El Señor y sus discípulos desembarcaron en el país de los gadarenos. La primera persona que encontraron fue un hombre totalmente poseído por unos demonios que lo volvían furioso e indomable. Es una terrible realidad: en ese hombre loco e iracundo tenemos el retrato moral del hombre pecador, juguete del diablo, llevado y atormentado por sus brutales pasiones, morando en la muerte (los sepulcros), que solo podía hacerse daño a sí mismo y era peligroso para sus semejantes. Estos trataron vanamente de sujetarlo con cadenas, imagen de las reglas morales por medio de las cuales la sociedad busca refrenar los desenfrenos de la naturaleza humana. ¡Horrible estado, que es el nuestro por naturaleza!
Probablemente nosotros nos hubiéramos alejado con terror y repulsión de semejante criatura. Jesús, al contrario, se ocupó de ese desdichado, no para sujetarlo con cadenas, sino para liberarlo de su miseria y esclavitud.
Pero de ese milagro los habitantes de la ciudad solo parecen haber retenido la pérdida de sus cerdos. A su ruego, Jesús se fue, pero dejó tras sí un testigo, ¿cuál? “El que había estado endemoniado”.
¿No es esta una imagen del tiempo actual? Rechazado por este mundo, el Señor mantiene ahí a los que ha salvado y les encomienda la misión de hablar de él. ¿Cómo cumplimos con esta misión? Leer Salmo 66:16; 1 Pedro 2:9.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"