En su angustia, las dos hermanas de Betania dirigieron a su divino Amigo una oración que puede servirnos de modelo: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (v. 3). Al llamarlo Señor, reconocían su autoridad y no se permitían decirle, por ejemplo: «Ven a sanar a nuestro hermano»; simplemente expusieron el caso que las preocupaba. Conocían también su amor y se refirieron a él. No obstante, a pesar de ese afecto, Jesús resolvió no ir enseguida a Judea, con determinación semejante a la que más tarde lo impulsó a ir allí para cumplir su obra cuando llegó el momento, pese a la amenaza de los judíos. Él no se dejaba llevar por los sentimientos ni detener por temor a los hombres, como a veces lo hacemos nosotros. Solo la obediencia a su Padre dirigía sus pasos. Gracias a esa demora la gloria de Dios brilló mucho más, pues cuando Jesús llegó a Betania ya hacía cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro. A veces nos hemos hallado en presencia de personas que han sido probadas por un duelo, y hemos podido comprobar la insuficiencia de la simpatía humana (como la de los judíos en el v. 19). Pero todo cambia cuando juntos volvemos la mirada hacia Aquel que es “la resurrección y la vida”. Entonces comprendemos realmente el valor de las cosas eternas.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"