La Iglesia

Lo que los hombres han hecho de la Iglesia

Los comienzos

La formación de la Iglesia empezó el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo, descendiendo sobre la tierra, llenó de sí mismo a los apóstoles. Pedro fue el primero que recibió la potencia para anunciar el Evangelio que proclama la resurrección y la gloria de Jesús. Pero la Iglesia no aparece en su esencia sino hasta después de las revelaciones dadas a Pablo, a medida que la buena nueva era esparcida entre los gentiles y que los discípulos eran puestos aparte, porque los judíos “desecharon los designios de Dios respecto de sí mismo” (Lucas 7:30). El misterio de un solo cuerpo que abarcaba tanto a los que estaban lejos como a los que estaban cerca –gentiles y judíos–, teniendo todos acceso al Padre por un solo Espíritu, no había sido revelado en el Antiguo Testamento. Algunas alusiones proféticas, algunos tipos o figuras, mudos hasta Cristo, escondían en la misma Escritura el secreto cuya revelación estaba reservada al apóstol Pablo.

Nuestro propósito no es imitar a otros y exponer nuevamente la historia de la Iglesia en la tierra. Lo que de ella nos dice la Palabra es suficiente para introducir y hacernos prever su desarrollo. El libro de los Hechos y las epístolas, tanto las de Pablo como las de Pedro, Santiago, Juan y Judas, no solamente anuncian su decadencia, sino que la presentan ya como ampliamente iniciada.

Todos los caracteres de los males que seguidamente fueron desarrollándose, y que deploramos hoy, se hicieron visibles desde entonces. En los primeros días, la Asamblea en Jerusalén reflejó el pensamiento de Cristo: los que habían creído manifestaban la unidad del Espíritu y perseveraban juntos en la doctrina y la comunión de los apóstoles, el partimiento del pan y las oraciones. El amor en el Espíritu obraba poderosamente entre ellos, hacía que tuvieran todas las cosas en común (Hechos 2:44); eran “de un corazón y un alma” (cap. 4:32). Pero esos felices comienzos pronto fueron turbados. La avaricia y la mentira, las negligencias con respecto a las viudas y las murmuraciones que siguieron, sin duda alguna fueron reprimidas, pues el Espíritu Santo obraba con potencia. Pero lo fueron solamente por un tiempo, como lo demuestra la epístola de Santiago. Después, la dificultad que los creyentes judíos tenían para admitir a los gentiles en un pie de igualdad estuvo a punto de suscitar un cisma. Falsos hermanos se infiltraron en las asambleas (epístolas a los Gálatas, de Judas y de Juan). Los falsos maestros, judaizantes, gnósticos o racionalistas hicieron sus estragos. Hubo cristianos que se apartaron de la cruz para seguir sus propios intereses (epístolas a los Filipenses y a Timoteo). Pablo, prisionero, fue abandonado por casi todos. Este apóstol anunció los tiempos difíciles de los últimos días, los cuales ya se manifestaban. Juan declaró que el espíritu del Anticristo ya se hallaba presente, lo que indicaba que era la última hora.

Desde los apóstoles hasta nuestros días

Desde entonces, en los casi veinte siglos transcurridos, desgraciadamente, se ha comprobado de todas las formas posibles que el hombre corrompe todo lo que Dios le confía.

Cierto es que Dios, en medio de este estado de flaqueza, ha mantenido testigos fieles, unos después de otros, ha permitido felices restauraciones, en todas partes ha magnificado su gracia y ha manifestado su fidelidad. Él sigue obrando, la Palabra se halla intacta y continúa esparciéndose, el Evangelio es anunciado y hay almas que se convierten.

Pero los hijos de Dios fueron dispersados por los lobos rapaces que ciertos pastores negligentes o sobornables dejaron entrar. De entre esos mismos pastores se levantaron hombres con doctrinas perversas, arrastrando discípulos tras sí. La autoridad del Maestro ha sido hollada, y se ha renegado de Él. “Teniendo comezón de oír”, no solamente han desconocido la voz del buen pastor, sino que además “se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias” (2 Timoteo 4:3).

