La Iglesia

La marcha de la asamblea

Siguiendo la verdad en amor

La vida de la asamblea no queda limitada a las reuniones, aunque sea en estas, y por encima de todo en la Mesa del Señor, donde ella se manifiesta. En realidad, su funcionamiento comprende enteramente la vida cristiana de todos los creyentes. Nos demos cuenta o no, todos los detalles de la vida espiritual de cada uno de ellos repercuten sobre el conjunto del Cuerpo, e inversamente. La extrema dispersión de los hijos de Dios en la hora presente y la confusión general entre el mundo y la cristiandad se vuelven más penosas y humillantes por este solo pensamiento. Ha llegado a ser casi imposible, desde hace mucho tiempo, llevar a la realidad esta solidaridad vital con todos, sino tan solo en pensamiento, por la oración y cuando, al participar en la Cena del Señor, proclamamos que somos “un cuerpo”. Ciertamente nos sentimos felices de gozar del amor cristiano con todos aquellos que encontramos e identificamos como auténticos cristianos. Aun así, desgraciadamente, la práctica de las relaciones fraternales, por bendita y regocijante que sea, está limitada por la imposibilidad de seguir el mismo camino que otros, cuando este camino se aparta de la verdad. Sin embargo, podemos andar con ellos hasta donde sea posible seguir juntos en la misma senda (comparar Filipenses 3:16 con Amós 3:3).

Si sintiésemos más en nuestros corazones los intereses de Cristo en la Asamblea, y si la solicitud por “todas las iglesias” nos preocupase como asediaba todos los días al apóstol Pablo (2 Corintios 11:28), tendríamos más a menudo en los labios las afligidas exclamaciones del profeta: “¡Cómo se ha ennegrecido el oro! ¡Cómo el buen oro ha perdido su brillo! Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles” (Lamentaciones 4:1). Pero, al mismo tiempo experimentaríamos un más ardiente agradecimiento a Dios, por cuya misericordia “no hemos sido consumidos” (Lamentaciones 3:22), y para con Aquel que ha dotado al débil testimonio de Filadelfia de las más firmes promesas (Apocalipsis 3). No cesemos de pedirle la gracia de figurar en las filas de tales testigos.

Aquellos a quienes la gracia de Dios ha querido reunir como testimonio del permanente valor que tiene el nombre de Jesús para congregar, han de velar para que los derechos del Señor sean mantenidos en esta esfera, como debería ser en toda la Iglesia. Podríamos decir que deben conducirse como si fuesen la Iglesia entera.

Esto requiere la actividad continua del amor en la verdad. ¡Qué testimonio se daría, y cuán fortalecidas se sentirían las almas sinceras, si todas las relaciones entre nosotros llevasen el sello de esta doble influencia! “Seguid la paz con todos, y la santidad… Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios” (Hebreos 12:14-15). ¡Cuántas veces la Palabra nos invita a exhortarnos mutuamente, a soportarnos, a ayudarnos y a consolarnos unos a otros! Toda la enseñanza práctica del Nuevo Testamento está, en estas exhortaciones, estrechamente ligada a la doctrina que nos es dada para que “todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Y, precisamente con referencia a la asamblea, hallamos las exhortaciones prácticas de las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, las cuales, más que otras, abarcan la vida entera de los creyentes aquí abajo. Esta vida jamás es considerada solamente bajo el aspecto individual. De aquí la suma importancia de todo lo que el Señor ha puesto “en el cuerpo” para la edificación, a fin de que

Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo; de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor
(Efesios 4:15-16).

Cada uno de los miembros –lo somos todos, individualmente– ¿asume esa “actividad propia” como debe? ¿Dejamos acaso que cada coyuntura funcione libremente para que dichos miembros estén concertados y unidos, y así pueda ser suministrada a todo el cuerpo, de parte del Señor, la substancia nutritiva?

