La Iglesia

La obra del servicio

El clero y el ministerio oficial

Lo que más llama la atención en las congregaciones de creyentes constituidas fuera de las diversas organizaciones eclesiásticas es, sin duda alguna, la ausencia de todo «clero». Esto asombra y hasta turba frecuentemente a las almas sinceras que están acostumbradas a sus formas religiosas, pues, ¿no habla el Nuevo Testamento de obispos, ancianos, servidores y pastores, evangelistas, doctores, como también de apóstoles y profetas?

Esto está fuera de duda. Pero, antes de seguir adelante, notemos que en ninguna parte del Nuevo Testamento vemos que estos hombres, o cierta categoría de ellos, formen un cuerpo distinto del resto de los fieles para ejercer funciones sacerdotales, celebrar el culto, o para que solo ellos lleven a cabo ciertas ceremonias. Al contrario, todos los cristianos son considerados por igual como sacerdotes. El apóstol Pedro no hace ninguna distinción entre ellos cuando escribe:

Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo
(1 Pedro 2:5).

Aun la idea de que haya un clero es extraña a las enseñanzas cristianas.

Tampoco la Escritura presenta o prevé para el cristianismo una sucesión de sacerdotes o de ministros garantizada por cualquier consagración u ordenación, cosa que las diferentes «iglesias» se atribuyen, aunque muchas de ellas –particularmente las iglesias disidentes– rechacen la idea de un clero al estilo católico. Si se trata de los apóstoles, está claro que el Señor es quien los constituyó, y que después, ellos no establecieron a ningún otro apóstol. No fueron los once quienes escogieron al que “tomó el oficio” de Judas (Hechos 1:24). En cuanto a Pablo, siempre insiste sobre el hecho de que recibió su apostolado de Dios y no de los hombres, y no nombró a ningún sucesor. El principio es el mismo para todos los ministerios o servicios. En vano se buscará otra cosa en el Nuevo Testamento.

Vemos en él que, antes de que la Palabra quedara completa, y hallándose en formación la Iglesia, los apóstoles juzgaron bueno que en la asamblea de Jerusalén se designaran y –mediante la intervención de ellos– se establecieran algunos servidores (Hechos 6:1-6). Luego, también ellos mismos constituyeron ancianos en las asambleas de los gentiles (Hechos 14:23), a imagen de lo que siempre había existido en Israel (véase Hechos 11:30; Santiago 5:14-16). El apóstol Pablo, usando su autoridad apostólica, dio facultad a Tito para hacer lo mismo en Creta (Tito 1:5), y quizás, aunque no expresamente, a Timoteo en Éfeso (1 Timoteo 3). Asimismo leemos en Hechos 13:1-4 que los profetas y maestros de la iglesia en Antioquía impusieron las manos a Pablo y a Bernabé, mas no para confiarles ellos mismos un servicio, puesto que era el Espíritu Santo el que los llamaba; de modo que, con la imposición, lo único que hacían era testificar su comunión y su plena aprobación. Notemos también que Timoteo, objeto de profecías particulares (1 Timoteo 1:18), recibió un don de gracia “con la imposición de las manos del presbiterio” (cap. 4:14) y “por la imposición” de las manos del apóstol Pablo (2 Timoteo 1:6); los ancianos reconocieron lo que solo el apóstol era competente para conferir, y que confirió únicamente por mandamiento formal del Espíritu Santo, expresado por profecía. Tales hechos son incontestables; sería en vano intentar sacar de esto una regla o indicación permanente en favor de una investidura oficial. Los apóstoles no han tenido sucesores; la Palabra silencia toda indicación sobre una eventual transmisión de la autoridad apostólica, tampoco habla del nombramiento de hombres revestidos de un cargo oficial. Hoy en día, nadie puede aludir o prevalerse de una autoridad dada por Dios para tal objeto.

Al contrario, la Palabra insiste sobre la acción del Espíritu Santo para distribuir dones y servicios (Hechos 13:2; 1 Corintios 12). Ocurre que precisamente esta acción no se reconoce en el mundo cristiano. ¿Cómo se la dejaría libre y soberana, cuando en la mayor parte de los casos ni siquiera es admitida la presencia del Espíritu Santo como persona aquí abajo? Por ello, necesariamente, las reglas de una organización humana pretenden sustituirlo, por lo cual se hace precisa una investidura para ejercer una función en la Iglesia. Aun cuando se declare que únicamente se consagra a tales funciones a hombres llamados por Dios, tal consagración es el ejercicio de una autoridad oficial y exclusiva, de la cual no hallamos ningún indicio en la Palabra de Dios. En ella, en cambio, no faltan indicaciones precisas acerca del orden y la edificación en la Asamblea: “Todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere”. No le incumbe a la asamblea «repartirlas», ni menos aún a un clero nombrado por ella.

