La primera persona que se apresuró hacia el sepulcro en esa gloriosa mañana de la resurrección fue María Magdalena, esa mujer de la cual el Señor había echado siete demonios (Marcos 16:9). Pero alguien se le había adelantado, pues la piedra del sepulcro ya estaba quitada. Entonces avisó a Pedro y Juan, quienes a su vez corrieron hacia la tumba y hallaron las pruebas evidentes de la resurrección… pero volvieron a su casa, sin embargo María no. Tan embargada estaba por el pensamiento de volver a encontrar a su amado Señor (v. 13) que no parecía sorprenderse de la presencia de los ángeles. Jesús no pudo dejar semejante afecto sin respuesta. Y ¡cómo fueron superados los pensamientos de María! Fue un Salvador vivo el que se acercó a ella, la llamó por su nombre y le confió un mensaje del más sublime valor. «El apegarse personalmente a Cristo es lo que permite a uno tener verdadera comprensión», dijo alguien. Jesús encargó a María la misión de anunciar a sus “hermanos” que la cruz, lejos de haberlo separado de ellos, era la base de vínculos completamente nuevos. Hechos inestimables: su Padre llegó a ser nuestro Padre, y su Dios, nuestro Dios. Jesús nos colocó para siempre en esas felices relaciones para el gozo de su propio corazón, para el del Padre y para el nuestro (Salmo 22:22; Hebreos 2:11-12).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"