¿Qué hacer en el presente estado de cosas?
Diferentes categorías de agrupaciones cristianas
Las agrupaciones de la cristiandad actual pueden considerarse divididas en tres categorías.
Las dos primeras comprenden todo lo que se denomina oficialmente «iglesias». Estas son sociedades organizadas, con leyes y reglamentos, cada una con su clero, diferenciado de los feligreses. Estas sociedades son efectivamente de dos clases.
1. Iglesias de afirmación católica
La iglesia romana afirma ser “la Iglesia”, la única, y monopoliza el título de católica, es decir universal. Pero, en diversos grados, reivindican el mismo título las grandes iglesias orientales que no reconocen al papa romano. Los que no pertenecen a ellas son considerados como herejes; a lo sumo admiten que, si son de buena fe, participan del alma de la Iglesia, pero se les niega el formar parte de su cuerpo. Estas iglesias de afirmación católica pretenden formar, ellas solas, toda la Iglesia cristiana, y que los que se extraviaron deben volver a ellas. En efecto, afirman –y esto es un punto de capital importancia– que es necesario que cada uno recurra a ellas para alcanzar la salvación; dicen que la administración de sus sacramentos dispensa la gracia divina, y que para esto se necesita un clero investido de un poder sobrenatural, el cual viene transmitido desde los apóstoles por ordenación eclesiástica. No se trata aquí de exponer sus doctrinas, menos aún de suscitar controversias. No nos costaría mucho probar que esta unidad tan altaneramente afirmada encubre en realidad una multitud de interpretaciones y de formas. Pero, ante todo, destaquemos que la enseñanza de la Escritura no considera de ningún modo a la Iglesia como una organización que asegura la salvación, sino como un organismo formado por personas salvas, lo que es en absoluto diferente.
2. Iglesias parciales
Las otras iglesias son organizaciones religiosas que se han separado de las precedentes, principalmente desde la Reforma, para constituir iglesias independientes, expresamente parciales y distintas dentro de la cristiandad. Sean o no nacionales, nada cambia con referencia a sus fundamentos. La mayor parte de ellas reconocen lo que se llama «la Iglesia invisible», edificada por Cristo, y de la cual solo Dios conoce a todos los miembros. Pero se consideran ellas mismas como sociedades necesarias, constituidas de la mejor manera, según las épocas y los países, para agrupar el mayor número posible de adeptos, enseñarlos y conducirlos a celebrar oficios religiosos. La base de su unión corresponde a una determinada confesión de fe particular. Los fieles son inscritos en registros al efecto. Puede decirse que estas iglesias evidencian el estado de división. Cada una hace vida aparte, aunque reconoce que hay verdaderos cristianos fuera de ella. Cualquiera que sea la conducta individual de sus sacerdotes, de sus pastores o de los fieles, conducta a menudo íntegra, su principio eclesiástico, o de «sistema», niega de hecho la unidad de todos los cristianos.
Las dos categorías que hemos considerado, una pretendiendo asumir la unidad, otra rompiéndola, mezclan en sus filas a verdaderos cristianos con simples profesantes. El bautismo tiene el valor de introducción en la cristiandad, y la «primera comunión» introduce, efectivamente, en una iglesia determinada.
3. Fuera del campamento (o del campo religioso)
La tercera categoría se halla constituida por los agrupamientos, mucho menos numerosos, de cristianos salidos de las dos primeras para reunirse de acuerdo con las enseñanzas de la Palabra, sin clero ni reglamentos particulares, pero sí en el nombre del Señor Jesús. Es probable que hayan existido en todo tiempo; pero cuando –hace ya más de un siglo y medio– el Espíritu de Dios despertó la Iglesia a la esperanza de la próxima venida del Esposo, numerosas almas fueron llevadas a formularse la pregunta: ¿dónde se halla la Iglesia en la presente confusión?, y han sido conducidas a salir hacia Cristo fuera de todo campo eclesiástico.1
Desgraciadamente, también entre estas últimas agrupaciones el enemigo ha estado activo, ha logrado sembrar tanta confusión y producir tantas divisiones que, al cabo de cinco generaciones, inclinamos la cabeza con el corazón oprimido. Muchas almas sinceras se preguntan: ¿Qué hacer? ¿Dónde está el camino?