La apariencia de la cristiandad puede, hoy más que nunca en ciertos puntos, crear una ilusión, pero la “casa grande” (es decir la cristiandad profesante) ha dejado que el mundo entre ampliamente, y ha permitido que se instale en ella como dueño. Los materiales aportados por los hombres (véase 1 Corintios 3:12-15) en todas partes han sido mezclados a las “piedras vivas”, y los corruptores del templo de Dios se han multiplicado grandemente. A numerosas personas que no manifiestan ningún destello de vida se las llama «cristianos». Creyentes e incrédulos asociados se hallan organizados de acuerdo con los principios de congregaciones humanas. La cizaña se ha mezclado cada vez más íntimamente con el trigo.

Todo esto fue anunciado anticipadamente, por lo cual no debe sorprendernos. Las siete cartas del Apocalipsis (cap. 2-3) nos trazan un cuadro profético al cual, desgraciadamente, la realidad corresponde con mucha fidelidad. Pero, ¿hemos de resignarnos a ello? ¡No lo quiera Dios! Hasta el final, el Señor quiere llamar y despertar a “vencedores”. Y eso porque Él es victorioso y se guardará testigos fieles hasta el fin. La acción del hombre habría arruinado la obra de Dios desde hace mucho tiempo, de manera total e irremediable, si no hubiera sido precisamente Su obra.

Cristiandad e Iglesia

Cualquiera que sea la confusión actual, una certidumbre nos conforta: Dios tiene en la tierra, hoy como antiguamente, gran número de hijos Suyos, redimidos de Cristo; hoy como antes constituyen todos juntos lo que es y sigue siendo la Iglesia o Asamblea de Dios. Hay un Cuerpo de Cristo en la tierra, el conjunto de aquellos que, habiendo nacido de nuevo, le están unidos vitalmente por el Espíritu Santo.

Nada ha cambiado, ni en la manera en que se llega a ser un hijo de Dios, pues: “a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12), ni en la manera con que Cristo “sustenta y cuida” a la Asamblea, que es su cuerpo. No permitamos que se oscurezca el pensamiento de que, exactamente como en tiempos de los apóstoles, la Iglesia o Asamblea de Dios sigue siendo formada por todos los verdaderos creyentes, llámense católicos, protestantes, o estén en cualquier otra denominación. Son más numerosos que los que podamos conocer y aun de lo que pensemos; para Cristo y delante de Dios, su unidad es tan real como lo fue siempre. No los separemos en nuestros corazones, ni empleemos el nombre de Iglesia sin evocar a todos los redimidos de Cristo.

Pero, ¿dónde contemplar aquí abajo esta Iglesia o Asamblea de Dios? Es evidente que si buscamos una expresión completa de ella, no la encontraremos; no existe desde hace mucho tiempo. Muy pronto, ya desde el principio, no fue posible hacer el censo de los que realmente formaban parte de la Iglesia de Dios. Es precisamente lo que Pablo dice en 2 Timoteo 2:19: “Conoce el Señor a los que son suyos”. Por una parte, millones de personas han recibido el bautismo sin haber manifestado nunca la vida, y por otra, los verdaderos creyentes se hallan diseminados en numerosas y diversas denominaciones.

La pretensión de llamarse cristianos no falta, ni la de ser la Iglesia o una iglesia cristiana, aunque en ella se considere como cristianos a personas no convertidas. Tal hecho constituye la más odiosa profanación para Dios. No se debe tomar su nombre en vano. Si declaramos formar la Iglesia de Cristo o pertenecerle, Dios atribuye a esta profesión, sin remisión posible, toda la responsabilidad que ello significa. Al mundo que se llama cristiano, a sus organizaciones que se llaman iglesias cristianas, el Señor les dice: «Yo te consideraré como mi Iglesia, pero veamos lo que esto implica. Conozco tus obras, ¿qué es lo que las ha inspirado? ¿Dónde está la fe, el amor, la esperanza? ¿Qué has hecho de mi Palabra? ¿Qué has hecho de mi nombre al cual apelas? ¿Qué has hecho de mi gracia? ¿Qué has hecho de mi memorial? ¿Qué es lo que has buscado aquí abajo?».