Tenemos mucha necesidad de ser guardados, no solamente de las formas, sino también de ese espíritu clerical, el cual, suprimiendo el ejercicio colectivo, hace que exclusivamente algunos se encarguen de la marcha de la asamblea. Seremos preservados de ello creyendo simplemente en la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Él obra en ella por medio de los “dones espirituales”.

Los dones espirítuales

La Iglesia o Asamblea no podría, en efecto, vivir sin el ejercicio de lo que la Palabra llama los “dones espirituales” (o de gracia). El “don” es una facultad, o una capacidad, que Dios da a una persona determinada para obrar con respecto a los hombres1 . Cristo no deja que la Iglesia carezca de ellos. Ha dado, da y dará para este fin, por el Espíritu Santo, todo lo que sea necesario y suficiente, mientras ella esté en la tierra, para alimentarla, administrarla y edificarla.

Existen varias clases de dones. Los diversos pasajes de la Escritura que los mencionan dan diferentes enumeraciones de ellos, cada una con una intención particular, sin que ninguna sea limitativa.

Hay, para la Iglesia entera, dones para “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4:11-12). Él mismo, glorificado como Cabeza de este Cuerpo, “constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros”. Aquí se trata esencialmente del “ministerio de la Palabra”, y así debe entenderse cuando se emplea correctamente el término “ministerio”. El de los apóstoles continúa, pues sus enseñanzas, habiendo tomado lugar en los escritos inspirados, completan la Palabra de Dios. A través de los tiempos, los profetas aplican la Palabra a las necesidades que Dios les hace discernir en la Iglesia, con la respuesta que Él quiere dar a tal efecto; ellos, por así decirlo, ponen a las almas en contacto con Dios. Los evangelistas trabajan en el mundo para sacar de él a aquellos a quienes Dios conduce a la Asamblea. Los pastores se esmeran en dar el alimento espiritual conveniente, y vigilan sobre el rebaño, al que el mundo y Satanás amenazan sin cesar. Los maestros exponen sana y claramente la verdad.

El capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios, el cual insiste principalmente sobre la soberanía del Espíritu Santo en la distribución de los dones, nos dice que

A unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas.

Si los dones que constituían “señales” para los incrédulos –milagros, lenguas–, tan apreciados por los corintios, ya no se manifiestan entre nosotros, los otros subsisten. Aquí no es cuestión de evangelistas porque este capítulo trata acerca de las «manifestaciones espirituales» en el seno de una asamblea local, en su vida propia, dirigida por el Espíritu.

En Romanos 12, no solamente encontramos el ministerio de la Palabra, sino el conjunto de los «servicios» cristianos, los cuales nos son todos presentados como “dones espirituales” (o de gracia). Van desde la profecía, don que es privativo de algunos solamente, hasta el ejercicio de la misericordia que, sin duda alguna, ninguno de los fieles, hermano o hermana, está dispensado de ejercer. Cada uno ha recibido; cada uno es exhortado a dar. Pero al mismo tiempo, cada uno está limitado a “la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (v. 3), para no excederla, de manera que el cuerpo entero funcione armoniosamente.

En 1 Pedro 4:10-11, la diversidad de los dones de “la multiforme gracia de Dios” se reparte, dice el apóstol, entre “cada uno” de vosotros, llamados a ser “buenos administradores” de ellos. De manera que “si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da”. El amor ferviente, al que todos los fieles son llamados, hace que usen, unos para con otros los dones de gracia, de los cuales cada uno, hermano o hermana, ha recibido alguno.

Estas enseñanzas de la Palabra no deben ser para nosotros simples consideraciones teóricas. Su alcance práctico es extremo.

Hay una gran diversidad de dones. Tenemos la tendencia a llamar por este nombre solamente a los que ofrecen algún relieve, particularmente al ministerio de la Palabra, y aun a apreciarlos en la medida en que se ejercen de manera más brillante o cautivadora. Ante los ojos de Dios no existen tales distinciones. Al contrario, los dones que más llaman la atención corresponden a aquello que, siendo lo menos importante y lo menos precioso en sí mismo, ha tenido que recibir exteriormente más honra (1 Corintios 12:23-24). El que ministra la Palabra no es sino un canal o conducto por el cual nos es dado el alimento espiritual, en tanto que aquel que ejerce la misericordia es, en sí mismo, un centro de amor. El más humilde servicio dentro de la asamblea a menudo tiene mucho más valor que cualquier otro que llama más la atención.