A pesar de todo esto, tengamos la seguridad de que siempre existe un camino, el que ojo no vio, ni ha concebido el corazón del hombre, pero que Dios prepara para aquellos que Le aman.
- 1Este despertamiento se debió en parte a una publicación titulada: «La venida del Mesías en gloria y majestad», cuyo autor, Lacunza, era un sacerdote católico de América del Sur. Dios se sirvió de ella para despertar a creyentes de varios países y exhortarlos a esperar la venida del Señor, preciosa verdad que se había olvidado. Entonces, Dios despertó en muchas almas la profunda necesidad de “escudriñar las Escrituras” (Juan 5:39); los llevó a separarse de todas las iglesias profesantes y les enseñó los verdaderos principios de la Iglesia o Asamblea de Dios y de la reunión de los creyentes.
El retorno de la cristiandad a su estado primitivo: Una quimera
¿Qué hacer? No se trata de reedificar la Iglesia tal como la vemos en los primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles. Ello es imposible. En toda la Escritura se comprueba que Dios no restaura integralmente lo que el hombre ha arruinado. Da algo mejor para sustituir el estado de cosas que ha sido dejado de lado, después de haber soportado la infidelidad con suma paciencia.
Todavía soporta Dios a la cristiandad; hemos de andar con los recursos y bajo las direcciones que Él nos proporciona, y no debemos soñar con una restauración que iría en contra de la enseñanza misma de los apóstoles, como ha sido recordado más arriba. Además, nos faltarían los elementos esenciales de ese entonces: los apóstoles y las señales que acompañaban su predicación. Los apóstoles, puesto el fundamento, cumplieron su obra; no han sido reemplazados, y nunca fue el pensamiento de Dios hacerlo. Son hechos pasados que no han de volver. A la Iglesia le corresponde permanecer fiel. Cuando afirmamos que nos reunimos como los primeros cristianos, esto no es, pues, enteramente justo.
Lo que permanece
Lo que tienen que hacer los creyentes de hoy es obedecer a la Palabra tal como hicieron los primeros cristianos, aquella Palabra que los apóstoles, ya desaparecidos desde hace mucho tiempo, dejaron transmitida fielmente según la inspiración divina que habían recibido. El fundamento puesto por ellos es inmutable, por lo tanto debemos afirmarnos sobre él, a saber: Cristo mismo, el Cristo de los evangelios y de las epístolas, y no sobre un fundamento hecho de pensamientos humanos, de doctrinas teológicas o de sistemas filosóficos.
Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo
(1 Corintios 3:11).
Dios no ha cesado de obrar. Cristo sigue edificando, y la casa espiritual de 1 Pedro 2:5 continúa edificándose en su perfección. Y al mismo tiempo, la casa visible sobre la tierra es confiada a la responsabilidad del hombre (1 Corintios 3:12). Querámoslo o no, como cristianos, cada uno de nosotros “edifica encima”. Tengamos pues mucho cuidado con nuestra manera de edificar. ¿Con qué materiales, con qué direcciones, con qué fuerzas lo hacemos? ¿Qué parte de nuestra obra soportará la prueba del fuego?
¿Nos desanimaremos ante lo que nos es pedido? Acordémonos de que siempre tenemos a nuestra disposición los tres grandes recursos permanentes:
– la Persona de Jesús, centro de reunión,
– la Palabra de Dios,
– el Espíritu Santo, Espíritu de poder, de amor y de dominio propio (2 Timoteo 1:7).
A menudo se ha recordado que el profeta Hageo fue a animar a los fieles para que reedificasen la casa de Jehová –no ciertamente idéntica a la de Salomón, pero con el altar en el mismo sitio– diciéndoles: “esfuérzate… porque yo estoy con vosotros… el pacto (o la Palabra)… mi Espíritu estará en medio de vosotros” (Hageo 2:4-5). ¡Cuánto más experimentan esto los cristianos que quieren obedecer! Esas divinas presencias están aquí como en el primer día, y no faltarán jamás mientras la Iglesia esté en la tierra. “Cobrad ánimo… y trabajad”.
