La Iglesia

Las reuniones

Una misma y preciosa exhortación domina por entero la vida práctica de la asamblea: “Todas vuestras cosas sean hechas con amor” (1 Corintios 16:14). Este amor, inseparable de la verdad (2 Juan 3), ciñe su “vínculo”, el de la “perfección” (Colosenses 3:14), alrededor de los creyentes, particularmente en las ocasiones en que la iglesia se halla reunida. En efecto, se recomienda que se haga “todo para edificación”, y el amor es el que edifica (1 Corintios 14:26; 8:1). Por otra parte, puesto que Dios no es un Dios de desorden, sino de paz, es necesario que se haga “todo decentemente y con orden” (1 Corintios 14:40).

La iglesia se reúne en el nombre del Señor. Él es la fuente de la bendición. Si Él no está en medio de ella, ¿para qué reunirnos? Pero si nos reunimos en su nombre, fiel a su promesa, Él estará presente.

Somos exhortados a no dejar “de congregarnos” (Hebreos 10:25). No es una ley impuesta, sino la reiteración de una condición indispensable para la vida del Cuerpo. Abandonar esta reunión “como algunos tienen por costumbre”, es privarse a sí mismo y privar a los otros, con los cuales somos solidarios, de lo que tanto importa para el crecimiento mutuo.

Pero, aun cuando estemos reunidos, tengamos mucho cuidado para no frustrar la bendición que el Señor quiere darnos, privándole a Él mismo de aquello que le es debido. El apóstol deploraba lo que los corintios hacían cuando se reunían: “No os congregáis para lo mejor, sino para lo peor” (1 Corintios 11:17). Es triste pensar que podemos reunirnos en perjuicio nuestro, hasta llegar a ser “juzgados” (v. 31), porque “las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista” (Eclesiastés 10:1).

Como entre los corintios, la primera causa de tal pérdida se halla en las “divisiones” (1 Corintios 11:18-19): los disentimientos tolerados y mantenidos, las envidias, los rencores más o menos declarados, ¡cuántas cosas estorban la acción del Espíritu Santo en la reunión de los creyentes, e impiden la libertad ante el Señor! Acordémonos de la exhortación, siempre actual, de Jesús en Mateo 5:23-24, y reconciliémonos con nuestro hermano antes de acercarnos al altar y de encontrarnos allí con él. Otra causa de grave daño en la reunión es el desconocimiento de la dignidad del Señor. Él se halla presente allí, y por eso es siempre una tierra santa, donde debemos quitar los zapatos de nuestros pies. Por cuanto los corintios celebraban “indignamente” la cena, muchos entre ellos estaban enfermos, y algunos dormían. Finalmente, otra causa de perjuicio es la falta de discernimiento respecto a las «manifestaciones espirituales» en la asamblea (1 Corintios 12-14), manifestaciones diversas, como lo son las mismas reuniones.

Reuniones convocadas y reuniones de asamblea

La asamblea puede reunirse por iniciativa de uno o de varios hermanos, a los que el Señor llama para dispensar a aquella una enseñanza, por medio de una predicación, de estudios o de pláticas (Hechos 11:26). Estos hermanos también pueden darle de parte del Señor un mensaje de advertencia, de consuelo, u otra comunicación (Hechos 15:30), o dar cuenta de la obra del Señor, como lo vemos en Hechos 14:26-27 cuando Pablo y Bernabé regresaron a Antioquía “desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido” y reunieron a la iglesia para relatarle “cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos”. Semejante comunión en el servicio es preciosa, y demasiado poco frecuente.

Parece que a veces no se comprende bien el carácter de dichas reuniones convocadas, y se duda en decir que son «en el nombre del Señor», o efectuadas alrededor de Él. De esta manera, limitamos, por rutina o por puntos de vista particulares y estrechos, las ocasiones en que la Iglesia puede hallarse reunida en el nombre de Jesús y contar con su presencia. Sin duda alguna, el siervo de Dios que convoca una reunión, o la deja convocar bajo su responsabilidad, lo hace para ejercer en ella el ministerio que le es confiado. Es de desear que él considere siempre esta responsabilidad delante del Señor, y sienta que dicha convocación es verdaderamente de parte de Él. Eso destaca la seriedad del servicio de todo hermano que visita las asambleas locales. Mas permanece el principio de que es el Señor quien obra por medio de los “dones” que se emplean de esta manera, bajo la dirección del Espíritu Santo.

