El hombre consumó el más horrendo de todos los crímenes: crucificó al Hijo de Dios y no le escatimó ningún sufrimiento y humillación. El Salvador estuvo sobre el madero de infamia donde lo retuvo su amor por el Padre y por los hombres. “Fue contado con los inicuos”, como lo anunciaban las Escrituras (Isaías 53:12). En esa cruz experimentó también toda clase de insultos y provocaciones. El mundo lo rechazó (condenándose de esa manera a sí mismo). Además de todo esto, el cielo también se cerró, como lo expresa el grito de su indecible angustia:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
(v. 34, Salmo 22:1, véase Amós 8:9-10).
El cielo se cerró para él a fin de que pudiera ser abierto para nosotros. A fin de llevar “muchos hijos a la gloria”, el autor de nuestra salvación fue consumido por los sufrimientos (Hebreos 2:10). Esa página de la Santa Escritura, sobre la cual nuestra fe reposa con adoración, constituye el documento indiscutible que nos garantiza el acceso al cielo de gloria, acceso cuya señal nos es dada por el velo que se rasgó. El gran clamor de expiración del Salvador es prueba de que él entregó su vida por sí mismo, en plena posesión de su fuerza. Es el último acto de obediencia de Aquel que vino a la tierra para servir, sufrir y morir, dando su preciosa vida en rescate por muchos (cap. 10:45).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"