber sido administrado para él. La mayoría de las veces, los fraudes, pequeños o grandes, de los cuales los cristianos son culpables, ya sea frente a las autoridades, ya sea frente al mundo, no tienen otra causa. Ellos consideran como suyo lo que el Señor les da para administrar, y se exponen a menudo a crueles castigos como consecuencia de su infidelidad. La consecuencia de la fidelidad se muestra aquí. Dios vigila sobre su bien y guarda a los portadores de estos dones a lo largo de todo el camino. La frase, frecuentemente repetida en estos capítulos, se vuelve a encontrar aquí: “Y la mano de nuestro Dios estaba sobre nosotros, y nos libró de mano del enemigo y del asechador en el camino” (v. 31).

Llegada a Jerusalén, esta débil tropa de los hijos del cautiverio “ofrecieron holocaustos al Dios de Israel, doce becerros por todo Israel” (v. 35). Ellos también cuidan de reconocer y afirmar la unidad del pueblo. En ese principio estaba basado su testimonio, aun en su estado de humillación. Pero notemos que ellos no llegan a reconocer este principio sino en la humillación en cuanto a sí mismos y con la precaución de guardar fuera de todo perjuicio la santidad de Jehová. En efecto, proclamar principios sin un estado moral que les corresponda, no es otra cosa que profanarlos. No hablemos nunca de principios si estos no son sostenidos por nuestro estado práctico. La pretensión de poseer la verdad mientras vivimos en la injusticia es odiosa a los ojos de Dios (Romanos 1:18). Más vale la ignorancia de los principios divinos acompañada por una marcha piadosa, según el conocimiento que se posea, que la inteligencia de estas verdades sin santidad en el andar. En estos pobres liberados que vuelven a subir a Jerusalén, vemos un bello ejemplo de la alianza de estas dos cosas: la santidad o consagración a Jehová, y el mantenimiento de la unidad del pueblo de Dios en medio de la ruina.