En una reunión de este género, la asamblea se muestra agradecida a Aquel que quiere edificarla por medio de tal siervo. La Asamblea se atiene a Él. Cada uno debe desear en su corazón –⁠pidiendo anticipadamente y en silencio mientras dure la reunión– que nada que no venga de Él sea dado. El que habla no es más que un conducto, y se intercede para que siga unido a la fuente, a fin de darnos agua pura. Se dará lugar a un examen constante –gracias a la “unción del Santo” que todo creyente posee– para que todo lo que se diga sea conforme a la Palabra, y que la iglesia, “columna y baluarte de la verdad”, reciba con gozo el “alimento sólido”, sin correr el riesgo de acoger y aprobar una enseñanza adulterada (véase Hechos 17:11; 1 Tesalonicenses 5:19-21; 2 Juan 9-10).

Está claro que se trata aquí de la obra de edificación en la asamblea. Es evidente que no se puede llamar reunión de asamblea a una reunión de evangelización celebrada entre la gente del mundo, en donde está el terreno normal del evangelista. Sin duda la palabra de evangelización puede presentarse en toda reunión, aun en una reunión de “asamblea”, sobre todo en nuestra época en que, como en la de Timoteo, hay que predicar “a tiempo y fuera de tiempo” y hacer la obra de un evangelista, aun poseyendo otros dones u otras funciones. Pero la asamblea no se reúne con el propósito especial de evangelizar. Cuando Cornelio le dijo a Pedro: “Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oír todo lo que Dios te ha mandado” (Hechos 10:33), ciertamente el Espíritu Santo obraba con potencia. Sin embargo, no podía tratarse todavía de asamblea, puesto que, excepto Pedro y los hermanos que lo acompañaban, los oyentes no habían recibido todavía el Espíritu Santo.

A diferencia de las reuniones así convocadas por ministros de la Palabra, el Nuevo Testamento nos habla explícitamente de «reuniones de asamblea» normales, regulares, en las cuales se manifiesta de manera habitual la vida de una asamblea local. En ellas se desarrolla una actividad colectiva, desde el principio hasta el fin. Todos los integrantes de dicha asamblea son llamados, no simplemente a asistir, sino también a participar en tales reuniones. “Cuando os juntáis en uno” (RV 1909), “cuando os reunís como iglesia”, o también: si “toda la iglesia se reúne en un solo lugar”, dice el apóstol a los corintios (1 Corintios 11:18-20; 14:23-26). No se trata del ejercicio particular de un “don”, aunque los dones tengan allí su sitio.

Son las reuniones fundamentales de la asamblea. Esta viene en busca de la presencia del Señor para ejercer con plenitud las funciones colectivas que le son conferidas. Ella lo mira solo a Él, con fe, sin saber de antemano a quién conducirá a la acción el Espíritu Santo. No tenemos que esperar a que surjan impulsos repentinos e incoherentes, lo cual solamente manifestaría una actividad insensata de la carne (1 Corintios 14:23). Al contrario, las reuniones serán caracterizadas por un desenvolvimiento apacible y equilibrado, sin esfuerzo aparente, tal como funciona un cuerpo en buena salud, impulsado desde su interior por la potencia invisible de un solo espíritu.

La iglesia dirigiéndose a Dios

En el ejercicio de esas funciones colectivas, entre las preciosas prerrogativas de la Asamblea de Dios que hemos considerado precedentemente, la oración colectiva y la adoración colectiva representan las actividades por las cuales la asamblea se dirige a Dios, le habla a Dios.

