Esdras

Esdras 9

Purificación del pueblo

Hasta aquí la restauración (pues los capítulos 7 a 10 se refieren más bien a una restauración que a un despertar) ha producido sus efectos sobre la compañía llegada de regreso con Esdras a Jerusalén. Estos hombres, a quienes la humillación, el ayuno y las suplicaciones les llevan a comprender su pobre estado y todo lo que les falta para el servicio de Dios, también se dan cuenta de que solo la gracia puede conducirles y guardarles. Se aferran a la Palabra de Dios. Los jefes que les encabezan comprenden que la santidad práctica es obligatoria para aquellos que tienen el cuidado de las cosas santas. Llegados a Jerusalén, proclaman la solidaridad del pueblo de Dios y reconocen su unidad a pesar de la ruina.

Alianzas profanas

Pero la llegada de este nuevo refuerzo va a manifestar el estado del pueblo que anteriormente había reedificado el templo de Jehová. Ella permite descubrir el mal oculto que roe al pueblo y obstaculiza su desarrollo espiritual. Los compañeros de Esdras vienen a exponerle lo que han visto: “El pueblo de Israel y los sacerdotes y levitas no se han separado de los pueblos de las tierras… y la mano de los príncipes y de los gobernadores ha sido la primera en cometer este pecado” (v. 1-2). El mundo que le rodeaba había invadido gradualmente la asamblea de Israel y, si bien no todos estaban contaminados, corrían el peligro de serlo, pues sus conductores habían sido los primeros en concertar alianzas profanas. Es triste comprobar que todos los despertares se arruinaron sucesivamente por hacer alianza con el mundo y, al respecto, los conductores son, por su ejemplo, con mucho los más culpables.

Humillación de Esdras

¿Hay algún medio para remediar este estado de cosas? Esdras, el hombre piadoso y consagrado a Jehová, comprende en seguida lo que le incumbe: “Cuando oí esto, rasgué mi vestido y mi manto, y arranqué pelo de mi cabeza y de mi barba, y me senté angustiado en extremo” (v. 3). La primera cosa es, pues, la humillación individual, a la espera de que el pueblo reconozca su falta y se humille de manera general. Siempre debe ser así. Ante la revelación del pecado del pueblo de Dios, no somos llamados en primer lugar a obrar, sino a humillarnos; y si estuviéramos solos, como en aquel entonces Daniel y otros fieles, y como Esdras en ese día, no dejemos de tomar esta actitud ante Dios. Él mira y responde al corazón humillado y quebrantado.

“Y se me juntaron todos los que temían las palabras del Dios de Israel, a causa de la prevaricación de los del cautiverio” (v. 4). El primer efecto de la humillación de Esdras es el de agrupar en torno de él a los que temen las palabras de Dios. Estos son, sin duda, muy poco numerosos el primer día, pero esta humillación va a extenderse a todo el pueblo de Dios. En cuanto a ellos, están caracterizados por lo aprendido bajo la conducción de Esdras. Al conocer por él la Palabra de Dios, hallaron en ella el conocimiento del carácter de Dios, quien en manera alguna puede asociarse a la impureza. ¿Acaso no ha dicho:

Sed santos, porque yo soy santo?
(1 Pedro 1:16).

Por eso Esdras, en su oración (v. 11-12), hace referencia a la Palabra de Dios, a la que tanto conoce: “Hemos dejado tus mandamientos, que prescribiste por medio de tus siervos los profetas, diciendo: La tierra a la cual entráis para poseerla, tierra inmunda es a causa de la inmundicia de los pueblos de aquellas regiones, por las abominaciones de que la han llenado de uno a otro extremo con su inmundicia. Ahora, pues, no daréis vuestras hijas a los hijos de ellos, ni sus hijas tomaréis para vuestros hijos, ni procuraréis jamás su paz ni su prosperidad; para que seáis fuertes y comáis el bien de la tierra, y la dejéis por heredad a vuestros hijos para siempre”.

