Cuando los soldados iban a rematar a los crucificados, quebrándoles las piernas, comprobaron que con Jesús esa medida era inútil, pues ya había muerto. Para el malhechor convertido, aquella brutalidad significaba el cumplimiento de la palabra del Señor:
Hoy estarás conmigo en el paraíso
(Lucas 23:43).
Pero uno de los soldados no temió profanar con su lanza el cuerpo del Señor (comp. Zacarías 12:10). A este último ultraje respondió una maravillosa señal de gracia: la sangre de la expiación y el agua de la purificación emanaron de su costado traspasado.
Luego tuvo lugar la sepultura de nuestro amado Salvador. Dios había preparado a dos discípulos para que rindieran al cuerpo de su Hijo los honores anunciados en las Escrituras: “Con los ricos fue en su muerte” (Isaías 53:9). Hasta entonces José y Nicodemo no habían tenido el valor de tomar abiertamente posición a favor de él. Pero ahora, conmovidos por la magnitud del crimen de su nación, comprendieron que guardar silencio los haría culpables de solidaridad. Amigos creyentes, nunca olvidemos que el mundo en el que vivimos ha crucificado a nuestro Salvador. Callar o complacernos con los asesinos equivaldría a negarlo. Por el contrario, es la oportunidad de darnos a conocer valientemente como sus discípulos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"