La esfera de administración de la asamblea

La asamblea tiene el derecho de velar sobre las relaciones entre los individuos. Mateo 18 nos la indica como siendo la más alta instancia en la tierra a la cual pueda recurrir un hermano ofendido por otro. Ella no podría desinteresarse de la buena armonía entre miembros del Cuerpo de Cristo. En la epístola a los Filipenses leemos que el apóstol deseaba oír que ellos estuvieran “firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes” (cap. 1:27); y también que para él habría significado un “gozo completo” verlos mantener un mismo sentimiento, un mismo parecer y un mismo amor (cap. 2:2). Asimismo, se sirve de la carta dirigida a toda la asamblea para suplicar a Evodia y a Síntique que sean de un mismo sentir en el Señor (cap. 4:2).

Más aún, la asamblea debe saber de la vida práctica de cada uno de los que participan en el testimonio colectivo. Ella constituye el ámbito en el cual sus miembros han de crecer y fructificar, en paz, en el gozo de la comunión fraternal. Pero esta es muy frágil, y es necesario trabajar sin cesar para restablecerla. Confianza fraternal y vigilancia mutua en amor, con la dirección del Señor y la sumisión a su Palabra, van en haz inseparable. Sin duda alguna, la asamblea no tiene acción propia en la introducción de alguien en el Cuerpo de Cristo, contrariamente a lo que pretenden ciertas denominaciones. Uno viene a ser miembro de ese Cuerpo por el nuevo nacimiento, obra de Dios por su Espíritu y su Palabra.

Tampoco es la iglesia, o en el nombre de una iglesia, que se administra el bautismo. Los que están habilitados para hacerlo son los siervos del Señor. Entre otros preciosos significados1 , el bautismo simboliza la introducción a la profesión cristiana, la casa grande.

Pero la asamblea tiene el privilegio de reconocer y recibir a aquellos que “Cristo… recibió, para gloria de Dios” (Romanos 15:7). Los acoge a la Mesa del Señor, donde se expresa, no nos cansemos de repetirlo, la unidad del Cuerpo.

No obstante, como ya hemos visto, y es menester reiterarlo, tiene la responsabilidad de preservar la santidad de esta Mesa, y la pureza de la Casa de Dios; esto, tanto para la gloria del Señor como para el bien espiritual de los suyos. Hay, pues, un orden que mantener, y este cuidado le corresponde a la Asamblea. Ella tiene que tomar decisiones, según el principio enunciado por el Señor Jesús:

De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo
(Mateo 18:18).

Esta labor espiritual incumbe a la asamblea local entera o, en el estado presente de cosas, al grupo de testigos del Señor que responde a las normas de una asamblea de Dios. Aquellos que “el Espíritu Santo… ha puesto por obispos” (Hechos 20:28), es decir, supervisores, sobreveedores, y de manera más general todos los que tienen puesto su corazón en los intereses de Cristo en la asamblea, sin duda alguna se ocuparán de esta gestión con una diligencia especial. Según el orden invariable establecido en la Escritura, los hermanos tienen una función de administración que las hermanas no han de reivindicar; pero las decisiones solo pueden ser adoptadas en nombre de la asamblea entera, hermanos y hermanas, pudiendo estas, en caso de necesidad, hacer conocer su pensamiento privadamente. No se trata, en todo esto, de cuestiones de procedimiento, o de fórmulas: el hecho capital es que la conciencia de la asamblea esté continuamente ejercitada delante del Señor, para que todo sea hecho según Él, para Él, en su nombre, y en plena libertad del Espíritu.

  • 1N. del Ed.: El bautismo habla del perdón o el lavamiento de nuestros pecados, de nuestra muerte al pecado, de la muerte y la resurrección del creyente con Cristo y de nuestra introducción en una posición completamente nueva como hijos de Dios en Cristo (Hechos 2:38; Romanos 6:3-5; Gálatas 3:26-28; Colosenses 2:10-12, etc.).