Para hablarle a Dios, es decir, cuando le pedimos (servicio de oración), o cuando le ofrecemos (servicio de adoración), todos los hermanos se hallan en una misma jerarquía. Tienen un mismo título, el de sacerdotes, y su sacerdocio se halla unido, tanto para la intercesión como para la adoración, al de Cristo glorificado. Cada uno puede orar, indicar un himno para que todos canten, dar gracias en nombre de todos, con tal que se haga en la dependencia del Espíritu que obra en la asamblea. Aquel que abre la boca viene a ser, pues, la boca de la asamblea.

Las oraciones y acciones de gracias de la asamblea ciertamente tienen su lugar en todas las reuniones. No obstante, el orden que conviene a la casa de Dios implica que ciertas reuniones sean más especialmente consagradas, unas a la oración, otras a la adoración.

La oración

Es la oración en común o colectiva la que, en Mateo 18, se halla asociada a la promesa de la presencia de Jesús, y esto le da su valor. Por eso es inconcebible que una asamblea local no tenga reuniones de oración, lo mismo que un creyente no ore individualmente. Sería negarse a venir a la fuente. Y nunca repetiremos bastante cuán desastroso es que las reuniones de oración no sean más frecuentadas, hasta el punto que, en muchas asambleas, la mayoría de los hermanos y hermanas parecen desinteresarse de ellas, dejando la práctica a solo algunos.

Desgraciadamente, también es muy cierto lo que ocurre a veces: aquellos que toman parte en estas reuniones llegan a falsear el carácter de ellas a riesgo de que las almas sean alejadas, en vez de ser atraídas. Perdemos más de lo que podamos calcular cuando reducimos la oración colectiva a vagas repeticiones, donde abundan fórmulas usadas hasta la insipidez, o cuando nos complacemos en incluir en la oración exposiciones de doctrina, recordándole a Dios las verdades de la Palabra, como si pretendiésemos enseñárselas. Discursos interminables y pesados, aunque sean sinceros, impiden que los hermanos más jóvenes o los que son tímidos oren, ya sea porque no les dejan tiempo, o porque esta abundancia, de la cual se juzgan incapaces, los desanima. Oremos más largamente en nuestra intimidad, y más sucintamente en la asamblea. Mucho se ha dicho sobre este asunto, pero parece que lo olvidamos fácilmente, cayendo de nuevo en este hábito cada vez que nos arrodillamos en la asamblea. ¡Qué refrigerio experimenta nuestra alma cuando se expresan precisa, breve, pero fervientemente las necesidades verdaderas, sentidas en realidad por todos los corazones!

Ciertamente, la reunión de oración no se improvisa. Supone corazones preparados, motivos de súplicas considerados de antemano, concertados en tanto que sea posible. Digamos más aún: ella supone una vida habitualmente apegada al Señor, amor para con Él y los suyos, y aquel discernimiento que solo se adquiere por un «ejercicio» continuo (Hebreos 5:14). Además, implica que los hermanos anden de acuerdo (Mateo 18:19); y, precisamente, ¿no debería ser la ocasión de poner en regla todo cuanto falte a este respecto?

Por encima de todo, se requiere la libre acción del Espíritu Santo. “Orando en el Espíritu Santo” dice Judas (v. 20); véase también Efesios 6:18. El Espíritu no solo nos ayuda en nuestra flaqueza, sino que nos enseña a pedir lo que conviene, y da la osadía para hacerlo en el nombre del Señor Jesús.

La indiferencia respecto a las reuniones de oración, y su deformación son, pues, una de las señales más reveladores del declive. Reuniones de oración pobres o artificialmente hinchadas de largas oraciones, ¿no dan pruebas de una falta de vida espiritual? Pero de nada serviría detenernos a lamentar lo que no anda bien. Más vale que nos exhortemos mutuamente para hallar el remedio, tan sencillo como eficaz:

Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro
(Hebreos 4:16).

¿Quién de nosotros no puede dar gracias a Dios por haber hallado, en momentos difíciles, el más poderoso aliento en una reunión de oración –humilde y quizá menospreciable a ojos de los hombres, y marcada por toda nuestra debilidad ante los ojos de Dios– en la cual su gracia nos ha hecho gozar su paz? (Filipenses 4:7). Él es fiel.

