No fue el peso de sus pecados lo que condujo a los delegados de los judíos a Juan el Bautista, sino más bien la curiosidad, el deseo de saber quién era, o tal vez alguna inquietud. Su encuesta dio a Juan la oportunidad de entregar su mensaje (comp. 1 Pedro 3:15 final). Mas él no tenía nada que decir acerca de sí mismo (v. 22), no era más que una simple voz. Fue “enviado de Dios” para dar testimonio de “la luz” (v. 6-8). En cierto sentido todos los redimidos son llamados a dar testimonio de la luz, sobre todo al andar “como hijos de luz” (Efesios 5:8). Por sí mismos no son nada, solo son instrumentos por medio de los cuales Cristo, la luz moral del mundo, debe ser manifestado.
Dios indicó de antemano a su siervo cómo reconocer a su Hijo amado. “He aquí el Cordero de Dios”, exclamó Juan cuando Jesús apareció. Dios proveyó una víctima santa para quitar el pecado del mundo, víctima esperada desde la caída del hombre, anunciada por los profetas y por las figuras del antiguo pacto que Dios había hecho con el pueblo de Israel (véase Éxodo 12:3; Isaías 53). ¡Qué víctima! El Cordero de Dios es también el Hijo de Dios (v. 34).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"