La admisión a la Mesa del Señor

La solicitud por la gloria del Señor debe presidir en la admisión de alguien a la Mesa del Señor. Se reconoce a una persona como hijo de Dios por lo que demuestran, no solamente sus palabras –“si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos” (Romanos 10:9)–, sino también por su conducta. De ningún modo se exigirá una perfección quimérica, sino una marcha separada del mal, en el juicio de sí mismo, lo que, en la práctica, se traduce en una manifiesta conducta honorable y la ausencia de todo vínculo con doctrinas que deshonren a la persona de Cristo (2 Juan 9-10). No es una cuestión de conocimientos más o menos profundos, ni se trata de sujetarlo a un examen. No obstante, la asamblea debe tener la certidumbre de que el recién venido es sano en la fe y que conforma su vida a esta fe. Es obvio decir que, a medida que las falsas doctrinas se multiplicaron en la cristiandad, fue necesaria mayor vigilancia para admitir a alguien a la Mesa del Señor. Que aquellos que piensan rebajar a sus hermanos calificándolos de «estrechos» tengan a bien considerar que, a la mayoría de estos les produce profunda congoja tener que obrar así. Pero lo hacen con la absoluta convicción de defender los derechos de su Señor, razón por la que mantienen la muralla y no abren demasiado prematura o ligeramente la puerta. No obstante ello, desgraciadamente, ¡no han sido vigiladas suficientemente!

La disciplina

La “disciplina” de la asamblea para con “los que están dentro”, como dice el apóstol, también es indispensable (1 Corintios 5:12). Consiste en aconsejar, advertir, reprender si es necesario, antes de llegar a la triste obligación de “juzgar”. Un creyente que no practica el indispensable juicio de sí mismo y que se aparta poco a poco del camino, corre hacia una grave caída que manchará, no solamente su propio testimonio, sino el de la asamblea. Ese es el momento en que el amor fraternal debe abrirse camino para hacerle volver, cubriendo una “multitud de pecados” (Santiago 5:19-20; 1 Pedro 4:8; Gálatas 6:1; 2 Tesalonicenses 3:14-15, etc.) Un espíritu humilde, entristecido por las faltas ajenas, que practique aquel lavamiento de pies que Jesús nos enseñó, a menudo dará mejores resultados que severas amonestaciones. ¡Quiera Dios multiplicar a los pastores y a los sobreveedores que tengan, a la vez, la sabiduría y la energía para ejercer una disciplina familiar, intransigente respecto a la falta, pero tierna y misericordiosa para con el débil! La asamblea, y no solamente tal o cual hermano individualmente, tiene el deber de ocuparse de los que andan “desordenadamente” (2 Tesalonicenses 3:6). Mas no puede hacerlo sanamente si no siente duelo por ello (1 Corintios 5:2) y no se humilla, tomando como propio el pecado de uno de los suyos, en vez de erigirse en actitud justiciera. Y si la disciplina no tiene efecto alguno, si el carácter de “perverso” se manifiesta, entonces, abandonando el ejercicio de la disciplina que le incumbe, la asamblea debe poner fuera –donde “Dios juzgará” (v. 13)– a aquel que no se ha dejado restaurar. Al apartarlo de su seno –como lo indica este mismo versículo: “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros”–, ella se purifica, con humillación y dolor. Con relación a aquel del cual se separa, obra en vista de su restauración; en cuanto a ella misma, se juzga delante del Señor1 . “Hemos cometido pecados, nos hemos corrompido en extremo”, decía Nehemías (cap. 9:33).

  • 1N. del Ed.: Recomendamos la lectura del folleto «La disciplina en la asamblea», Nº 5 de la serie «La Iglesia del Dios viviente» de R. K. Campbell.

El valor universal de las decisiones de asamblea

Las decisiones de asamblea, tomadas bajo la mirada del Señor, son selladas con su autoridad, de suerte que lo que es hecho en una asamblea local tiene validez para la Iglesia o Asamblea entera, o sea para todas las asambleas locales. De ahí viene, entre otras cosas, el uso de cartas de recomendación, por las cuales una asamblea local se asegura de que un recién llegado, desconocido por ella, se halla efectivamente en comunión en otra asamblea. Asimismo, un cristiano en comunión tiene la seguridad de ser recibido dondequiera que se presente (Romanos 16:1; 2 Corintios 3:1).

Las divisiones

Nada hay más sencillo, en verdad, que el principio del funcionamiento de una asamblea fundada sobre la unidad del Cuerpo de Cristo. Su aplicación, en cambio, ha llegado a ser de las más delicadas en la actual confusión eclesiástica.