El culto

Si la casa de Dios es una “casa de oración”, también es una casa de “sacrificios espirituales” (1 Pedro 2:5). Adorar es, indiscutiblemente, la más alta función de la Iglesia. Es el culto en el propio sentido de la palabra. Así como todos los hijos de Dios son sacerdotes para interceder, lo son también para ofrecer el incienso y presentar el holocausto, como adoradores en Espíritu y en verdad, a los cuales el Padre ha buscado (Juan 4:23). La alabanza es ofrecida a Dios por Jesucristo, el cual purifica el pecado, la iniquidad de nuestras santas ofrendas (Éxodo 28:38). Sus temas son los maravillosos motivos de adoración que el Espíritu Santo propone a los creyentes: el amor de Dios, la Persona de Cristo en su divinidad y su humanidad, sus sufrimientos, sus glorias infinitas… Dios es el objeto de este culto, Jesucristo la substancia, y el Espíritu Santo la potencia.

Cada uno de nosotros es llamado a bendecir “a Jehová en todo tiempo” como el salmista (Salmo 34:1). Pero existe una alabanza colectiva, cuyo centro y promotor es Cristo (Hebreos 2:12). Él mismo toma sitio “en medio de la congregación” para cantar las alabanzas de “su Dios”, cuyo nombre “anuncia a sus hermanos”. La Asamblea es el lugar del “sacerdocio santo”; la solemnidad de estos “sacrificios de alabanza” iguala al apacible gozo que proporcionan. No hay otro sitio donde se pueda ofrecerlos con mayor fervor y realidad.

Respecto al momento en el cual la asamblea debe reunirse para el culto, no tenemos un mandamiento formal, como tampoco para otras reuniones. Pero en el Nuevo Testamento, el hecho de guardar el día del Señor se impone a todo espíritu cuyo entendimiento ha sido renovado, y a toda conciencia sensible a lo que el Señor espera. Este día, el primero de la semana, es el de la resurrección, en la tarde del cual el Señor se apareció en medio de los suyos reunidos. Versículos como Hechos 20:7, 1 Corintios 16:2, indican que los cristianos del tiempo del apóstol Pablo guardaban este día para reunirse y en particular para partir el pan. Todo concurre para darnos un concepto del domingo que nada tiene que ver con el sábado judaico, excepto que, a semejanza de este, el día del Señor debe ser respetado (Isaías 58:13)

El culto inteligente se desarrolla en la libertad del Espíritu. Allí, más que en ninguna otra parte, toda acción de la carne desentona, sea esta por querer organizarlo previamente, por superponer una conducción humana o por dar rienda suelta a impulsos desordenados. El Espíritu produce una corriente perceptible por todo fiel, manifestada por himnos, cánticos, acciones de gracias y lecturas de la Palabra; todo ello dado en una viva armonía, y de un nivel más o menos elevado según el estado espiritual del conjunto de los fieles reunidos. Es un concierto de múltiples notas, las cuales concurren a una expresión de unidad, bajo su invisible, pero siempre presente Director.

Nadie debería permanecer inerte en el culto. Cada uno debe tener algo que traer, a no ser que su corazón tan solo haya estado ocupado con las cosas del mundo. Entonces la pobreza de su “canasta” (véase Deuteronomio 26:1-11) lo llevará a juzgarse de manera saludable. En un verdadero culto, los silencios no son intervalos vacíos, en los cuales uno se impacienta, sino que el ambiente se halla lleno de una callada adoración, así como la casa se llenó del olor del perfume que María derramó sobre los pies del Señor, sin pronunciar palabra. Los silencios no constituyen pausas destinadas a tomar aliento entre manifestaciones verbales; son más bien estas las que lo rompen, para expresar lo que el Espíritu viene a formar en los corazones, para gloria de Dios el Padre y de Dios el Hijo. Si la Palabra es presentada, es para estimular la alabanza y darle a esta la orientación del Espíritu. Poner de lado toda rutina y confianza en el hombre significará mucha ganancia. “En espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne”, dice el apóstol (Filipenses 3:3). No es aquí el lugar donde los dones, aun los más calificados para el ministerio de la Palabra, deban emplearse, salvo que lo hagan para “servir” como “levitas” y ayudar a la asamblea en la adoración. Es la asamblea quien habla por tal o cual de sus miembros; este destruiría la corriente del Espíritu si expresara otra cosa que lo que ella siente, aun si se tratara de altas verdades. Dejar sobre algunos o –mucho peor– sobre uno solo la temeraria carga de «conducir» el culto, o pretender conducirlo, es ciertamente privar a la asamblea de su bendición. Además, nadie está «consagrado» para dar gracias en la distribución de la Cena, aunque es natural que este servicio incumba más particularmente a un hermano de edad, pero sin que ello establezca válidamente una costumbre o una regla.

