En las antiguas tumbas egipcias se ha encontrado trigo que todavía puede germinar, después de miles de años. Sin embargo, cualquiera que hubiese sido el tiempo transcurrido y por precioso que hubiera sido el recipiente en que se lo haya conservado, ese trigo no podía multiplicarse allí. Para que de él pudieran brotar espigas cargadas de otros granos semejantes a la simiente, era necesario que esta fuese colocada en la tierra, es decir, que fuese sacrificada. Fue la figura que Jesús empleó para hablar de su muerte. El deseo de verlo, expresado por unos griegos, guió sus pensamientos a las maravillosas consecuencias de la cruz: la bendición de las naciones bajo el dominio universal del Hijo del Hombre, mucho fruto (v. 24 fin), el juicio de Satanás (v. 31) y atraer a todos a sí mismo (v. 32). Pero también pasó ante su santa alma la carga de sufrimientos que “esta hora” le traería. Luego miró hacia Dios quien le respondió desde el cielo con la promesa de la resurrección (v. 28).
Para el pueblo judío era el ocaso. La luz iba a desaparecer en el horizonte: Jesús iba a dejarlos (v. 35; Jeremías 13:16). El día actual de la gracia también se acabará. Pronto llegará el momento en el cual no será posible creer (comp. v. 40). Para Jesús hubo un solemne “ahora” (v. 27, 31). Para nosotros ahora es el tiempo de creer en él (2 Corintios 6:2).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"