Estos “dones espirituales” (o de gracia) para la “obra del ministerio” en todos sus grados otorgan a los que son investidos de ellos, no una autoridad oficial, sino una responsabilidad. “Servidor” es lo que ha sido Cristo. ¿Habrá alguien que pretenda ser más que su Maestro? “¿Qué tienes que no hayas recibido?” nos dice la Palabra (1 Corintios 4:7). Aun “el que preside” (Romanos 12:8) no es un jefe, en el sentido que dan los hombres a esta palabra; es igual que sus hermanos, si bien está colocado en un sitio de responsabilidad particular. El que ha recibido un don propicio para llamar la atención, especialmente el de presentar la Palabra, corre el peligro de erigirse en jefe y apartar las almas de Cristo, atrayéndolas, conscientemente o no, a sí mismo. Inversamente, para los otros no es menor el peligro de apoyarse pasivamente en algunos que Dios ha dado, y de adormecerse en la rutina, dando lugar así, sin darse cuenta quizás, al nacimiento y la existencia de un clero.

Cada uno tiene algún don “espiritual” o de gracia. Cada uno debe saber lo que ha recibido del Señor y obedecerle, en dependencia del Espíritu Santo. Para que el cuerpo crezca y funcione, es necesario que cada miembro cumpla su función; ni que sea más ni que sea menos, como nos lo enseña 1 Corintios 12. Somos miembros unos de otros, y si se nos dice: “Procurad, pues, los dones mejores” (v. 31), no es para que busquemos nuestra satisfacción personal, sino para el bien común. Pero, delante de nosotros se halla abierto “un camino aun más excelente”, el del capítulo 13, el del amor.

Debe alegrarnos el pensamiento de que el Señor es quien da en vista de las necesidades de la Asamblea, a la cual ama. Él no dejará de proveerla de los dones necesarios. Pero ¿cómo son ejercidos estos, y cómo es recibido tal ministerio? En el actual estado de cosas, muchos dones se pierden, porque son inutilizados aunque existan. Es este aspecto del empleo de los dones el que nos presenta Romanos 12. Obremos según lo que nos ha sido dado. Si no lo hacemos, ¡qué pérdida para todos! El actual estado de la Iglesia pone de manifiesto, no la ausencia de dones, sino su no empleo o su mal uso. Timoteo es exhortado a que “avive el don de Dios” que está en él, y Arquipo a cumplir el ministerio que ha recibido del Señor (Colosenses 4:17). El Señor puede decirnos a todos: «¿Qué han hecho de lo que les he dado?».

Lejos esté de nosotros el pensamiento de que todos los dones actualmente suscitados por Dios se encuentran exclusivamente entre los hermanos con los cuales nos reunimos; ni tengamos tampoco la pretensión de conocerlos a todos. Que no haya entre nosotros otra acción que la del Espíritu Santo, ejerciéndose por los “dones”, y que cada uno obre en su dependencia, según haya recibido del Señor mismo.

  • 1La Escritura identifica a menudo el “don” con aquel que lo posee (Efesios 4:8, 11).

Los cargos

El Nuevo Testamento habla repetidas veces de hermanos llamados a ocuparse de la iglesia o asamblea local como “ancianos” u “obispos” (vigilantes, supervisores, sobreveedores), y como servidores o “diáconos” (Hechos 11:30; 14:23; 20:17, 28; Filipenses 1:1; 1 Timoteo 3; Tito 1; 1 Pedro 5:1; Santiago 5:14, y también Hebreos 13:17). Estos cargos, como se los llama, no son, en manera alguna, incompatibles con el ejercicio de un don de presentación de la Palabra, como lo prueban los casos de Esteban y Felipe; pero ellos no están forzosamente ligados al don. El orden debe ser mantenido en la asamblea, los desordenados deben ser advertidos, las almas cuidadas y alentadas. Es necesario también que hombres y mujeres1 devotos se ocupen de las cosas materiales, cada una de las cuales, aun la más insignificante, tiene su importancia; los servidores instituidos en el capítulo 6 de los Hechos se ocupaban de los pobres y servían a las mesas. Que creyentes fieles aspiren a tal servicio, es “desear buena obra” (1 Timoteo 3:1).