Un culto puede llevarse a cabo sin la celebración de la Cena. Pero no se puede concebir la Cena sin culto. Ella va acompañada de alabanzas y acciones de gracias, y se celebra en la adoración. Se puede situar en el punto culminante del culto; pero sería aún más normal que ella por sí misma provocase la elevación, y que el culto continuase, con un nuevo fervor e impregnado de la más alta solemnidad. En efecto, al culto se le relacionan todos los resultados de la muerte de Cristo, y esto da lugar para el gozo del Pentecostés y aun el de la fiesta de los Tabernáculos. Pero la Cena habla de la muerte de Cristo, lo cual corresponde a la Pascua; y nada hay más solemne. Reunidos el primer día de la semana para “partir el pan”, como antaño los santos de Troas (Hechos 20:7), conmemoramos en la Mesa del Señor la más alta manifestación del amor divino. Si lo sintiésemos más, temeríamos pronunciar demasiadas palabras, y las acciones de gracias serían más breves. Es la Cena, en sí misma, la que habla.

Allí, en efecto, se halla el memorial de la muerte de Cristo, y empleamos el lenguaje inigualable e irremplazable de los propios símbolos instituidos por Él. Por ellos, no solamente nos recuerda su muerte, sino que Él mismo se rememora a nosotros como Aquel que ha muerto; nosotros, hacemos “esto en memoria” de Él.

He aquí el testimonio más potente dado a Cristo en este mundo por los que no pertenecen más a este, y que esperan solo a su Señor: “La muerte del Señor anunciáis hasta que él venga”. Por lo tanto, nunca celebraremos esta cena con demasiada dignidad. De ahí que tenemos la exhortación: “Pruébese cada uno a sí mismo” (1 Corintios 11:28), juzgándose a sí mismo, y no solamente sus actos. La asamblea se asegurará, para reunirse alrededor del Señor, en su Mesa, de una plena libertad en el Espíritu.

Es la Mesa del Señor. No la nuestra. Es lamentable que todos los suyos no se unan para responder a su invitación. Ninguno de los que le pertenecen tiene una excusa valedera para permanecer lejos de dicha Mesa. Si algo, en la vida de un creyente, lo retrae de ella, ¿puede soportar que este «algo» le arrebate el más puro gozo, y podrá negarse a rechazarlo para obedecer a su Salvador?

Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa;

el apóstol no dice: «que se abstenga».

Allí, al mismo tiempo se goza de la comunión, en la expresión del “solo cuerpo”: “muchos somos un cuerpo”, según 1 Corintios 10:15-17. Pensamos en todos los hijos de Dios, lavados en esta sangre, miembros de este cuerpo. Presentes o ausentes, conocidos o desconocidos, los vemos unificados en Él. Pero el hecho de que podemos estar reunidos solamente según la unidad del cuerpo, nos obliga a guardar la unidad del Espíritu. ¡Cuán mezquinas nos parecen, a la luz de ello, tantas discusiones que descuidamos juzgar, y que turban la comunión! Por otra parte, el sentimiento de la Santa presencia, ¿no constreñirá a la asamblea a purificarse de la “vieja levadura”, llegando hasta “quitar al perverso” de en medio de ella, una vez agotados todos los recursos para hacerlo volver a la buena posición? Esta purificación práctica, tanto individual como colectiva, es indispensable para el ejercicio del “sacerdocio santo”. Ahí tenemos la fuente de bronce, donde Aarón y sus hijos se lavaban “cuando entraban en el tabernáculo de reunión, y cuando se acercaban al altar” (Éxodo 40:31-32).