Características permanentes de una asamblea
En lo que concierne a la congregación de los creyentes, se nos prescribe no dejarla, “y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (Hebreos 10:25).
No podemos pretender rehacer la Iglesia, ni ser la Iglesia. Pero hemos de estar firmemente convencidos de aquello que en todo tiempo el Señor ha pedido a la Iglesia, es decir, las funciones que hemos mencionado anteriormente, y los privilegios que Él le confiere. Aunque ella no ha cumplido fielmente la misión que le fue confiada, no ha sido relevada de esta misión: glorificar a Cristo, dar testimonio de la unidad que Cristo ha hecho y esperar al Señor.
Para que una reunión de dos o tres en el nombre del Señor exprese bien los caracteres de la Asamblea de Dios, es preciso que cada uno esté individualmente convencido de lo que el Señor pide a este efecto. Si ella no expresa esos caracteres, ¿para qué reunirse? Pero si los expresa, entonces esta Iglesia o Asamblea de Dios que ha venido a ser invisible en su conjunto, por culpa del hombre, será hecha visible allí donde esos dos o tres estén reunidos. Lo importante no es el número de personas reunidas, sino el carácter de su reunión. No es cuestión de número, sino de espíritu.
¿Por cuáles caracteres una agrupación de creyentes puede y debe ser reconocida como asamblea de Dios? Creemos poder resumir de la manera siguiente los que son indispensables:
– debe estar integrada por creyentes (2 Corintios 6:14-18);
– reunirse en el nombre del Señor Jesús (Mateo 18:20);
– reconocer la sola autoridad del Señor (Apocalipsis 1);
– no admitir otra dirección que la del Espíritu Santo (1 Corintios 12:13);
– estar sometido a la enseñanza de la Palabra, plenamente recibida;
– no tolerar conscientemente que el nombre del Señor sea asociado al mal (1 Corintios 5:4-8; 2 Timoteo 2:19).
Dichos caracteres serán mantenidos solamente si los corazones están llenos del amor “nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Timoteo 1:5). De nada serviría que tales caracteres fueran solo una apariencia exterior.
Una toma de posición que deriva de tales caracteres
Esos caracteres implican tomar una posición que a menudo es mal comprendida y mal juzgada, aun por los otros cristianos. Ella no tiene valor si no es dictada por la obediencia, en humildad, y en un profundo amor por la Iglesia entera.
Esta posición se encuentra, necesariamente, fuera de las dos primeras categorías eclesiásticas que hemos considerado, puesto que una pretende injustamente monopolizar la Iglesia y otra la fracciona deliberadamente. Ahora bien, se trata a la vez de expresar la unidad de la Iglesia entera y de separarse de lo que, a pesar de todo, todavía comprende a miembros del Cuerpo de Cristo.
Como el principio de tal reunión es el de la unidad del Cuerpo –el único conforme a la Palabra– la expresión de esta unidad es dada en la Mesa del Señor, según 1 Corintios 10:16-17. En ella se participa de un solo pan, porque todos los creyentes son un solo pan, un solo cuerpo. Que todos estén presentes o no, a aquellos que se hallan reunidos no se les quita nada del privilegio que tienen de pensar en todos. La Mesa del Señor no pertenece a los que la rodean realmente, sino que está levantada para todos, si verdaderamente ha sido levantada por el Señor. En caso contrario, sería la Mesa de una secta o de una confesión particular, lo cual negaría la unidad del Cuerpo. Todos deberían estar allí, y los que están reunidos deberían sentir dolorosamente que los lugares de los que no se encuentran allí estén vacíos. Cuando hablamos de un convertido que «pide su lugar», la expresión es muy justa, mientras que no tendría fundamento escriturario decir que pertenecemos a tal o cual asamblea, porque daría a entender que se trata de un grupo independiente de las demás asambleas locales. No ponemos en duda que numerosos creyentes gocen de la Cena como memorial de la muerte del Señor en cualquier confesión que sea celebrada. Sin embargo, la “mesa del Señor” no puede ser levantada sobre otra base que la de la unidad del Cuerpo de Cristo, del cual todos los hijos de Dios son miembros igualmente.
