Esdras

Esdras 1 – Esdras 2

Primer retorno

El primer año de Ciro marca el fin del cautiverio, tal como el primer año de Nabucodonosor había marcado su comienzo. Ciro emprende el restablecimiento del pueblo y la restauración del templo. Primero devuelve a los judíos los utensilios del culto, otrora colocados por Nabucodonosor en la casa de su dios. El rey persa estaba consciente de su misión y conocía lo que Dios, por medio de los profetas, había anunciado de antemano acerca de él. Daniel podía informarle a este respecto. Isaías había dicho: El “que dice de Ciro: Es mi pastor, y cumplirá todo lo que yo quiero, al decir a Jerusalén: Serás edificada; y al templo: Serás fundado” (Isaías 44:28). Ciro alude a este pasaje cuando dice: “Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá” (cap. 1:2). Ciro había podido leer en el profeta estas palabras, escritas mucho antes de su nacimiento: “Así dice Jehová a su ungido, a Ciro, al cual tomé yo por su mano derecha, para sujetar naciones delante de él y desatar lomos de reyes; para abrir delante de él puertas, y las puertas no se cerrarán: Yo iré delante de ti, y enderezaré los lugares torcidos; quebrantaré puertas de bronce, y cerrojos de hierro haré pedazos; y te daré los tesoros escondidos, y los secretos muy guardados, para que sepas que yo soy Jehová, el Dios de Israel, que te pongo nombre. Por amor de mi siervo Jacob, y de Israel mi escogido, te llamé por tu nombre; te puse sobrenombre, aunque no me conociste” (Isaías 45:1-5).

Ciro, como los reyes de Persia, sus sucesores, detestaba los ídolos. Al reconocer al Dios de Israel como “el Dios de los cielos” (v. 2), insiste aquí de modo particular en el hecho de que “él es el Dios” (v. 3). También más tarde Artajerjes, rey de Persia, declara abiertamente que Jehová, Dios de Israel, es “el Dios del cielo” (cap. 7:21, 23).

Pero estas convicciones intelectuales, que podían no tener nada que ver con un trabajo de conciencia o una fe viva, la certidumbre misma de ser un instrumento escogido para cumplir los designios de Dios (v. 2), todo eso no bastaba para restablecer a los cautivos. Dios quería mostrar que era Él y no otro quien cumplía su Palabra. Por eso está escrito: “Despertó Jehová el espíritu de Ciro” (v. 1). También despertó el espíritu de los jefes de Judá y de Benjamín y el de los sacerdotes y los levitas (v. 5). Solo entonces volvieron a subir a su país, pero ¡en medio de qué desnudez! ¡Estaban sin la nube, sin el arca, sin Urim y Tumim! (cap. 2:63).

En medio de la ruina, Dios llama a un remanente

El libro de Esdras tiene para nosotros una gran importancia. En el segundo libro de los Reyes, hemos visto cómo la decadencia de Judá fue interrumpida momentáneamente por los dos períodos de despertar que caracterizaron a los reinados de Ezequías y de Josías. Entonces la lámpara del testimonio, a punto de apagarse, lanzó repentinas claridades y, si el pueblo hubiese prestado atención a ello, su juicio definitivo podría haber sido aún impedido o demorado. Pero no fue así, ya que después de estos intermedios bendecidos y prósperos, el mal, reprimido por un tiempo, se rehizo con creciente intensidad, de modo que el juicio tuvo que ser el desenlace obligatorio. La ruina fue total.