Las reuniones de edificación

Cuando la asamblea se halla reunida para la edificación, el Señor es quien da. Obra por medio de los “dones” calificados para ello. Estos son llamados a ser, no la boca de la asamblea, con igual privilegio que los demás, para hablar a Dios, sino la de Dios para hablar a la asamblea (1 Pedro 4:11). Esta acción puede ejercerse en todas las reuniones. Tanto en las de oración como en las de culto, el Espíritu se sirve de la Palabra para despertar los corazones, estimular las conciencias, o elevar las almas al nivel deseado, y para ello suscitará a alguien que ejerza el servicio de “profeta”.

Sin embargo, esta acción está destinada a caracterizar de modo especial las reuniones que solemos llamar «reuniones de edificación», tal como las presenta 1 Corintios 14. De todos modos, es bueno notar que, según la propia enseñanza de este capítulo, las oraciones, los himnos, las acciones de gracias, intervienen en tales reuniones y concurren a la edificación con idéntico privilegio que la actividad de los “dones”. Por lo demás, habría ciertamente un peligro en querer sistematizar demasiado las diferentes clases de reuniones; ello sería pretender limitar la acción del Espíritu.

El hecho es que conocemos muy poco estas reuniones en las que la asamblea espera, contando con el Señor para recibir de Él; lo cual es, a la vez, origen y consecuencia de una gran flaqueza espiritual.

A veces tales reuniones no existen en absoluto. Hay asambleas que, fuera del culto, no celebran otras reuniones sino las que se convocan con motivo de hallarse de paso algún hermano. Tales asambleas se privan de alimento hasta desfallecer por inanición. ¿Qué diríamos de un cuerpo que no se nutriera?

En otros casos, en la vida de la asamblea local, esas reuniones han sido reemplazadas, de hecho, por algo muy diferente, a saber, por una reunión de la cual se encarga tal o cual hermano. Se cuenta con uno de ellos. Así es como, en formas más o menos marcadas, en la mayoría de los casos se presenta la reunión llamada de “edificación”. Tales reuniones se clasificarían más bien en la categoría de reuniones convocadas, con la diferencia que lo son de manera habitual y fija. Ellas pueden ser muy útiles. Sin embargo, la asamblea no solo corre el riesgo de ser alimentada de manera demasiado uniforme –lo que acaba por ser insuficiente, aun si la enseñanza es de calidad– sino también el de caer en una peligrosa apatía, y ser llevada sin darse cuenta a contar más con un hombre que con el Señor. En una palabra, incurre en el peligro de dar principio a un clero. Dicha asamblea no funciona como un cuerpo, y un cuerpo que no funciona se atrofia. La actividad de los hermanos calificados no sería empequeñecida si se ejerciese en reuniones en que se dejara plena libertad al Espíritu; muy al contrario, ella sería ciertamente más fructífera, sin correr el riesgo de ahogar los otros medios de edificación.

Hayan o no dones señalados, basta que nos reunamos contando con el Señor, y Él nos colmará. Dará lo necesario para consolar, exhortar, “edificar”. Los dones ya reconocidos se emplearán oportunamente, sin que uno se vea obligado a hablar cuando no tiene nada que decir. El Señor suscitará, según su voluntad, tales “profetas” que hablarán de parte suya de manera inteligible y substanciosa para la edificación. Dos o tres pueden ser llamados a hablar en una misma reunión (1 Corintios 14:26-29). ¡Qué bendición cuando varios hermanos presentan, uno tras otro, aspectos diferentes de un mismo asunto! Se ha dicho muchas veces que, al igual que los cinco panes de cebada que saciaron a una multitud, cinco palabras tienen a menudo más efecto que ciertos discursos largos. Y ¡cuántos dones se hallan inutilizados, rezagados, ya sea por una falsa humildad de los que los poseen, o por la desbordante actividad de otros hermanos dotados!