Su paciencia todavía espera. ¿Cómo no conmoverse al mirar con qué longanimidad habla a Sardis y a Laodicea?: “Yo te aconsejo… yo reprendo y castigo a todos los que amo…” (Apocalipsis 3:18-19). Él continúa considerando a esta cristiandad tal como pretende ser, es decir, como la portadora de la profesión cristiana, sin que ella se dé cuenta de lo solemne que es esto. Mas Él es el Testigo fiel y verdadero. Pronto va a vomitarla de su boca. Se ha ocupado de ella durante su historia, castigándola, reprendiéndola, ensalzando lo que era bueno, animando a los fieles, denunciando lo que no podía aprobar. El gobierno divino no ha cesado nunca: “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Pero este juicio pronto será completo y definitivo. El Señor dejará de llamar “iglesia” a aquella que lo abandonó y lo puso fuera. Cuando haya tomado consigo a los suyos, cuando el Esposo haya arrebatado a la Esposa al cielo donde se celebrarán las bodas, en la tierra solo quedará por considerar a la “gran ramera”, usurpadora de este hermoso nombre de Esposa. Hasta entonces Él soporta cosas horrendas; pero, puesto que hasta esta misma gracia habrá sido menospreciada, ella atraerá sobre sí un juicio más severo. En la parábola de los talentos, el dueño no discute el título de siervo al siervo malo, pero aplica a este todo el rigor del trato debido al “siervo inútil”.

Así pues, por una parte, la verdadera Iglesia o Asamblea de Dios, obra de sus manos, ya no es discernible; por otra, la Iglesia profesante, obra de los hombres, no ha sido todavía desposeída de su título.

No nos dejemos turbar por esta aparente contradicción. Siempre, y todavía hoy, las dos caras del “sello” mencionado en 2 Timoteo 2:19 nos confirman y nos enseñan lo referente a ambos puntos. En cuanto al primer aspecto tenemos: “Conoce el Señor a los que son suyos”; la fe confía a Dios el cuidado de Su obra. En cuanto al segundo, hallamos: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”; la fe obedece y se aparta del mal. Sí, “el fundamento de Dios está firme”.

Ahora bien, ¿hemos de apartarnos para quedarnos solos? No, ciertamente. “El que se aparta busca su propio deseo” (Proverbios 18:1, R.V.A.). Si debemos apartarnos, es para unirnos con los que invocan al Señor con corazón puro, es decir, sin aliarnos con lo que deshonra su Nombre.

Todo aquel que ama al Señor hallará un camino preparado por Él para encontrar a otros creyentes animados del mismo deseo. Esto también es la obra de Dios. En todo tiempo, Dios sabe reservarse un residuo; Elías lo experimentó cuando se creía solo (1 Reyes 19:10-18). A los que forman parte de este remanente les pide –al tiempo que les da los medios para hacerlo– que gocen juntos de los privilegios, que asuman juntos las preciosas funciones que son propias de la Iglesia de Dios. La gran promesa permanece, a pesar de toda la infidelidad de los hombres: allí donde dos o tres se hallan reunidos en su nombre, el Señor está en medio de ellos (Mateo 18:20). Una asamblea puede reducirse literalmente a este pequeño número; estará lejos de abarcar a la totalidad de la Iglesia en la tierra, pero será una expresión de ella, aprobada por Aquel que siempre está con

Un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Jehová
(Sofonías 3:12).

Era necesario establecer con claridad estas consideraciones generales antes de examinar de más cerca el presente estado de cosas.