Después de “la gloria que me diste” (cap. 17:22) viene “la copa que el Padre me ha dado” (v. 11). En su entera dependencia, Jesús recibió de la mano de su Padre tanto la una como la otra. Pero, de acuerdo con el carácter de este evangelio, no vemos, como en Lucas 22:44, la agonía del Señor. Aquí, en la mente del Hijo obediente, la obra ya estaba acabada (cap. 17:4).
El miserable Judas supo adónde conducir la compañía armada que debía apoderarse de Jesús, pues era el lugar de muchos encuentros íntimos y preciosos, de los cuales él mismo había participado.
Al que llamaban con desprecio “Jesús nazareno” no era otro que el Hijo de Dios. Conociendo plenamente lo que iba a ocurrir, el Señor se adelantó ante esa tropa amenazante y por medio de su poder soberano dio una prueba que hubiera permitido reconocerlo según las Escrituras (Salmo 27:2). Solo con decir “Yo soy” hizo caer en tierra a sus enemigos. Pero, ¿en quién pensaba él en ese momento tan terrible? Como siempre, pensaba en sus queridos discípulos: “Dejad ir a estos”, ordenó a los que habían venido a prenderlo. Hasta el último instante, el buen Pastor veló por sus ovejas; mas había llegado el momento de dar su vida por ellas (cap. 10:11).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"