Para burlarse, los soldados vistieron a Jesús con un manto de púrpura y una corona de espinas. Pilato aceptó presentarlo al populacho con ese atuendo: “¡He aquí el hombre!”. Con ira, los jefes contestaron:
¡Crucifícale! ¡Crucifícale!.
E invocaron un nuevo motivo: Ha blasfemado; “se hizo a sí mismo Hijo de Dios”. Pero esto hizo que el gobernador romano se sintiera más incómodo, pues podría ser que tuviese ante sí no solo a un rey, sino a Dios (v. 7-8). Para darse seguridad, invocó su poder; pero Jesús lo puso en su verdadero sitio. Ese magistrado pagano aprendió seguramente por primera vez quién le había dado su autoridad: la tenía no de César, como lo pensaba, sino de “arriba” (v. 11; Romanos 13:1). Al darse cuenta de que no tenía ascendencia sobre ese acusado extraordinario y que dicho caso lo superaba, quiso soltarlo. Pero los judíos no quisieron saber nada de ello y utilizaron un último argumento: “Si a este sueltas, no eres amigo de César”. Así, a pesar de la advertencia recibida (v. 11), el gobernador trató de complacer a los hombres y no a Dios. Al temer a la vez el resentimiento de los judíos y la reprobación de su soberano, sacrificó deliberadamente al inocente.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"