La Iglesia

La Iglesia según el pensamiento de Dios

Su precio

Por mucho que sea nuestro recogimiento, este no será tan hondo como debería al considerar lo que la Palabra nos dice acerca del precio que la Iglesia tiene para Cristo y para Dios.

Cristo la llama mi Iglesia (Mateo 16:18), y esto revela ya la presunción de los hombres que quieren construir su propia Iglesia. Ella es la Iglesia de Cristo, Él la edifica. Él tiene derechos sobre ella; es suya. El versículo muy conocido de Efesios 5:25 nos define esos derechos, que son los del amor; nos dice a qué precio Él la adquirió:

Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella.

El mercader de la parábola vendió todo lo que tenía para comprar la perla de gran precio, pero Cristo pagó un precio mucho mayor: dio su vida por la Iglesia.

No obstante, la Palabra emplea menos el calificativo de Iglesia de Cristo que el de Iglesia de Dios, lo que pone de relieve el sitio que los pensamientos y los afectos divinos le asignan, pues “la cabeza” (o el jefe) de Cristo es Dios (1 Corintios 11:3). Pablo recomendaba a los ancianos de Éfeso que apacentasen “la iglesia de Dios” y seguidamente añade: “que adquirió mediante la sangre del propio (Hijo)” (Hechos 20:28, N.T. interlineal griego-español).

¡Que cada uno de nosotros aprecie en todo su valor dichas expresiones! El concepto substantivo de la Iglesia no ha sido dejado a nuestra propia apreciación, ni es asunto de controversias sin importancia. Consideremos a qué precio la Iglesia es estimada por Cristo y por Dios. ¿Y no pondríamos nosotros todos nuestros cuidados para inquirir lo que ella es, la manera en que debemos conducirnos respecto a ella, el papel y el sitio que la Palabra le asigna aquí abajo, su esperanza y su porvenir? ¿Habrán los hombres de edificarla presuntuosamente a su antojo?

Es grave “menospreciar la iglesia de Dios” (1 Corintios 11:22; Apocalipsis 3:9). Toda ligereza, toda indiferencia hacia ella demostraría que no estamos interesados por lo que Dios ama, por lo que Cristo ama. La sangre del Hijo de Dios, el sacrificio de Cristo, el amor de Cristo, ¿no nos conmueven? ¿O nos contentaríamos, egoístamente, con saber que somos salvos, sin que lo que es caro al corazón de nuestro Salvador tenga valor para nosotros?

El propósito de Dios a su respecto

No temamos extendernos más sobre este asunto. No podremos tener una idea justa de todo lo que concierne a la Iglesia si no fijamos nuestra atención en lo que la Escritura revela acerca del propósito de Dios respecto a ella, en vista de Su propia gloria.

Desde toda la eternidad, la Iglesia está destinada a participar de la gloria de Cristo, de aquel Hombre que el Hijo de Dios vino a ser, para morir por nosotros, y que habiendo resucitado de entre los muertos, está ahora sentado en el cielo, a la derecha de Dios. En breve, conforme al “misterio de su voluntad”, Dios reunirá “todas las cosas en Cristo… las que están en los cielos, como las que están en la tierra. En él…” (Efesios 1:9-10). La Iglesia estará asociada a este Vencedor, el cual le es dado “por cabeza sobre todas las cosas”, y para que ella le esté unida como su propio cuerpo, “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (v. 22-23). Adán no hubiera estado completo, en un orden fundacional, sin Eva. El glorioso Resucitado tampoco lo estaría sin la Iglesia. Ella es formada para tal destino.

Su sitio distinto

De ello deriva el sitio distinto que le es asignado aquí abajo a la Iglesia. Así como el creyente no es del mundo porque Cristo no es del mundo (Juan 17:14), ella tampoco. Esta separación se ve claramente efectuada, en la práctica, en los Hechos 2:47, y en el capítulo 5:17 con referencia a Jerusalén; después en los capítulos 18:7 y 19:9 en lo que se refiere a los judíos en general; en cuanto a la separación de los paganos, quedaba hecha por sí misma (Gálatas 1:4; 1 Corintios 12:2, etc.). En 1 Corintios 10:32, hallamos esta separación de manera muy evidente:

No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios.

Los judíos eran el pueblo terrenal de Dios, en vías de ser rechazado; los gentiles representaban el resto de los hombres; la “iglesia de Dios” abarca a aquellos que ya no son gentiles ni judíos, sino “uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).

Su composición

En efecto, la Iglesia está integrada por los que poseen la nueva vida en Cristo, la vida de Dios, y únicamente por aquellos.

Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu
(1 Corintios 12:13).

Es evidente que el apóstol –unido en este “fuimos”– se refiere a aquellos a los cuales dirige su epístola, es decir, a los “santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Corintios 1:2). Pertenecen a Cristo, y Él es “Señor de ellos y nuestro”. Los ha adquirido para Dios por su sangre, y su Espíritu habita en ellos. Son “de Cristo” (Gálatas 3:29). Por la misma razón, todos ellos son aceptados por Dios como hijos. Su posición delante de Él, es la misma que tiene Cristo; ¿cómo aceptaría Dios a alguien fuera de Cristo?

Todos los creyentes, sin excepción, forman parte de la Iglesia para siempre, y su posición es tan firme como su salvación. Pero cuando los inconversos pretenden pertenecer a la Iglesia cristiana, cuando una “iglesia”, llamándose cristiana, admite entre sus miembros o asocia a su vida a inconversos notorios, con seguridad hay en esto una responsabilidad muy grave. No son los ritos, ni los formalismos exteriores –tales como el bautismo– los que salvan, sino la fe individual en Jesucristo. El Espíritu Santo pone su sello sobre esta fe, y la manifiesta.

Hemos dicho que la Iglesia está integrada por todos los creyentes. Así, pues, podemos considerarla en su plenitud como comprendiendo a todos los creyentes, desde el descenso del Espíritu Santo el día de Pentecostés hasta la venida del Señor; tal es el conjunto completo que Cristo se presentará a Sí mismo como la Iglesia gloriosa, sin “mancha ni arruga ni cosa semejante” (Efesios 5:27). Pero, hasta que llegue ese momento, las enseñanzas que da la Palabra conciernen a la Iglesia en su manifestación en la tierra, formada por cristianos que viven aquí abajo, de los cuales Cristo se ocupa (v. 26). La Iglesia así considerada es, evidentemente, el conjunto de los creyentes que viven en la tierra en un momento dado. Todos ellos no podrían conocerse mutuamente, pero Dios sí conoce a sus hijos; y todos, en un mismo grado, forman parte de su Iglesia o Asamblea. La unidad de esta deriva de que todos tienen la misma vida, la de Cristo resucitado.

Diversos aspectos de esta unidad

El Nuevo Testamento emplea diferentes figuras para presentarnos la Asamblea. Todas ellas expresan –aunque desde diferentes puntos de vista– la unidad de todos los «nacidos de nuevo».

1. La Esposa, una con el Esposo, del cual ella procede como Eva de Adán, «hueso de sus huesos y carne de su carne», es objeto de su tierno afecto. Ninguna relación es más intima y más dulce. Un marido y su esposa no son más que una pálida imagen de ella; se es marido y mujer solamente en la tierra; pero para Cristo, la Iglesia será su Esposa eterna en el mundo nuevo, como lo muestran con vigoroso relieve los últimos capítulos del Apocalipsis. Los cuidados actuales de Cristo por la Asamblea son los del Esposo que espera el momento de venir a buscar a su Esposa, con un santo afecto al cual Él desea que ella corresponda. “Y el que oye, diga: Ven”.

2. Aun más, los maridos son exhortados a amar a sus esposas, porque son “su propia carne”, “sus mismos cuerpos”, como la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Esta expresión, usada de modo tan conmovedor en Efesios 1:23; 4:12, y en el capítulo 5, es repetida en 1 Corintios 12:12, 27 y también en Romanos 12:5, aunque menos significativamente. Sabemos que esa frase es característica en la enseñanza del apóstol Pablo; este había sido escogido especialmente para proclamar este punto que es de tan grande importancia. En efecto, nada es comparable a la fuerza de la expresión “el cuerpo de Cristo”. En ella se deja ver más que una relación, por íntima que sea; es la proclamación de una unidad vital, asegurada por un mismo Espíritu que une Cabeza y Cuerpo. Hay “un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación” (Efesios 4:4). Esto supone la vida: los que forman parte del Cuerpo tienen la vida de Dios, la vida de Jesús en los suyos, y tienen por esperanza el momento en que lo que todavía es mortal en ellos será absorbido por la vida. Ya cuando Cristo glorificado apareció al apóstol, evidenció esta unidad: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 9:5), persiguiendo a los míos.

Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular
(1 Corintios 12:27).

No se habla en la Palabra de miembros «de la iglesia», menos aún, de «una iglesia», sino de miembros “del cuerpo de Cristo”. “Grande es este misterio” (Efesios 5:32).