Las cualidades requeridas para uno y otro cargo son enumeradas por el apóstol Pablo en 1 Timoteo 3, y en la epístola a Tito (cap. 1:7). Ellas exigen que sean cristianos firmes, experimentados y piadosos. Por carecer de aquellas cualidades, sentimos tan penosamente en la vida de las asambleas locales de nuestros días la falta de sobreveedores y servidores. Allí donde ellos existen, sepamos reconocerlos y tenerlos en honra (1 Tesalonicenses 5:12).

Mas repitamos que la Palabra no da ninguna directiva en cuanto a una investidura oficial y reglamentada para estos cargos. “El Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia” dice Pablo a los ancianos de Éfeso. Históricamente, los ancianos (presbuteroi: presbíteros) o sobreveedores (episkopoi: obispos) y los servidores (diakonoi: diáconos) poco a poco se pusieron aparte de los fieles para formar el clero. Se consideraron ellos mismos y fueron considerados, en las iglesias católicas, como los únicos investidos de “dones” y encargados de todo ministerio, enseñanza, culto, servicio divino. Finalmente se reclutaron a sí mismos, para formar un cuerpo especial, que se arroga el derecho de ser el único calificado para admitir nuevos obispos o sacerdotes, según un poder que, dicen, recibieron de los apóstoles y se ha transmitido sin interrupción. Basta leer el Nuevo Testamento para darse cuenta de que ninguna de estas tres pretensiones se justifica en la Escritura, y que ellas se oponen a la soberanía del Espíritu Santo en la Iglesia. En la mayor parte de las denominaciones protestantes, los “ancianos” no constituyen, propiamente hablando, un clero de este género; a pesar de ello, forman una categoría oficial y son elegidos por el conjunto de los fieles, lo que tampoco es conforme a la Escritura. Si, cuando designaron a los siete diáconos en Hechos 6:1-6, el conjunto de los discípulos los “elige” y los presenta a los apóstoles, estos los establecen según su irremplazable autoridad. De hecho, no existe hoy en la tierra ninguna autoridad competente para establecer ancianos o ministros (diáconos, servidores).

Sería también funesto pretender que no tienen ya razón de existir, y sería dudar del amor del Señor para con su Iglesia pensar que haya retirado lo que es indispensable para la bendición de las asambleas locales. Los cargos son tan necesarios como los dones. Tal como lo requiere el ejercicio del ministerio por los “dones”, la administración de estos «cargos» exige –además de las cualidades morales que la Palabra define en 1 Timoteo 3:8-13 y en Hechos 6:3, y que se resumen en la piedad– sabiduría, amor a los santos y amor al Señor de una manera muy particular. Es el cumplimiento de un santo deber, en obediencia, nunca la posesión de un sitio eminente o de dominación (1 Pedro 5:1-4).

  • 1Febe servía a la iglesia en Cencrea.

La libertad y la dependencia

Séanos aun permitido insistir sobre este punto. La ausencia de clero y de ministerio oficial no significa, de ninguna manera, una especie de democracia religiosa donde cada uno tiene todos los derechos. Nadie tiene derechos sobre sus hermanos, pero cada uno tiene deberes que el Señor le asigna. Se trata de dejar que el Espíritu Santo actúe libremente a fin de que cada componente del organismo funcione para el bien del conjunto y según la voluntad de Dios. Los «sistemas» religiosos no pueden concebir ninguna reunión de creyentes sin directores designados, un orden establecido, una liturgia, porque no comprenden la presencia efectiva del Espíritu Santo en la Iglesia. Los hombres, aun los mejor intencionados, ¿acaso son más sabios y más poderosos que el Espíritu Santo?

Guardémonos, pues, bajo el pretexto de que estamos libres de dominación humana, de obrar en independencia respecto a Aquel que toma de lo que es de Cristo para comunicárnoslo (Juan 16:14; 14:26), y pone los corazones y las conciencias en la presencia de Cristo. Sin Él, la Iglesia no podría existir. Cuando es contristado o apagado, ella pierde su carácter. Como se ha repetido muchas veces, ¿será la Iglesia el único lugar donde la carne puede manifestarse sin ser reprimida?

Para ejercerse un “don”, no tiene que esperar a ser autorizado por la Iglesia; esta debe reconocer su ejercicio, discerniendo si es de Dios, por la manera en que contribuye a la edificación (véase 1 Corintios 14:29; 1 Tesalonicenses 5:19-21; 1 Juan 2:20; 4:1). Un evangelista puede ser necesario aquí; uno o dos pastores allá; en otro lugar un maestro; Dios los suscitará según las necesidades que solo Él conoce. Y el don es enteramente libre frente a los hombres.