La humillación individual de Esdras consistía en hacer suyo el pecado del pueblo de Dios. La comunión con los pensamientos de Dios siempre nos lleva a eso. Vemos unos ejemplos de ello en Daniel 9:5, Jeremías 10:23, Nehemías 9:33, y aquí: “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo. Desde los días de nuestros padres hasta este día hemos vivido en gran pecado; y por nuestras iniquidades nosotros, nuestros reyes y nuestros sacerdotes hemos sido entregados en manos de los reyes de las tierras, a espada, a cautiverio, a robo y a vergüenza que cubre nuestro rostro, como hoy día” (v. 6-7).

¡Vaya culpabilidad la de este pueblo, en el momento en que el favor de Jehová volvía a brillar sobre él, a pesar de su servidumbre! “Y ahora por un breve momento ha habido misericordia de parte de Jehová nuestro Dios, para hacer que nos quedase un remanente libre, y para darnos un lugar seguro en su santuario, a fin de alumbrar nuestro Dios nuestros ojos y darnos un poco de vida en nuestra servidumbre. Porque siervos somos; mas en nuestra servidumbre no nos ha desamparado nuestro Dios, sino que inclinó sobre nosotros su misericordia delante de los reyes de Persia, para que se nos diese vida para levantar la casa de nuestro Dios y restaurar sus ruinas, y darnos protección en Judá y en Jerusalén” (v. 8-9).

Y el Señor, ¿acaso no les había hecho promesas, si se separaban de toda alianza con las naciones? Sí, pues había dicho: “Para que seáis fuertes y comáis el bien de la tierra, y la dejéis por heredad a vuestros hijos para siempre” (v. 12).

Aliarse con las naciones era abandonar la separación hacia Él, esta santidad cuyo valor habían experimentado los compañeros de Esdras y que les había dirigido hasta este día (cap. 8:28). Esto era precisamente lo que sus antecesores no habían observado. Les habían invadido alianzas –para nosotros la mundanería–, las que se extendían cual gangrena desde los sacerdotes y los jefes del pueblo hasta la gente del vulgo. Habían olvidado que, al dejar la separación, perdían tres cosas capitales: la fuerza, el disfrute de los bienes del país de Canaán y su posesión permanente por parte de ellos y de su descendencia (v. 12).

Eso es también lo que nosotros, los cristianos, experimentamos, desdichadamente, hoy en día. ¿La fuerza? Observemos que para los compañeros de Esdras, como para nosotros, no se trataba de una fuerza exterior, pues ellos no eran más que un puñado de hombres, sino que la fuerte mano de Jehová había estado con ellos, el enemigo había sido reducido a la nada y sus emboscadas disipadas. Pero, ¿cómo podían pretender ahora las dos restantes bendiciones –el disfrute y la posesión– cuando la corrupción estaba establecida en medio del pueblo?

¿Qué, pues, había que hacer? Esdras se humilla todavía y vuelve a postrar su frente en el polvo. Recuerda con dolor el juicio de faltas pasadas, sin embargo mucho menos severo de lo que el pueblo merecía. “Tú” –añade a pesar de todo– “nos diste un remanente como este”; y si volvemos a nuestras malas obras, ¿no tendrás tú razón para consumirnos, “sin que quedara remanente ni quien escape?” (v. 13-14).

Pero, añade, henos aquí “un remanente que ha escapado, como en este día”. El testimonio es confiado ahora a unos cuantos de este segundo retorno, afligidos y arrepentidos por todos los demás, y diciendo: “Henos aquí delante de ti en nuestros delitos; porque no es posible estar en tu presencia a causa de esto” (v. 15).

¿Acaso hay en este momento una restauración posible para estos pobres escapados? Sí, se encuentra en la actitud que adoptan los que, a pesar de no haber participado en esta impureza, asumen tan completamente la responsabilidad que se identifican con aquellos que permanecen bajo el juicio de Dios. Vamos a ver que esta actitud, tomada con toda sinceridad de corazón delante de Dios, esta fundamental confesión del mal ejerció su influencia sobre los que habían pecado, para dar lugar a su restauración.