3. El Espíritu mismo –quien asegura y sustenta la unidad vital de Cristo glorificado con su cuerpo todavía en la tierra, en cada uno de sus miembros como en su conjunto– habita, pues, en la tierra. Cada creyente es “templo del Espíritu Santo”, el cual está en él y lo tiene de Dios (1 Corintios 6:19). Y la Iglesia entera es “templo de Dios” (1 Corintios 3:16). Ella es “morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). Es la Casa de Dios (1 Timoteo 3:15). Edificada sobre un cimiento sólido –la Roca de la Persona gloriosa confesada por Pedro como el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mateo 16:16-18)– y edificada por Él mismo, se halla formada de piedras vivas, comenzando por Pedro, pero con él todos los creyentes (1 Pedro 2:5). Tanto cuando se trata de la Casa de Dios, como cuando se trata del Cuerpo de Cristo, la realidad de la vida divina en los que forman parte de la Iglesia de Dios no puede ser puesta en duda ni olvidada.

Un edificio representa algo estable, y tal es la solidez de la Iglesia que “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Puesto que Él es quien la edifica, no hay nada que temer.

Es la Casa de Dios, el templo santo en el Señor. En ella, pues, todo debe corresponder a su carácter divino; en ella el nombre de Dios es conocido, honrado y alabado, y Dios cuida de que la manera de vivir de los que están en esta casa se halle conforme a la santidad de su nombre. Es el lugar del servicio divino, un sacerdocio santo.

4. Esposa, cuerpo, casa, la Iglesia es todo esto desde el momento en que existe. El cristiano, considerado individualmente, ya desde aquí abajo “esta completo” en Cristo, –apto para la gloria– y formado progresivamente durante el curso de su carrera en vista de su manifestación en el día de Cristo. De igual manera la Iglesia, conjunto de los creyentes, es vista ya en Cristo en su perfección, mientras es formada poco a poco para su destino celestial, por la obra del Espíritu Santo en ella, durante el tiempo de la gracia. Cristo purifica a la Iglesia por el lavamiento del agua por la palabra (Efesios 5:26); el Cuerpo de Cristo crece, por las gracias espirituales que vienen de su Cabeza.

Bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor
(Efesios 4:16);

en suma, “en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (cap. 2:21). La terminación del edificio será vista en el cielo, pero potencialmente se lo puede considerar ya terminado allí. Así un buen obrero contempla ya anticipadamente con su mente cómo quedará su trabajo una vez realizado, y al mismo tiempo considera todo lo que será necesario para concluirlo.

Cuando la Iglesia ocupe efectivamente su sitio en los lugares celestiales con Cristo, habiendo revestido cada uno de los que la componen un cuerpo semejante a Cristo, aparecerá como su Esposa unida a Él, como su Cuerpo, plenitud de Aquel que todo lo llena en todos (Efesios 1:23). Entonces el edificio, habitación de Dios por el Espíritu, viene a constituir la “santa ciudad”, la nueva Jerusalén, a la cual se le aplica el título de Esposa, de mujer del Cordero. Así serán manifestadas sus perfecciones eternas, fruto del trabajo y del amor de Cristo, primero a ojos de la tierra milenaria, y luego de los nuevos cielos y de la nueva tierra (Apocalipsis 21:2-6, 9-27).

Entretanto, en medio del mundo actual que ha rechazado y rechaza a Cristo, ella no puede ser más que una extranjera. La nueva creación a la cual pertenece es una anomalía en la antigua. Contrariamente a lo que parece que estiman algunos, la Iglesia no es una parte –la más noble, piensan– de este mundo; ha sido sacada de él, y se halla naturalmente opuesta al mundo, por su carácter celestial, así como lo estuvo Cristo cuando anduvo aquí abajo.

En definitiva, ella no es la Iglesia de los hombres, sino la Iglesia o Asamblea de Dios.

¿Por qué la Iglesia está en la tierra?

Nos sentimos llevados a interrogarnos por qué ella ha sido dejada aquí abajo, y qué funciones es llamada a ejercer en la tierra.

Concretamente, puede decirse que la Iglesia o Asamblea ha sido dejada en la tierra para glorificar a Dios al tiempo que glorifica a Cristo. Tal es la vocación individual del cristiano, templo del Espíritu Santo, y tal es la de la Iglesia, habitación de Dios por el Espíritu. Ella está aquí “para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (Efesios 3:10); ella anticipa la eternidad. “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades por los siglos de los siglos. Amén” (v. 20-21).

Las atribuciones de la Asamblea, con el fin de realizar este gran objetivo, son múltiples.

1. En primer lugar, manifestar esta unidad de esencia divina, sin equivalencia en las cosas humanas. La existencia misma de la Iglesia debe por sí mismo manifestar la gracia y la potencia de Dios.