Evidentemente, el obstáculo es que la libertad del Espíritu dé ocasión a que se exteriorice la carne, y que todo suceda como si cada uno tuviese derecho de hablar. Desgraciadamente, es lo que ocurre algunas veces. Este asunto lo hemos abordado anteriormente, al hablar del ministerio. En la asamblea, si alguien se complace en lo que dice, no aporta ningún provecho a sus oyentes; diserta fuera de tiempo y lugar. Cada uno debe discernir si verdaderamente recibe del Señor, por el Espíritu, lo que presenta, o si son sus propios pensamientos los que pone por delante; pues “los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas” (1 Corintios 14:32). Pero la sensibilidad espiritual de la asamblea siempre debe estar alerta. Si se halla en un estado normal, ella le advertirá a aquel que habla sin edificar, y si este se obstina, le impondrá el silencio, para el bien de la asamblea. La libertad cristiana no significa que debamos abstenernos de la crítica sana y oportuna; es necesaria cuando no hay edificación en lo que alguno presenta habitualmente. Sin duda, hemos de tener consideración, las cosas deben decirse con amor fraternal y suavidad, después de haber orado mucho por lo que es causa de sufrimiento para el rebaño, y que el Señor puede disipar sin que nos veamos obligados a intervenir. Pero todo debe hacerse para el bien común, para la gloria de Dios. Demasiado a menudo las críticas son expresadas desconsideradamente, fuera, en las familias, sin caridad ni discernimiento, y eso es una fuente de perturbación.

Basta subrayar una vez más que, tanto en esas reuniones como en las de culto, el silencio no siempre está acompañado por la inactividad, y que el Espíritu Santo puede obrar poderosamente durante los silencios. Pero, cuando nos oprimen por hallarse manifiestamente vacíos, ello debe despertar nuestras conciencias y hacernos clamar al Señor para que nos abra su Palabra.

Lo esencial es sentir la presencia del Señor. Él es quien reúne. Poco importa que se hable o no, si las almas se sienten reunidas con Él. No habrá ni precipitación ni retraso. No se sentirá la necesidad de una intervención humana para organizar de antemano cualquier cosa, o para mantener un orden cualquiera. Es muy de notar que la enseñanza de 1 Corintios 14 nos ha sido dada porque había en Corinto mucho desorden, por abuso de los dones de gracia que eran utilizados, no para la edificación de la asamblea, sino para satisfacción de sus poseedores; y no hay en este capítulo una sola palabra acerca de una organización destinada a prevenir este desorden, ni sobre la necesidad de un presidente visible. Todo es dejado a la autoridad del Espíritu, de quien todos deben depender. Los corintios, saliendo del paganismo donde las manifestaciones espirituales eran exuberantes, anhelaban dones brillantes; el Dios de orden y de paz les prescribe solamente: “Hágase todo para edificación”. Obraban como niños: “Sed… maduros en el modo de pensar”, les dice (1 Corintios 14:26, 20). El entendimiento renovado tiene que acompañar toda manifestación espiritual. En este punto insiste el apóstol.

Y nosotros también que tan a menudo usamos con puerilidad los preciosos recursos asegurados a la Iglesia o Asamblea de Dios, seamos “maduros”.

Dénos Dios, cada vez que nos reunimos, vigor para retener por la fe los dos grandes privilegios que forman la base de la reunión de los creyentes, congregados en conformidad a Él: la presencia personal del Señor Jesús, y la operación del Espíritu Santo en la Asamblea. Todos los detalles prácticos de las reuniones, los que no es cuestión de enfocar en estas páginas, se encuentran solucionados de antemano, si esos dos hechos son determinantes para nosotros1 .

  • 1Por ejemplo, la puntualidad: ¿querríamos hacer esperar al Señor? O la manera de vestirse: ¿estamos reunidos para los hombres o para el Señor? O la disposición del local: ¿hospedaríamos al Señor menos decentemente que a nosotros mismos?, o al contrario, ¿admite su presencia una decoración o un lujo que solo dan satisfacción a la carne? Y de esta manera para todos los detalles.