Aquí se plantea un asunto que, naturalmente, no deja de lacerar a toda alma que ama al Señor, a saber: el de la multiplicidad de las Mesas levantadas aun fuera de las organizaciones de la cristiandad. “Un enemigo ha hecho esto”, elaborando –además de estas «denominaciones religiosas», las cuales son productos evidentes de la actividad humana– las más sutiles y engañosas falsificaciones del trabajo de Dios. ¿Dónde hallar la Mesa del Señor? ¿Dónde podremos estar seguros de reunirnos con toda buena conciencia, en obediencia a la Palabra?

Primeramente, no debe sorprendernos el hecho de que el enemigo se haya ensañado contra el testimonio suscitado por Dios en estos tiempos del fin, y que, aprovechando nuestra falta de vigilancia, haya logrado dividir a aquellos que habían salido “fuera del campamento”, o sea del campo religioso. Todos tenemos nuestra parte de culpabilidad en este humillante estado de cosas. Hemos de reconocerlo, en lugar de alegar, con orgullo y desaliento a la vez: “Han dejado tu pacto, han derribado tus altares… y solo yo he quedado…” (1 Reyes 19:10).

Luego, pidámosle al Señor el discernimiento y el celo necesarios para buscar los “siete mil” que Él se ha reservado (v. 18) –pues “conoce… a los que son suyos”–, apartándonos de la iniquidad, ya que no puede haber comunión entre las tinieblas y la luz. Una vez más, estemos seguros de que “el fundamento de Dios está firme”, y que siempre lleva el mismo doble sello de 2 Timoteo 2:19.

El ojo espiritual discernirá si una Mesa puede o no ser considerada como la del Señor, examinando los principios que se observan en ella, e informándose de qué manera ha sido levantada. Es un deber de cada uno tener un concepto claro sobre este punto, como también es el deber de toda asamblea saber qué conducta ha de seguir con los que se presentan para partir el pan.

Supongamos que en una misma localidad existan dos mesas, independientes una de otra. Reconocer a ambas igualmente como la Mesa del Señor sería negarse deliberadamente a guardar la unidad del Espíritu; lo mismo sería negar la unidad del Cuerpo. Es, pues, indispensable informarse con exactitud. Semejante dualidad puede ser la consecuencia de falsas doctrinas de las cuales los creyentes fieles tuvieron que purificarse. Al contrario, puede tratarse de un cisma sin más razón que disentimientos particulares tocante a casos de disciplina. Personas recién llegadas, tal vez hayan levantado su propia “mesa”, sin tener en cuenta la que ya existía. No es posible mantenerse neutral o indiferente a este respecto. Unas veces sería demostrar una culpable indiferencia para con la santidad del nombre del Señor, otras veces, asociarse a una acción sectaria.

Por otra parte, la Mesa del Señor no puede existir en un lugar y permanecer independiente de las que han sido levantadas en otras localidades sobre el mismo fundamento. Por ejemplo, no se puede recibir a uno que ha sido excluido en otro lugar, ni rehusarse a admitir a otro que es recibido allí. Hacerlo sería negar la unidad del Cuerpo.

Una Mesa en la que los principios mundanos, la autoridad o los reglamentos de los hombres se asocian expresamente a la acción del Espíritu Santo, o una Mesa en donde se tolera con pleno conocimiento de causa el mal no juzgado, no puede ser la Mesa del Señor.

¿Significa esto que la infalibilidad sea condición necesaria para la congregación de los creyentes? Claro que no. ¿Podríamos siquiera hablar de reunirnos si fuese así? Puede haber, y lamentablemente hay desfallecimientos, flaquezas, faltas, los que serán perdonados cuando hayan sido juzgados y confesados por la asamblea misma. Negarse a reconocer una asamblea porque ha faltado en la práctica es contrario al espíritu de las enseñanzas de la Palabra. Si estas faltas no son juzgadas, podrán ser causa de que el Señor intervenga, ora purificando la asamblea por medio de dolorosas pruebas, ora quitando su “candelero de su lugar” (Apocalipsis 2:5). A veces corremos el serio riesgo de sustituirlo en el papel de Aquel que “anda en medio de los siete candeleros de oro” (v. 1).