El Señor Jesús tenía en vista semejante testimonio, cuando, en su oración del capítulo 17 de Juan, pedía:

Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste (v. 21).

Tal es la suma eficacia que el Señor atribuía a la manifestación de esta unidad por los suyos: el mundo creería. Cuando Él mismo la manifieste en gloria, el mundo la conocerá (v. 23), y será aun evidenciada a los enemigos. Pero hasta que lleguemos a ser “perfectos en unidad”, Él nos coloca en medio del mundo, para que este vea la vida nueva en su prueba más evidente –a saber: la unidad de la familia de Dios–, y para que busque el origen de ella y crea. No hay predicación del Evangelio más potente.

Sin embargo, lo que debe ser manifestado no es solamente la unidad de la familia, sino también la unidad del cuerpo; ella se manifiesta cuando los creyentes guardan “la unidad del Espíritu” (Efesios 4:3) en el vínculo de la paz. Tal es el papel que todos deben desempeñar, porque todos han sido llamados por un mismo llamamiento, forman parte del mismo cuerpo, son animados por el mismo Espíritu.

Este testimonio dado en amor (Efesios 4:2) no puede ser manifestado sino en santa separación del mal. Esta santidad práctica es exigida a todo lo que lleva el nombre de Dios: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16); es figurada, a propósito de la Asamblea, por la “nueva masa, sin levadura” de 1 Corintios 5:7.

2. La Iglesia o Asamblea, testimonio de la potencia y de la gracia de Dios para unirnos en la santidad, es aquí en la tierra la depositaria de la verdad, “la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15). Se halla establecida como tal. No que ella sea la fuente de la verdad, pues la verdad no procede de la Iglesia: la Palabra de Dios es la verdad, Jesús es la verdad, el Espíritu Santo es la verdad; pero no la Iglesia o Asamblea. Ella la ha recibido, y le corresponde publicarla y mantenerla intacta. Dios mora en la Asamblea que es su casa, pero en ella debe ser vista la verdad; esta debe ser sostenida por ella como por una columna, sin que la deje debilitar, alterar ni olvidar.

3. La Casa de Dios es una casa de oración. Así lo era para el pueblo terrenal, así lo es también para la Asamblea de Dios. Mateo 18:19 lo establece cuando, a los dos o tres fieles congregados en el nombre del Señor, les da la seguridad de ser oídos y asistidos por Él, porque Él mismo se halla en medio de ellos.

4. La Asamblea, como sacerdocio santo, tiene el servicio de la alabanza. Adora a su Señor como conviene a la Esposa del Rey de gloria (Salmo 45); y Él mismo, resucitado, canta en medio de ella las alabanzas del Padre. Por medio de Él, ella alaba a Dios el Padre, y le rinde culto: “A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús”. Las relaciones individuales del alma con Dios para celebrarle y darle gracias, por preciosas que sean, se eclipsan al fundirse allí en este servicio colectivo sin precio.

En el centro de este culto colectivo toma lugar predominante el recuerdo de la muerte del Señor. En la Asamblea está levantada la Mesa del Señor, en la cual ella celebra la Cena (1 Corintios 10:16-21; 11:20-34) y proclama el valor de Su obra que salva y reúne, mientras recuerda al Señor dando su vida, con un memorial ordenado por Él: “Haced esto en memoria de mí…” Aun esto es un testimonio público: la muerte del Señor es anunciada.

5. Cuando la Asamblea se vuelve hacia el pasado para conmemorar el sacrificio único, se dirige también hacia el futuro para esperar el regreso del Señor. A ella le corresponde decir con amor, por el Espíritu que habita en medio de ella y con ella: “Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).

Tales son algunas de las preciosas funciones para cuyo cumplimiento la Iglesia se encuentra aquí abajo. Sin duda alguna, existen otras. Podríamos considerar el consolador aliento y la preciosa ayuda que las almas pueden encontrar en ella, en una comunión fraternal cuyo manantial se encuentra en el amor del Señor por los suyos. La Iglesia es el refugio para cualquiera que, desengañado de este mundo, busca la paz junto al Salvador; ella reconoce, aprueba y sostiene a los obreros que el Señor envía. Todas las epístolas de Pablo nos indican hasta qué punto este poderoso servidor de Dios, quien no dependía de nadie, contaba con el apoyo espiritual de la Asamblea en todas partes, y cuán agradecido estaba por los cuidados materiales que le dispensaban. ¡Con qué acentos se gozaba del interés que los filipenses tenían por el Evangelio, o reconocía cómo la conducta de los tesalonicenses reforzaba en todo lugar su propia predicación!