Desgraciadamente, la carne siempre tiene tendencia a usar de la libertad para hacerse valer. Puede haber hombres que pretendan ejercer un don sin poseerlo, otros que ejerzan fuera de tiempo el que poseen, u obren en una mayor medida de la que han recibido. ¿Quién dirá el perjuicio que nuestras constantes faltas a este respecto infligen a la Iglesia de Dios? Estamos ocupados de nosotros mismos más que de Cristo y de los suyos. Unas veces rehusamos hacer valer el don que hemos recibido, y de esa manera muchos hermanos que podrían haber edificado la asamblea nunca han despegado los labios en ella; otras veces –limitándonos solamente al ejercicio del ministerio de la Palabra– una profusión de discursos fuera de propósito reemplaza la verdadera palabra adecuada para edificar. Lo señalamos con mucha tristeza, pues las cosas suceden a veces como si la característica de las reuniones sin presidente oficial fuese que todo el mundo tiene libre derecho de obrar. No hay nada que sea más contrario a la Palabra ni que denote un desconocimiento más completo de la Iglesia, de los derechos de Cristo y del lugar que le corresponde al Espíritu Santo. Por lo tanto, así como no haríamos un mensajero de un incapacitado, ni un vigía de un ciego, es indispensable, por lo menos, tener el conocimiento del santo Libro, la capacidad de comunicarlo a otros, el sobrio buen sentido. Estas cosas son, por decirlo así, las que dan evidencias del don. Luego, aquel que ha recibido un don no puede ejercerlo útilmente sin poner diligencia, sentir amor por Cristo y la Iglesia, y la dependencia necesaria. Pero ni la facilidad de palabra, ni la instrucción o la ciencia humana son las que confieren un don; aun cuando alguien pudiera expresarse claramente, incluso con elocuencia, no significa por ello que esté calificado por el Señor. No obstante, todo creyente que ha recibido tales facultades debe preguntarse por qué las ha recibido, y si hace bien en emplearlas para el mundo y no para el Señor. Las facultades del hombre no tienen ninguna parte con la verdad de Dios, pero el Espíritu Santo puede servirse de ellas y emplearlas en aquellos que llama, lo que es muy diferente. Si los que suelen tener tendencia a adelantarse han de tener cuidado con no “aportillar el vallado” al cual el Dios de medida ha limitado su don (Eclesiastés 10:8), es bueno también exhortar a los “débiles” a no retroceder cuando se sienten llamados por el Señor a un servicio. Entréguense estos a ese servicio con “mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús” (1 Timoteo 3:13), la cual viene de Dios, y de la que el libro de los Hechos habla repetidas veces. Busquen, pues, la comunión con los santos, y no las aprobaciones halagadoras, a veces sospechosas y siempre temibles; busquen la «sana crítica», siempre reconocible porque es inspirada por la obediencia a la Palabra y por el amor.1

  • 1Entre los escritos que hablan del «ministerio» en la Iglesia, citemos la conclusión del prefacio del folleto: «Sobre el culto y el ministerio por el Espíritu» de W. T.: «Lo que precisamos es paciencia, fe en el Dios vivo, amor hacia Cristo, verdadera sumisión al Espíritu, un diligente estudio de la Palabra y una sincera sumisión mutua en el temor del Señor».

El ministerio de las mujeres

En el Nuevo Testamento, se lo tiene por un ministerio preciosísimo en su lugar, sea para la enseñanza en la familia –en pláticas privadas, como vemos a Priscila al lado de Aquila para enseñar a Apolos (Hechos 18:26), o a las cuatro hijas de Felipe profetizando (Hechos 21:9)–, sea en todos los “servicios” –como el de Febe, “diaconisa de la iglesia en Cencrea” (Romanos 16:1)–, en los cuales la mujer es irremplazable: hospitalidad, cuidados a los enfermos, etc. En cuanto al servicio público de la Palabra en la asamblea, la enseñanza bíblica es tan formal que basta transcribirla: “Es indecoroso que una mujer hable en la congregación… vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar… no permito a la mujer enseñar… sino estar en silencio” (1 Corintios 14:34-35; 1 Timoteo 2:11-14). No es cuestión de capacidad, de conocimiento, ni de devoción, sino simplemente de honrar al Señor en la Asamblea respetando el orden deseado por Dios.

***

Así, la igualdad de todos los hijos de Dios como sacerdotes no significa uniformidad. Este sacerdocio «universal» está relacionado con la adoración. En cuanto al ministerio, no puede ser universal ni intercambiable. Hay diversidad de dones, pero un solo Espíritu.