Dios contestó a su Hijo no solo al resucitar a Lázaro sino también al conducir a varios testigos de esa maravillosa escena a creer en él (v. 42 fin, 45). Pero ese milagro, el más grande que narra este evangelio y el último antes de su propia resurrección, fue también el que determinó su muerte, ya que “desde aquel día” tuvieron lugar las tenebrosas consultas que terminarían con el crimen supremo (v. 53). Así respondieron los judíos la pregunta que el Señor les hizo en Juan 10:32: “¿Por cuál de ellas (mis obras) me apedreáis?”.
Los sacerdotes fingieron temer que, al seguir a Jesús, el pueblo atraería la atención de los romanos y, por ende, sus represalias. Pero el rechazo hacia el Señor fue, por el contrario, la causa de la destrucción de su lugar de culto (Jerusalén) y de su nación, llevada a cabo por los romanos cuarenta años más tarde (v. 48). Dios permitió que la profecía de Caifás superara infinitamente los pensamientos de ese hombre cínico y malvado. Jesús entregaría su vida por la nación (pues Israel sería restaurado más tarde) pero
también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (v. 52).
Satanás arrebata y dispersa (comp. cap. 10:12), mientras que por su obra Jesús reúne desde ya, aquí en la tierra, a los que forman parte de la familia de Dios.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"