Ahora bien, de en medio de esta ruina Dios, en el libro de Esdras, llama un remanente. No porque estos “venidos de la cautividad” (cap. 4:1) fuesen, de hecho o en conjunto, el verdadero remanente de Israel. Este fue sacado de entre ellos y separado, tal como nos lo enseña Malaquías. Entonces, el verdadero remanente se componía de aquellos que temían a Jehová y hablaban cada uno a su compañero (Malaquías 3:16). Cuando apareció el Mesías, aquellos creyentes existían en Judea y esperaban la liberación de Israel; y cuando empezó el ministerio público de Jesús, este mismo remanente, personificado por los doce discípulos y los que recibían la palabra del Cristo, rodeó al Salvador. Más aun, al final de los tiempos proféticos este mismo remanente esperará la manifestación gloriosa del Mesías en medio de la abierta apostasía del pueblo.

Sin embargo, si bien los restos de Judá, vueltos a Jerusalén durante el reinado de Ciro para esperar y recibir al Mesías, no son el verdadero remanente, nos son presentados por el Santo Espíritu como ejemplo de los caracteres que deben distinguir a un remanente creyente en un tiempo de ruina. Este ejemplo es muy saludable para nosotros, los cristianos, quienes nos encontramos actualmente en medio de las ruinas de la cristiandad; ejemplo por el cual aprendemos cómo ser testigos de Dios en estas circunstancias peligrosas. Tal es el tema importante que van a presentarnos los primeros capítulos de nuestro libro.

Los que volvieron del cautiverio

Los del pueblo que subieron del cautiverio bajo la conducción de Zorobabel y de Jesúa (o Josué), sumo sacerdote, asistidos por nueve jefes, ascendieron a 24.144. Desde el versículo 3 hasta el 20, son designados por el nombre de sus padres; desde el versículo 21 hasta el 34, por el nombre de sus ciudades. Estos, desde su retorno a Palestina, fueron a habitar y repoblar sus ciudades de origen. Todo este pueblo fue inscrito por genealogías, como nos lo enseña Nehemías 7:5.

Los sacerdotes, pertenecientes a las cuatro familias de los hijos de Aarón, se mostraron llenos de celo para retomar su lugar y sus funciones en la casa de Dios que iba a construirse. Ascendieron a 4.289, mientras que, de las tres familias de levitas, una sola fue representada, e incluso en número muy insuficiente.

¿Estos hechos no tienen un mensaje para la actualidad? Como todos los cristianos son sacerdotes para ofrecer culto a Dios, muchos de ellos –siempre en número escaso, por cierto– sienten la necesidad de cumplir, en la Asamblea del Dios vivo, sus funciones de adoradores, pero ¡cómo se hace sentir cruelmente la ausencia de levitas, cuyas funciones corresponden a los ministerios en la Asamblea cristiana! No es que el pueblo careciera de ellos, como lo veremos en el capítulo 8, pero de su parte había indiferencia, pereza espiritual, amor por sus comodidades, sin duda, y ¡tan solo se presentan 74 de ellos para dar escolta al sacerdocio, al pueblo y a sus jefes! Por cierto que es este uno de los rasgos característicos tanto del tiempo actual como de los días de entonces. Aquellos que han recibido dones del Señor para evangelizar, enseñar, pastorear el rebaño de Cristo, temen asumir su responsabilidad con la fuerza que les es dada y ejercer su ministerio tal como el Señor se lo ha confiado. En vez de sentir su responsabilidad, la depositan en otros y prefieren cederles el lugar antes que cumplir ellos mismos con “su carga”. Si este no es el único motivo de la usurpación del clero en la Iglesia, por lo menos esta pereza espiritual la favorece en alto grado. Veremos más adelante qué dificultad tuvo Esdras para reunir a algunos levitas que subieran con él a Jerusalén.

Los cantores, hijos de Asaf, fueron más que los hijos de Leví: la Palabra menciona 128 de ellos (cap. 2:41). Es una función de las más preciosas la de cantar las alabanzas de Dios. Pero ¿no se ve a menudo, en las asambleas de los santos, el papel de los “hijos de Asaf” ampliamente representado con vistas a dispensarse de un servicio más penoso y que compromete más la responsabilidad?

