Principios de la congregación de los cristianos
Las instrucciones y exhortaciones del Nuevo Testamento raramente consideran al cristiano en un estado aislado, sino como formando parte de un conjunto, el de los “santos” (Romanos 1:7; 1 Corintios 1:2; 14:33; 16:1; Judas 4; etc.). Esta cualidad de “santos” no es el resultado de algún mérito en ellos; son santos por la vocación de Dios, en virtud de la perfecta obra de Cristo. Son llamados “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1). El alcance de estas enseñanzas es generalmente colectivo. Aun cuando el apóstol Pablo ordena que aquel que invoca el nombre del Señor se retire de la iniquidad, o incluso cuando estimula a Timoteo repitiéndole: “Mas tú… pero tú…”, dirige, no obstante, el pensamiento del creyente fiel hacia una compañía con la cual puede y debe servir al Señor; los términos de la orden expresa de 1 Timoteo 6:11: “Huye… sigue…” se hallan de nuevo en 2 Timoteo 2:22, pero acompañados, para un tiempo de ruina más acentuada, de esta preciosa indicación: “… con los que de corazón limpio invocan al Señor”.
Así, es de suma importancia saber por qué, dónde, cómo, y con quién debemos reunirnos según Dios.
Pero, respecto a ello, demasiado a menudo se siguen las costumbres de familia, del ambiente o del país donde se vive. El mundo cristianizado se compone de numerosísimos grupos, todos los cuales se califican de cristianos, y algunos de ellos llevan expresamente, y hasta oficialmente, el nombre de Iglesias (o Asambleas), con una denominación peculiar: iglesias católicas diversas y otras iglesias: anglicana, bautista, presbiteriana, metodista, pentecostal, libre, etc. La enumeración de todas las diversas denominaciones sería demasiado larga.
Muchos espíritus sinceros, contristados por esta dispersión, trabajan en estos momentos desde diferentes campos, con el objeto de constituir lo que han dado en llamar la unidad de la Iglesia. Esto consiste, según ellos, en reunir miembros de diferentes «iglesias» para ponerse de acuerdo sobre algunos puntos comunes. Desgraciadamente estos no siempre son los puntos esenciales, es decir, los verdaderos puntos de doctrina. Los promotores más convencidos de este movimiento ecuménico (es decir, universal) ¿podrían, siquiera, ponerse enteramente de acuerdo sobre la definición de lo que es un “cristiano”? ¿Cómo definir, entonces, a esa «Iglesia universal» que tantas liturgias pretende representar? ¿Qué diremos de las divergencias de opinión acerca de la inspiración de las Escrituras, o sobre la divinidad de Jesús, o en lo tocante a la realidad de su resurrección? ¿Tendrían acaso una concepción de Dios aceptable para todos?… Entonces, ¿qué queda?
Ciertamente, queremos gozarnos en todo lo que tiende a unir pacíficamente a los hombres. Reconocemos que, humanamente, es muy estimable proclamar una común adhesión a las enseñanzas de Cristo, con la esperanza de mejorar al mundo, en el supuesto caso de que ello fuese posible. Nos sentimos aun más felices al considerar que muchos de los que se ocupan en esta obra con incontestable buena voluntad, son verdaderos y queridos hijos de Dios. Pero en esta materia no basta la buena voluntad. Lo menos que se puede decir de estos generosos esfuerzos es que, al estar aplicados a elaborar compromisos que permiten conservar profundas convicciones particulares y a edificar una Iglesia que, a la vez, deja subsistir iglesias con disparidad de doctrina, no se sujetan resueltamente a las enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la verdadera unidad cristiana y la congregación de los santos según Él.
Es necesario que nos atengamos a esa Palabra.
En primer lugar, y esencialmente, comprobaremos que la Palabra nunca considera la existencia de “iglesias” diferentes entre las cuales los creyentes se hallasen separados y que fuese necesario unir. Habla de ellos como formando parte de una sola, única Iglesia, de la cual, sin duda alguna, puede haber numerosas manifestaciones locales; pero cada una de estas iglesias o asambleas locales no es más que una expresión del conjunto de la Iglesia. La Palabra no reconoce de modo alguno otra Iglesia que esta.
Graves confusiones se producen al mezclar sin cesar dos puntos de vista muy diferentes: por una parte, la Iglesia tal como es a los ojos de Dios, y por otra, la forma que los hombres han dado en la tierra a esta Iglesia. De un lado el propósito y el pensamiento de Dios; del otro la responsabilidad del hombre y los resultados de su propia obra. Para saber cómo hemos de conducirnos en el seno de la Iglesia tal como existe en la tierra, es preciso tener primeramente una idea exacta de lo que ella es a los ojos de Dios.