Si una decisión de asamblea no parece justificada (lo que puede ocurrir), o si, por el contrario, una asamblea no ha tomado una decisión que pareciera justificada, no hay que olvidar que “todo lo que” vosotros (es decir la asamblea) “atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo”. Por eso, es aflictivo ver criticar tan a menudo –y no sin ligereza o presunción– una decisión o una falta de decisión de asamblea. Pero la autoridad de Cristo es intangible; su amor no cambia. Si algo parece no haber sido hecho según Su voluntad, nuestras miradas deben dirigirse hacia él para que intervenga. Hay que someterse a él con la absoluta confianza de que mantendrá la gloria de su Nombre. Él mismo sabrá mostrar a hermanos de otras asambleas, o aun a estas mismas, la necesidad de enviar eventualmente «representantes» para que hagan las amonestaciones que impone la situación. Pero estas han de hacerse de su parte, lo que será evidenciado por la manera en que sean presentadas: en el amor verdadero, con la preocupación de mantener o de restablecer una comunión cuya pérdida sería sentida como una profunda aflicción. La caridad, que obra pacientemente, aguardará a que el Señor ponga en claridad lo que hay que juzgar, conduciendo a la asamblea a juzgarlo.

El caso es muy diferente cuando una asamblea, conscientemente, y no como consecuencia de un extravío ocasional, acepta tolerar el mal –moral o doctrinal, y el segundo es el más nefasto–, dejando a cada uno bajo su propia responsabilidad sin considerar la suya como comprometida, o no considerándose en manera alguna comprometida por la acción de otra asamblea. En tales casos, la noción misma de la unidad del Cuerpo es destruida, los derechos del Señor son despreciados y, como lo hemos dicho antes, tal asamblea ya no podría ser reconocida como una asamblea de Dios.

Conclusión

No sin tristeza llegamos a hablar de las divisiones, asunto que consume de dolor nuestros corazones, mientras que el ocuparnos de la Iglesia o Asamblea de Dios solo debería producir en nuestro ánimo sentimientos de amor, dulzura, y gozo. Es necesario luchar por las verdades que le conciernen, a pesar de que anhelaríamos encontrar en ella un refugio inviolable de paz en medio de este mundo febril. Mas el corazón se siente consolado y confortado al considerar que, tal como el sol por encima de las más espesas neblinas, el propósito divino para con la Iglesia permanece inmutable y glorioso. El amor que excede a todo conocimiento inspira las sendas de Cristo hacia ella. Él la sustenta y la cuida; pronto la tomará junto a Él. Comprendamos y meditemos esas realidades vivificantes: Cristo en la gloria; el Espíritu Santo en la tierra; la Iglesia en su unidad, la bienaventurada esperanza. Pues no nos movemos en un medio de verdades frías ni de reglas impasibles –⁠como inanimados engranajes destinados a poner en movimiento, estérilmente, una materia inerte– sino que nos hallamos colocados en plena vida, y es la vida divina. La fuente de esta vida está solo en Cristo, la Cabeza glorificada del Cuerpo, el cual está todavía en la tierra, pero también destinado a la gloria del cielo. Si estuviésemos más ocupados con Él, si fuéramos más conscientes de la inmensidad de las bendiciones espirituales de las cuales somos objeto “en él”, nos encontraríamos reunidos sin esfuerzo, porque estaríamos ligados todos a Él, cual esas partículas de limalla que, atraídas por un mismo impulso, son proyectadas hacia el polo de un imán.

Pronto, dormidos en Él o vivos todavía en la tierra, todos los santos responderán sin reserva a esta potente atracción, y Cristo se presentará su Iglesia, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, en su hermosura, en su unidad. ¡Que esta esperanza nos constituya en vencedores!

¡Alerta, alerta; Esposa, despierta,
Espera a tu amado Esposo y Señor!
Él vendrá pronto; no durmamos ¡alerta!
Luzcan bien las lámparas de nuestro amor.
¡Oh Señor glorioso, nuestro Deseado!
Haz que la Esposa esté atenta a tu voz
Y, purificada de todo pecado,
Vaya a recibirte gozosa y veloz.

A Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas edades, por los siglos de los siglos. Amén
(Efesios 3:20-21).