Los porteros ascendían a 139, los netineos o sirvientes del templo, así como los siervos de Salomón, a 392. Estas funciones modestas son muy apreciadas por el Señor. Véase cómo, desde el versículo 43 hasta el 57, Dios registra con complacencia todos los nombres de sus padres. También hoy, así se trate de servir las mesas, de pasar el pan y la copa, de cuidar del “aposento alto”, nada de eso es olvidado por el Señor: los nombres de los que cumplieron este servicio son registrados lo mismo que los demás, y se verá, en más de un caso, cómo aquel que, entre los hijos de Dios, tomó el último lugar, olvidándose de sí mismo para servir a los demás, ocupará un sitio de honor, mientras que tal don notable, que tendía a glorificar al hombre más bien que a Cristo, se sentará confundido en el último lugar.

Sacerdotes, levitas, cantores y siervos en total ascendían a 5.022 almas.

Este pueblo inscrito comprendía, pues, a 29.166 personas, pero toda la congregación reunida ascendía a 42.360. Entre ellas, 652 de los hijos de Israel no pudieron ofrecer pruebas de que realmente formaban parte del pueblo. Además, un gran número de sacerdotes “buscaron su registro de genealogías, y no fue hallado; y fueron excluidos del sacerdocio, y el gobernador les dijo que no comiesen de las cosas más santas, hasta que hubiese sacerdote para consultar con Urim y Tumim” (v. 62-63).

Primer rasgo de un remanente: oponerse a toda mezcla con el mundo

Encontramos aquí el primer rasgo que debe caracterizar a un remanente. En un tiempo normal, no se tenía que presentar la genealogía, pues era evidente para todos que un sacerdote no podía pretender un lugar que no le pertenecía. Lo mismo ocurría en los primeros días de la Iglesia: nadie se atrevía a juntarse con la Asamblea cristiana (Hechos 5:13), porque el poder del Espíritu Santo levantaba una barrera considerable contra la invasión del mundo. En un tiempo de ruina, la cosa es distinta: cuando elementos extraños han hecho irrupción en la casa de Dios, los fieles están obligados a vigilar estrictamente para oponerse a toda mezcla con el mundo. Se trata, en Esdras, de reedificar el templo de Jehová, y el servicio de la casa no podía asociarse con elementos extraños. Por eso veremos más adelante cómo el remanente repudia por completo toda alianza con el mundo cuando tiene por delante una obra en común; pero aquí no se trata de rechazar los elementos de fuera, sino de examinar a las personas que pretenden pertenecer al pueblo de Dios, para saber si pueden proporcionar pruebas de su origen. Lo mismo sucede hoy en día: la mayor vigilancia es necesaria para asegurarse de que la vida de Dios realmente está unida a la profesión cristiana. Los que no podían ser reconocidos por la asamblea de Israel, aun cuando quizás formaban parte del pueblo, no tenían más que reprocharse a sí mismos si no eran admitidos al servicio del templo. Sin duda podían ser de Israel, a pesar de las apariencias, pero ¿por qué no estaban en condiciones de probar su descendencia? ¿Era por culpa de quienes no les reconocían? Antes bien ¿ello no era atribuible a su indiferencia por conservar las pruebas de su origen?

Los sacerdotes eran doblemente culpables. No les quedaba más que un recurso: la llegada de un sacerdote con Urim y Tumim, mediante los cuales consultar a Jehová (Números 27:21; 1 Samuel 28:6). Solo Dios, quien conoce a los que son suyos, podía señalar a aquellos que realmente eran de la familia sacerdotal. Mientras tanto, tenían que esperar, sin poder “comer de las cosas más santas”. Este ejemplo nos muestra también lo que la asamblea cristiana tiene que hacer en los casos dudosos. Esperemos a consultar a Jehová antes de admitir a la Mesa del Señor a aquellos que no pueden probar a ojos de todos su origen divino. Un remanente según los pensamientos de Dios nunca recibirá para la cena a aquellos que hacen profesión de cristianismo, sino a los que nacieron de Dios y tienen el derecho de ser sus hijos.