La excelencia de sus prerrogativas

Cuando hablamos de funciones, y de los deberes que dimanan de ellas, deberíamos decir más bien «privilegios». Los santos del Antiguo Testamento no los conocieron, porque, para que fuese manifestado este tesoro, era menester que Cristo hubiese sido ya glorificado. No tuvieron participación, ni en el “solo cuerpo”, ni en el “solo Espíritu”, ni en la “sola esperanza del llamamiento” (Efesios 4:4, N.T. interlineal griego-español). Mas ahora, “bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3).

La Iglesia ha sido fundada a fin de que –gozando de dichas bendiciones celestiales– manifieste aquí abajo el reflejo de ellas y esparza el perfume que exhalan esas bendiciones, en un testimonio colectivo que honre a su Jefe, conocido y amado por ella, autor de la salvación y único centro de reunión de todos.

Recursos y medios

Para ejercer realmente tales prerrogativas y dar este testimonio, la Iglesia aquí abajo –así como el creyente, que no está abandonado a sí mismo– se halla provista de todos los recursos que le da la gracia de Dios.

Estos recursos son infinitos e inagotables. Son “la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10). Reconocer efectivamente la autoridad del Señor, dejar que obre libremente el Espíritu Santo, cuya misión es glorificar a Jesús exaltado, obedecer a la Palabra, es lo que debe sernos suficiente en todo tiempo.

Cristo glorificado “da” en gracia todo lo necesario (Efesios 4:7), todos los ministerios indispensables para formar y sustentar a la Iglesia (v. 8-16); el Espíritu reparte en ella con sabiduría los diversos dones, operaciones y ministerios (1 Corintios 12). Así será durante toda la historia de la Iglesia. Cristo manifestará, para gloria suya, cuán fiel habrá sido, ocupándose de Aquella a la que tanto amó.

Frente a la acción divina se despliegan, desgraciadamente, todas las ofensivas de Satanás y del mundo, su instrumento favorito para dispersar, destruir y corromper. Es para el cristiano una lucha constante. La Asamblea dispone, para preservarse, de una arma particular: la autoridad que le es conferida por la presencia del Señor en medio de ella.

Es lo que encontramos ya en Mateo 18:17-20 con el propósito de asegurar el orden y la paz entre los hermanos, los hijos de Dios. La presencia del Señor en medio de los suyos se halla afirmada en dicho texto, al referirse a la oración de dos o tres; pero esta misma oración se relaciona con el poder de “atar” y “desatar” en materia de relaciones fraternales. El objeto es, evidentemente, que los hermanos habiten “juntos en armonía” (Salmo 133:1), lo que es “bueno y delicioso”, un manantial de bendición y un testimonio rendido a la unidad de la familia de Dios.

La autoridad de la Asamblea es presentada, de manera más amplia y más solemne, en 1 Corintios 5. Se trata de quitar la vieja levadura, la levadura del pecado, para ser una nueva masa. Es decir que la Asamblea, obligada a purificarse del mal, debe ejercer la disciplina que puede llegar hasta la exclusión del malo, del “perverso”. Pero, al igual que en Mateo 18, la autoridad dada a la Asamblea está ligada de la manera más privativa a la presencia del Señor (v. 4) y a la potencia de su nombre. Ella es ejercida de parte del Señor y en el nombre del Señor, nunca al estilo de un tribunal humano, sino en vista del bien de todos, y particularmente del que haya faltado o caído (2 Corintios 2:5-9).

Su responsabilidad

La grandeza de tales privilegios, la realidad de esos recursos, que exceden a los que tenían los testigos de la fe que vivieron en las dispensaciones anteriores, hacen pesar sobre la Iglesia una responsabilidad más grande que ninguna otra.

Ella no ha respondido a lo que le había sido pedido. No ha sabido emplear esos recursos. Ha demostrado una vez más que el hombre no es capaz de guardar intacto lo que Dios le confía. El depósito que la Iglesia tenía era más precioso que ningún otro, y lo ha dejado caer de sus manos. Se trataba del nombre de Cristo glorificado. Y sin duda así ocurrió para que, al final, toda gloria sea dada a Dios, quien, a pesar de nuestra infidelidad, cumplirá sus designios por medio de Cristo, el único en el cual habrá sido hallado la “buena voluntad (de Dios) para con los hombres” (Lucas 2:14). Mas, en tanto que la historia de la Iglesia en la tierra no haya terminado, cualquiera que lleva en su corazón los verdaderos intereses de Cristo debe buscar dónde está, para sí mismo, el camino de la fidelidad.