De ello se desprende que las congregaciones formadas en diversos lugares, donde la Mesa del Señor es levantada sobre este principio, son solidarias, porque se hallan colocadas en la misma “comunión” del cuerpo y de la sangre de Cristo (1 Corintios 10:16). Cada una de ellas es la expresión de la iglesia o asamblea local, incluida ella misma en la gran unidad de la Iglesia universal. El apóstol se dirigía a la iglesia en Corinto, o en Éfeso, como si hubiese hablado a la Iglesia o Asamblea de Dios entera.
La Asamblea tiene el deber de preservar la Mesa del Señor de toda impureza. Para ello, ha recibido la autoridad del Señor, la cual ejerce porque Él está presente.
Entonces, tal vez se diga: ¿Ustedes pretenden ser una congregación de individuos perfectos en la práctica? No, por cierto. Mas, de acuerdo con la enseñanza de 1 Corintios 11:28-34, los que se acercan a la Mesa del Señor tienen el deber de juzgarse a sí mismos, y la Asamblea tiene la responsabilidad de quitar “la vieja levadura” cuando, habiendo alguien descuidado este juicio individual, se manifiesta un estado de pecado que subsiste a pesar de las advertencias y de la disciplina fraternal. No se trata de ejercer un derecho cualquiera para juzgar (¡qué triste sería!), sino de dar al Señor lo que le es debido, celosos del honor de su nombre y del bien de su Asamblea.
Por otra parte, el mismo principio de la unidad del Cuerpo implica que lo que la asamblea hace en una localidad sea reconocido en todas las demás localidades. Impide que se reconozcan las reuniones de creyentes en las cuales esta disciplina no es observada, o en las cuales un mal moral o doctrinal es tolerado conscientemente. Aquí está el origen de las “divisiones” que se produjeron entre aquellos que inicialmente se habían congregado fuera de los sistemas religiosos. “Un poco de levadura leuda toda la masa” (1 Corintios 5:6). Sin duda alguna, fácilmente manifestamos la impaciencia, y difícilmente nos soportamos unos a otros; sin cesar corremos el riesgo de reemplazar el pensamiento del Señor por nuestros puntos de vista personales, y de dejar obrar a nuestra propia voluntad; con todo, Él no puede tolerar que su Nombre –unido a su Mesa– sea asociado con el mal.
Para resumir
1. Si no queremos ser una secta, jamás debemos perder de vista la «unidad del Cuerpo» de Cristo, proclamada en la Mesa del Señor. Al mismo tiempo, sintiendo con dolor el estado actual de la cristiandad –a la cual pertenecemos, no lo olvidemos nunca– debemos aprovechar con reconocimiento de las prerrogativas que hasta el fin quedan unidas a la Iglesia según Dios.
2. Si no queremos ser culpados “del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Corintios 11:27), tenemos que velar ejerciendo el enjuiciamiento individual y colectivo, para que la comunión con Él y entre nosotros sea mantenida verdaderamente. Eso es guardar la “unidad del Espíritu”.
¿Quién está capacitado para estas cosas? El secreto está en corazones consagrados a los intereses del Señor y que aman a los que son de Él; está en la humildad de espíritu y la fidelidad bajo todos los aspectos.
El testimonio que el Señor suscitó en los últimos días también está declinando. Él habrá sido el único Testigo fiel y verdadero. No pretendamos ser aquella asamblea de Filadelfia, de la cual el Señor testifica:
Has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre
(Apocalipsis 3:8).
Aunque tengamos “poca fuerza”, pidamos que nos sea concedido el estado de espíritu y de corazón de aquella a quien el Señor puede hablar de esa manera.