Los versículos 64 a 67 nos hablan, no ya, como el versículo 43, de los sirvientes del templo, sino de los siervos y las siervas del pueblo, pues Dios tampoco los olvida. De una manera u otra, cumplen su servicio. Así se trate de lavar los pies de los santos, cumplir las funciones más humildes para con aquellos que pertenecen al Señor, o tan solo de dar un vaso de agua a uno de estos pequeños, Dios está atento y registra ese servicio. Había también, entre aquéllos, 200 cantores y cantoras. El canto implica algo más que la alabanza en el lugar santo tal como la celebraban los hijos de Asaf; también tiene que mantener, fuera del culto, la comunión mutua del pueblo de Dios (Efesios 5:19; Colosenses 3:16).

Por último, para no olvidar nada, Dios toma en cuenta hasta a los animales (v. 66-67), todo lo que sirve a los suyos, lo que les es útil, lo que les ayuda. Aquéllos también son cuidadosamente contados, sin que falte ni uno. ¿Qué cuidados quedan al margen de esta enumeración? A todo lo largo del viaje que debía llevarles a la casa de Dios, Dios mismo había velado por su pueblo, preparado el alivio necesario para su fatiga, provisto de antemano a las necesidades de los débiles, de las mujeres y de los niñitos. ¡Qué gran Dios es el nuestro! ¿Acaso buscaríamos un guía mejor, un mejor guardián? ¿No es él el Creador y el Conservador de todas las cosas, nuestro Padre?

Segundo rasgo: el interés por la casa de Dios

El primer carácter del remanente, como lo hemos visto, era un cuidado minucioso para no recibir en el sacerdocio ningún elemento dudoso, a fin de mantener sin mancha el servicio del templo. En los versículos 68 y 69 encontramos un segundo carácter: el celo puesto en la edificación de la casa de Dios, la abnegación que sacrifica sus propios intereses en pro de la obra de Jehová. Los jefes dan voluntariamente una suma considerable. Esto era muy poco si se lo compara con lo que los jefes habían ofrecido antiguamente para levantar el templo de Salomón (1 Crónicas 29:6-9), pero, en un tiempo de extremo empobrecimiento, este don tenía un gran valor a los ojos del Señor del templo, y Él, poseedor de todos los tesoros del universo, lo apreciaba según el celo que le hacía ofrecer, como más tarde iba a estimar las dos blancas de la viuda más que todo lo superfluo de los ricos.

En resumen, los caracteres del remanente, en estos dos capítulos, son estos:

Los fieles aceptan el estado de humillación y de servidumbre en los que les ha colocado el pecado y no procuran mejorar este estado de cosas ni sustraerse a él. Ante todo desean preservar de mezcla profana a aquellos que forman parte de la casa de Dios. Al no tener Urim y Tumim, ellos esperan que, respecto a muchas cosas, Dios les revele su pensamiento. No tienen la pretensión de reemplazar las revelaciones divinas –que por el momento no les son hechas– por algún arreglo humano de su invención. Saben que su medida de inteligencia es pequeña. Si la negligencia de los unos impide que sean reconocidos, y la fidelidad de los otros les obliga a excluirles del servicio sacerdotal, no es menos cierto que el Señor conoce a los que son suyos y que llegará el momento en que él los revelará, sin que falte ninguno.

Mientras tanto, era necesario que estos fieles anduviesen en un camino estrecho, sin ninguna pretensión de un poder que no poseían, y haciéndolo con los débiles recursos que el Dios de misericordia les había dejado.

Pero esta pobreza no excluye en manera alguna la consagración. La casa de Dios es el gran objeto de los pensamientos del remanente y, en cuanto llegan al país de la promesa, todo lo subordinan a ese propósito. Lo que sigue nos permitirá conocer si este celo inicial pudo mantenerse.