Era el instante de su última cena aquí en la tierra. En esa hora íntima de despedida, en la cual Jesús quería dejar hablar libremente sus sentimientos, algo agobiaba su alma. No era la cruz que se aproximaba, sino la indecible tristeza al saber que entre los doce un hombre había decidido su perdición: “Uno de vosotros… me va a entregar”. A su turno los discípulos se entristecieron e interrogaron. Aquí no tenían confianza en sí mismos, confianza que se manifestaría en sus pretensiones de abnegación, particularmente de parte de Pedro (v. 29, 31).
Cuando el traidor salió, el Señor instituyó la santa cena como memorial suyo. Bendijo, partió el pan y lo distribuyó a los suyos; tomó la copa, dio gracias y se la dio. Luego les explicó el alcance de esos símbolos simples pero solemnes a causa de los grandes hechos que conmemorarían: su cuerpo entregado y su sangre vertida, seguros fundamentos de nuestra fe. Lector, ¿no le hubiese gustado estar en ese aposento alto cerca de su Salvador? Entonces, ¿por qué no unirse a aquellos que hoy, cada primer día de la semana y pese a su debilidad, anuncian la muerte del Señor mientras esperan su retorno?
Luego el Señor Jesús cantó un himno con sus once discípulos y se fue junto con ellos al monte de los Olivos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"